viernes, 29 de noviembre de 2013

EL POETA JAVIER SOLOGUREN

Biografía



Javier Sologuren Román (Lima, 19 de enero de 1921 - Lima, 21 de mayo de 2004), fue un poeta, profesor universitario, ensayista, traductor, antologador y editor peruano. Fue hijo de Javier Sologuren Peña y de Rosa Mercedes Román. Cursó su educación primaria en el Colegio Maristas de Barranco. Prosiguió sus estudios en el Instituto de Comercio e Industrias y culminó su secundaria en el Colegio del doctor Cavansano. Luego ingresó a la Universidad Mayor de San Marcos donde cursó Letras (1940-1944). Hizo estudios de postgrado en el Colegio de México (1948-1950) y en la Universidad de Lovaina, Bélgica. Viajó a Suecia, donde fue profesor en la universidad de Luna (1951-1957). De regreso en Lima, instaló en su domicilio un taller de artes gráficas, donde diagramó e imprimió cerca de 145 plaquetas y cuadernos de poesía y prosa, usando moldes tipográficos y una impresora manual, ediciones de gran acabado artístico que bautizó con el nombre de La Rama Florida, a través de la cual la mayoría de poetas peruanos contemporáneos publicaron sus obras (1959-1972). Junto con Jorge Eielson fue el principal impulsor de la Generación del 50 en poesía en el Perú. En 1963 se graduó en San Marcos como bachiller en Humanidades con su tesis Fórmulas de tratamiento en el Perú, y en 1968 se doctoró en Literaturas Hispánicas con una tesis que, al año siguiente, fue publicada con el título de Tres poetas tres obras, sobre Carlos Germán Belli, Wáshington Delgado y Sebastián Salazar Bondy. Fue profesor en diversas universidades de Lima. En los años 70 fue director de la revista Creación & Crítica, y director en los años 80 de la revista cultural Cielo Abierto. En 1975 pasó a ser miembro de la Academia Peruana de la Lengua. También fue miembro del Centro de Estudios Orientales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de más de 15 poemarios, que reunió en la obra titulada Vida continua (1989). Es también notable su aporte en el campo de la traducción.

Obra poética

- El morador (1944)
- Detenimientos (1947)
- Dédalo dormido (1949)
- Bajo los ojos del amor (1950)
- Otoño, endechas (1959)
- Estancias (1960). Premio Nacional de Poesía 1960.
- La gruta de la sirena (1961)
- Recinto (1967)
- Surcando el aire oscuro (1970)
- Corola parva (1977)
- Folios del Enamorado y la Muerte (1980)
- Jaikus escritos en un amanecer de otoño (1986)
- Retornelo (1986)
- Catorce versos dicen… (1987)
- Folios de El Enamorado y la Muerte & El amor y los cuerpos (1988)
- Poemas 1988 (1988)
- Vida Continua. Obra poética (1939-1989) (Recopilación de sus obra poética, última edición, 1989)
- Un trino en la ventana vacía (1992, 1993, 1998). Premio Internacional de Poesía “J.A. Pérez Bonalde” 1995.
- Hojas del herbolario (1992)

Apreciaciones críticas


Dice LAS [Luis Alberto Sánchez], que apareando este autor con Eielson para mejor entendimiento crítico, pueden distinguirse entre los poetas jóvenes dos tendencias: hacia la poesía pura, y por cuenta de la poesía social y erótico-social. No usamos —advierte— el vocablo "comprometido" porque será preciso un acuerdo previo sobre sus alcances: ¿comprometido con qué o con quién? ¿con la poesía misma? ¿con la colectividad? Creo que toda literatura está de hecho "comprometida". La que deje de estarlo, será sólo subliteratura, semipoesía, nada más. Eielson y Sologuren ... deambulan por la poesía como dos gemelos, Castor y Pólux, de un arte lúcidamente romántico y tercamente sobrio ... Sologuren cultiva su huerto de anhelos, pero adquiere una extraña maestría para consonar el solemne verso clásico de España con toda la onirología del surrealismo ... Menos remiso al reclamo literario, pero tan exigente como Eielson, ha lanzado un número de "plaquettes", siempre primorosos que él mismo compone e imprime, dentro de la más severa tradición renacentista. Como editor ha puesto en órbita libros de casi todos los poetas contemporáneos bajo el sello editorial de La Rama Florida. En Sologuren, la claridad es mayor que en Eielson, a veces cruel. Del brazo de Rimbaud y J. R. Jiménez, escuchando la confidencia inmarcesible de Garcilaso, el poeta, y de Mallarmé, el geómetra, J. S. afila su verso con voluptuosidad de virtuoso, exprimiendo todo su significado a la palabra, toda su música a la estrofa, y su silencio a ruido. De ahí que cada poema suyo parezca un ensayo de perfección invulnerable. No de los más característicos pero, sí, de los más significativos y peculiares: por ejemplo su Memoria de Garcilaso, el Inca:

En todo amor se escucha siempre
la soledosa vena de agua
donde se copia ausente
un rostro vivo que fue nuestro.

El agua surge, el agua nombra
con suaves labios transparentes,
la vieja cuna sola
y unas palabras en rescoldo.

El amor es así. Nos siembra sol
en el alma, y con el agua
cánticos de la tierra
nos traen anhelos memoriosos.

Es ésta una composición, en la que por acto voluntario se quiebra periódicamente el ritmo dando como fruto una especie de compás sincopado a base de palabras sin estridencia, hechas de "eres", "eses", "gueés", "eles", todo líquido y rumoroso y sin final previsible. Tal vez por eso y por otras razones, Raúl Deustua anota: A J. S. se le puede ver, entre bruma y amanecer, caminando hermosamente sobre las nubes. Se le encuentra al doblar una esquina, inclinado sobre una flor que él precisa, define, limita, analiza, para luego llevársela como ente de belleza, transformada y milenaria, palpándola como un precioso recuerdo de amor. Alberto Escobar, también resalta que, la copiosa producción de J. S., puede situársele entre las más completas y consistentes de nuestra nueva poesía. Culto a la perfección y a la palabra exacta; al ritmo sosegado, que progresa por repentinas ímpetus que alternan el remanso, transparente, de música y silencio, de alusión y murmullo. A lo largo de su producción, el poeta ha probado diversas maneras para una consustancial y dominante aptitud lírica. Y en este continuo trabajo, desde una misma voz, con una pureza elemental, pero estrujada hasta su tono más secreto, ha teñido su lenguaje con virtudes que gustó en los españoles del siglo de oro y en los contemporáneos franceses, y ha madurado un oficio que respeta el frescor, la claridad y la sencillez, con lo que llega a su verso en porte de modernidad y clasicismo, de poesía actual y de todas las épocas. Leamos su
Noción de la Mañana:

Voy de tu mano entre los limpios juncos,
entre nubes ligeras, entre espacios
de tierra sombra. Voy en tus ojos.

Voy de tu mano como quien respira
la pausa cálida del viento,
como quien pisa en el aire blandos frutos,
como quien bebe su risueño aroma.

(No he de perder el trino y la corriente
que te moja de libres claridades,
ni tu cabello suelto como el río
que apresura sus labios en la sombra.)

De: Arriola Grande, Maurilio: ''Diccionario Literario del Perú''. Nomenclatura por autores. Tomo II. Artículo: “SOLOGUREN, Javier”. Editorial Universo S.A. Lima, Perú. Segunda edición, corregida y aumentada.


Antología Poética





MORIR

                       O seleil c'est le temps de la Raison ardente
                       APOLLINAIRE

Morir como una flor en el seno de dos olas instantáneas
ante el indeciso fulgor de una dicha imprevista y cercana.
Morir como un pájaro que cae entre nubes de rosados anillos;
entre tallos de vibrátiles pestañas y copas de luz impalpable.
Morir en un castillo de mercurio al resplandor de una amorosa mirada.
Morir viendo el sol a través de gaseosas laderas.
Morir como una rosa cortada al fuego de la noche.
Morir bajo una lluvia de sedosas escamas.
Morir en las fragantes olas de unas sienes sensibles.
Morir en esta ciudadela esculpida en una desierta mañana.
Morir llevado por el mar que respira contra los muros de mi casa.
Morir en una súbita burbuja de amor a punto de no ser más que vacío.
Morir como un pequeño caracol que el mar deja rezumando en las arenas blancas.
Igual que una sonrosada oreja cubierta de rayos estivales.
Morir para encontrar la escultura bajo tierra, de un viejo sueño humano.
Morir donde las aves toman rumbos desconocidos entre la olas y la noche,
entre un suntuoso iris y el deslumbrante laberinto de
la fauna en acecho,
de lácteos racimos y agudas flores esparcidas apasionadamente.
Morir sólo en la tierra al tibio ramalazo del aire
caído con amoroso peso
y al temible contacto de una piel suave frescamente colmada.
Morir en un mimoso dúo de estrechas flautas de oro
a media agua de tus ojos bajo la tierra incandescente.
Morir asido a una dura garganta en la silenciosa espuma del follaje.
Morir junto a una cabellera que barre el fondo de las
minas de preciosas llamas
que han de ser brillante gas en la nocturna velada de mi amor.
Morir a nivel de una sonrisa delicada.
Morir en un lago de fría seda donde hierven las
ardientes piedras del mediodía,
en tus ojos de pequeños frutos solitarios donde la tarde
es hoja de miel inhollable.
Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve.
Morir sintiendo que en la tierra aún son hermosos la
sangre, el desorden y el sueño.

_______________________

PERIQUITO

Perico el de los palotes
tiene siete pericotes

sentaditos en sus sillas
oyéndole maravillas

de su vida y de sus mañas
y sus famosas hazañas:

Yo Perico marinero
vueltas le di al mundo entero

buscando a mi prima Lola
a quien se la llevó una ola

como el San Cristóbal grande
como el Misti, como el Ande.

(¡Si no será embustero
este Perico parlero!)

Pero, al fin, con ella di
en las playas de Midi

tomando baños de sol
y helados en caracol.

¡Salud, le dije, Princesa!
¡Aquí me tiene, Su Alteza!

Vente conmigo al Perú
y verás de canesú

a los siete bien peinados
pericotes ataviados.

Mas Lola está distraída
leyendo «La Bella Aída»,

una novela del bum;
y cataplum, cataplum,

en el agua me arrojé
y pronto hasta aquí llegué

a contarles mi aventura.
Mas la jornada fue dura.

Estoy bien cansado, bien...
¿Cómo están, pericotitos?

Nosotros también, también.
¡Buenas noches, Periquito!

____________________

DOS EDADES

Alegra ver el choclito
mostrando todos sus dientes
de leche blanca
en su fresca y verde panca.

Y más tarde, ya maíz,
alegra verlo cuajado
en la amarilla y rubí
pedrería de sus granos.

___________________

PAJARITA

Pajarita, pajarita,
pajarita de papel
pajarita tan bonita,
tan bonita y de papel.

En la mano te aprisiono,
no te muevas, pajarita;
no vuelas, no saltas, no
te me vas, pajarita.

Pero bien quisiera yo
verte volar de verdad,
por el cielo en libertad,
¡pajarita, como no!



De Vida continua

jueves, 4 de julio de 2013

JORGE BASADRE GROHMANN


Jorge Basadre (1903-1980), el autor de Perú, problema y posibilidad, Historia de la República del Perú y tantos otros notables libros, fue y sigue siendo nuestro máximo historiador de la república. Por su extraordinaria erudición, su ponderación valorativa y la proposición de ideas y conceptos que pueden orientar nuestra conciencia nacional y social.

Si bien la obra de Basadre como historiador es la más conocida y prestigiada nacional e internacionalmente sin embargo, son múltiples las facetas de su vida; estudiante, profesor, escritor, bibliotecario, político, editor. A estas facetas las vertebran ciertas calidades constantes en Basadre: su patriotismo, su solidaridad, su honestidad y su anhelo de justicia.

Será profesor durante muchos años de su vida, pero maestro siempre. Todavía de estudiante universitario será también profesor de colegio. Y apenas terminados sus estudios de letras y jurisprudencia, será catedrático universitario cerca de treinta años, en el Perú y en el extranjero, pero no ostentará dignidades de autoridad universitaria, que le fueron siempre mezquinadas.

Será bibliotecario de la Universidad de San Marcos y llegará a ser fundador de la Tercera Biblioteca reconstruida después del incendio de 1943.

Será animador y director de publicaciones de diversa índole: diarios, revistas, así como editor de libros que enriquecieron nuestro acervo cultural.

En su obra, se aúnan rigor del método, la hondura del análisis y la visión del conjunto, tratando de acercarse, con excesiva ilusión, al ideal mannheinmniano de la inteligencia socialmente desprovista de ataduras. Pero siempre, testimoniando, un compromiso con el Perú.

Ese compromiso sólo ocasionalmente llegó a ser político. En 1931 y en 1946 con Acción Republicana y con el Social Republicano respectivamente; o como Ministro de Educación Pública en 1945 y en 1956.

Pero su verdadero y más fecundo compromiso con el Perú es más visible y permanente a través de su acción y su obra cotidiana. Desde los años briosos y beligerantes de su juventud, como miembro de la generación de la Reforma Universitaria -una generación que se afanaba en buscar una Patria que respondiese a las lecciones del ayer y a las solicitaciones del presente- y hasta los años más apacibles de la madurez y de la experiencia, la vida entera de Basadre fue un volcar sus inquietudes, sus dudas y sus anhelos, su emoción social, su honestidad intelectual, su pasión por la justicia, en innumerables escritos y libros donde se fue plasmando una comprensión cada vez más honda de la patria peruana. Una visión madura y serena que, de las desgarraduras y los errores del pasado, lograba extraer, como un alquimista generoso, una lección de optimismo y esperanza en el Perú profundo y su destino.

Para las generaciones peruanas de hoy y de mañana la vida y obra del maestro Basadre quedan como un vasto libro abierto hacia el futuro.


Jorge Basadre fue un infatigable investigadorde la historia republicana del Perú

Junto con el presidente Manuel Prado Ugarteche y otras personalidades, en la puesta de la primera piedra del nuevo edificio de la Biblioteca Nacional del Perú en 1944.

martes, 25 de junio de 2013

EL NOMBRE DE LA ROSA DE UMBERTO ECO

EL NOMBRE DE LA ROSA



Por: Alfredo Valle Degregori

Bajo este sugestivo y manso título se esconde una ambiciosa novela de reconstrucción histórico-literaria, emprendida por el lingüista italiano Umberto Eco, que hace hoy por hoy furor en Europa y alrededores.

Llegó a nosotros en una hermosa edición Bompiani de medio millón de ejemplares titulada "Il nome della rosa".

Al final del manuscrito de Adso de Melk, que es la forma asumida por la novela, se encuentra la bella frase latina que le sirve al autor de motivo para el titulo: Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus. Queda en pie la rosa,  primordial por su nombre: sólo poseemos nombres desnudos.

La frase es evidentemente nominalista, además de muy poética y profunda. Nos hace ver que estamos en un universo de palabras y que éstas muchas veces se nos ofrecen en su genuino estado natural: desnudas o peladas. Y que muy probablemente no se esconde nada detrás de ellas. Y sin embargo todos vivimos creyendo que la realidad da valor a las palabras.

El protagonista, un monje franciscano que pasa de los cincuenta, Guillermo de Baskerville, amigo de Guillermo de Occam, inglés como él, ex inquisidor, asume en la novela el papel de detective, siguiendo los principios de la deducción silogística aristotélica y las argucias escolásticas usadas en Europa hacia 1327.

La pugna dentro de la Iglesia se da entre dominicos que apoyan al papa de Avignon Juan XXII (Giacomo di Cahors) y franciscanos, que son utilizados para sus fines políticos por el emperador Ludovico de Baviera, en su lucha contra el papa.

La época tiene como eje la figura del fraile franciscano "fra Dolcino", que muere en la hoguera por haber proclamado la pobreza como principio fundamental del cristianismo. Muchos "fraticelli" mueren en la hoguera proclamando: "Viva Cristo povero crocifisso".

Quizás una de las virtudes más grandes de esta novela sea la de meter al lector dentro de la terrible realidad de esas hogueras en que murieron tantos franciscanos por proclamar las verdades que descubriera su fundador y que milagrosamente a éste no le acarrearon la muerte sino la canonización.

Adso de Melk es un novicio benedictino, que hará una inquietante iniciación de su vida religiosa en un rico monasterio de su orden, situado en un lugar indeterminado de la Alta Italia. Este personaje narrador sirve al autor como testigo presencial de los acontecimientos, a través de un manuscrito, del cual se dan al lector ciertas referencias, que le hacen sospechar la existencia de un núcleo esencial de hechos que sirvieron para la recreación de esta historia.

En la rica abadía benedictina, llena de relicarios, custodias y paramentos sagrados colmados de oro, plata y piedras preciosas, hay también una biblioteca laberíntica, cuyo plano se ofrece al lector en las páginas de respeto, de tapa y contra-tapa.

La biblioteca es lo más precioso de la abadía y así lo comprende Guillermo de Baskerville, que ha llegado atraído por ella. Sin embargo, el abad les prohíbe a él y al novicio a su cargo (Adso) el acceso al laberinto. La biblioteca en forma de laberinto no es sólo una realidad de muchas grandes bibliotecas de la época sino también un hermoso símbolo de lo que es la cultura para la humanidad.

De hecho, el autor, a través de su personaje principal (fray Guillermo), demuestra erudición en cosas de bibliotecas, códices, manuscritos árabes, griegos y latinos y ésta viene a ser para algunos perspicaces la verdadera trama de la obra, que salta de un libro al otro  y de un dato al otro, sin terminar de conformar vitalmente el ambiente.

Tan es así que, aunque hay siete muertos en los siete días de estada de Guillermo y Adso en la abadía, resulta que los siete cadáveres son simplemente siete ideas, porque para ninguno de ellos prepara el autor ni siquiera un modesto funeral.

Lo mismo ocurre con las comidas. A pesar de la opulencia y a pesar saberse que el alimento ha sido siempre muy importante para monjes privados de relaciones carnales, apenas si en una ocasión describe el manuscrito manjares servidos a la mesa y más como el que mira de lejos un cuadro que como el novicio joven y con apetito que participa y ve participar a los demás del refrigerio.

Quizás si las escenas del laberinto y la de la cocina de Adso con la mujercita que viene a ofrecerse a cambio de vísceras de res al administrador son los únicos toques de un palpitante realismo en medio de un acontecer demasiado cerebral.

Los monjes de la abadía contribuyen a formar en el lector una idea de irrealidad, pues el abad no tiene nombre, el viejo Jorge es ciego e intratable y apenas si Berengario, Zacarías, Severino y el viejo Alinardo son como sombras que se mueven en la oscuridad e intentan muy débilmente convertirse en personajes. Llega un momento en que da la impresión de que el autor se hubiera quedado sin personajes, a raíz de las siete muertes y se nota que va improvisando nuevos títeres al darse cuenta de que se le han acabado los que manejaba al comienzo.

El descubrimiento del misterio de Finis Africae está elaborado con cuidado y en la inquisición intelectual emplea Eco toda la acuciosidad que ahorra en la creación verosímil de personajes y de situaciones vitales.

El desenlace tiene pinturas grandiosas como la del caballo Brunetto (Morenito) con la crin encendida, que nos recuerda las jirafas de Dalí y la figura apocalíptica del viejo ciego Jorge, español para más señas, que adquiere al final toda la fuerza de un símbolo fatal.

Allí, en el final, comprendemos ya a cabalidad, que Eco ha manejado ideas y no personajes. El propio abad nunca fue más que un cargo y Jorge fue preparado para símbolo. El caballo Brunetto era un símbolo poético de la realidad fugaz e inasible, que se debe aprehender con el intelecto activo.

Pero es en el incendio de la biblioteca donde se configura no tanto el incendio real de tantas ricas bibliotecas del pasado sino la vacuidad de la cultura: el terrible MATAIOTES MATAIOTETON (Vanidad de vanidades) del Eclesiastés.
             
El único personaje que se salva como tal es Guillermo de Baskerville, porque en cierta manera representa al propio Eco en busca de la verdad de las bibliotecas, que debería ser la verdad del mundo. Tanto cariño le tiene el autor a este personaje que hasta lo describe: es alto, flaquísimo y con granos.

El secreto de tantas muertes y de tantos afanes detectivescos resulta igualmente libresco: el gran misterio estaba encerrado en el libro segundo de la Poética de Aristóteles, texto hoy perdido y que Eco supone trataba sobre la risa.

Detrás de este secreto alienta una suposición de Umberto Eco: que las concepciones aristotélicas sobre el hombre eran en el medioevo tan capaces de minar el cristianismo irracional representado por Jorge como los actuales avances y descubrimientos científicos son capaces hoy de combatir una idea o posición religiosa irracional.

Jorge, con su teoría del Anticristo y del fin del mundo, quiere representar para Eco la irracionalidad de las creencias religiosas frente a la luminosidad del razonamiento aristotélico escolástico medieval, precursor de la ciencia de hoy.

Algunas suposiciones demás, algunos personajes y ambientaciones de menos y algunas fallas técnicas en cuanto a narrativa no le quitan belleza, audacia y poder a un libro que nos apasiona de principio a fin, pues intenta levantar con todas sus fuerzas el velo de la aventura intelectual del hombre en el universo.


Publicado en el Suplemento “DOMINICAL” de “El Comercio”, Lima, 24 de junio de 1984

jueves, 25 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (4)


4.—EXAMEN DE LA SEGUNDA PARTE DE LOS COMENTARIOS REALES

Portada de la primera edición de la Segunda Parte de los Comentarios Reales,
más conocida como la HISTORIA GENERAL DEL PERÚ.


La segunda parte de los Comentarios, que trata de la conquista del Perú y de las guerras entre los conquistadores, no ha sido, ni con mucho, tan discutida como la primera. En general, se la tiene por más estimable históricamente. No participamos nosotros de tal opinión. La primera parte de los Comentarios, con todas sus exageraciones y todos sus vacíos, es libro esencial para el conocimiento del Perú incaico, y sin él nos faltaría uno de los más importantes aspectos de la antigua historia peruana. No sucede lo mismo con esta segunda parte. Si la suprimimos mentalmente, no podemos decir que la historia de la Conquista y de las guerras civiles quede trunca. A pesar de la originalidad de ciertos detalles y de la innegable utilidad de alguno de sus puntos de vista, no sería insustituible su falta. No requiere, pues, tan detenido examen como el que hemos dedicado a la primera parte.

Garcilaso, en la segunda parte, habla por cuenta propia mucho menos que en la primera. Sujetándose estrictamente a lo que promete el título de su obra, Comentarios, se limita a comentar, a abreviar o a transcribir los relatos de los historiadores que le precedieron. Los que más aprovecha son Gómara, Zárate, el Palentino; y para la prisión de Atahualpa y los primeros tiempos de la Conquista, Blas Valera, del que copia largos pasajes. Advirtamos que la conducta que observó Garcilaso con el padre Valera prueba su honradez y lealtad. Expresó cuáles eran los trozos y las noticias que tomaba del incompleto manuscrito del jesuita, cuando tan fácil le hubiera sido hacer con él lo que Herrera hizo con los escritos de Cieza, que explotó a sus anchas, sin darse el trabajo de citarlos siquiera (1).

Quizá lo menos verdadero y valioso entre todo lo que escribió Garcilaso sea la historia del descubrimiento y la conquista, contenida en los dos primeros libros de esta parte. Movido del afán de presentar a los Incas por el lado más favorable y halagüeño, ha alterado y desnaturalizado el carácter del período. No sólo confunde algunos hechos (como las embajadas que de Atahualpa recibió Francisco Pizarro desde su salida de Piura, y que él reduce a una, que adorna con circunstancias imaginarias), sino que–cosa más grave—reviste de color falso las principales escenas. La dura majestad, la bárbara grandeza del Inca y del imperio, que tanto resaltan en la pintoresca relación de Jerez, se borran y se pierden en la suya para dar paso a una pintura que aquí, en verdad, merece plenamente calificativo de novelesca. Extrema es la inverosimilitud de su versión de la captura de Atahualpa (2). Mucha responsabilidad de tal inverosimilitud recae sobre Blas Valera, a quien siguió en este punto, desdeñando a los historiadores españoles y acusándoles de inexactos y apasionados. El apasionado e inexacto era sin duda Valera, y Garcilaso hizo muy mal en seguirlo y en transcribir de él las extensas oraciones de fray Vicente Valverde y de Atahualpa (libro I, caps. XX, XXII, XXIV), cuya impropiedad es tan evidente. Para estas arengas y para las que Garcilaso atribuye al inca Manco, antes y después de su sublevación (libro II, caps. XI, XII, XXII, XXIII, XXIX), aceptamos por entero la áspera condenación de Mendiburu que hemos impugnado para las de la primera parte. Son dignas de acerbísima censura, no por ser arengas fingidas, pues eran tan admitidos y usados semejantes adornos en las historias de aquel tiempo, sino por la completa falsedad de los sentimientos y de las situaciones que expresan. Dijimos atrás que el vaticinio de la destrucción de los Incas por extranjeros no fué mentira inventada por Garcilaso, y que pudo ser en el Perú como en Méjico superstición de origen muy remoto; pero en ningún caso tuvo esa superstición la decisiva importancia que para el sometimiento de los indios le quieren dar Garcilaso y Valera, con el objeto de disculpar la escasa resistencia que en los primeros momentos se opuso a los españoles. No había necesidad, por cierto, de recurrir al prestigio sobrenatural para salvar a los peruanos incaicos del cargo de cobardía. La terrible rebelión del inca Manco los redime totalmente de la pasividad que mostraron ante la acometida de Pizarro, y lo sorpresivo del ataque, el estado de confusión en que se encontraba el país por la sangrienta guerra entre Huáscar y Atahualpa y el desconcierto que produjo la prisión de los dos reyes hermanos, bastan para explicar el estupor que paralizó al principio a todos los habitantes. El imperio de los Incas cayó como caen todos los imperios despóticos y centralizados, inmensas y deleznables moles que un solo golpe deshace, y que, como escribe Maquiavelo, «una vez vencidos, de suerte que no puedan presentar ejércitos en pie de guerra, nada hay que temer en ellos que no sea por parte de la familia del príncipe. Extinguida ésta, de nadie podrá temerse cosa alguna, por carecer todos de crédito con el pueblo». Don Francisco de Toledo comprendió la máxima de Maquiavelo y la puso por obra al sentenciar a Túpac Amaru (3).

Desde que principian las guerras civiles, los Comentarios ganan considerablemente en puntualidad y exactitud, como que ya abandona Garcilaso al padre Valera y apenas hace otra cosa, a partir de la campaña de las Salinas, que copiar las relaciones de Gómara y Zárate. Acá y allá intercala algún dato original o alguna anécdota curiosa que le contaron los antiguos soldados. Pero conforme avanza la narración, aumenta en originalidad e importancia; pierde el carácter de rapsodia hábil y agradable, pero al fin y al cabo rapsodia, que distingue a los primeros libros, y pone más y más en relieve la personalidad de Garcilaso. En las rebeliones de Gonzalo Pizarro y de Francisco Hernández, a cada instante contradice y corrige al Palentino y a Gómara.

Para la rebelión de Gonzalo Pizarro, los Comentarios son fuente muy apreciable, no sólo porque Garcilaso conoció y trató a casi todos los personajes que en ella intervinieron, sino porque la serenidad y aun la relativa blandura con que la pinta y la juzga sirven de necesario contrapeso a las extremadas denigraciones de los historiadores áulicos, de Zárate, del Palentino, de Gutiérrez de Santa Clara y de Cieza de León. Verdaderamente, extraña a primera vista que el mestizo Garcilaso, el apologista de los Incas, tan amante de los indios y tan compasivo de sus trabajos y miserias, sea quien con menos severidad condene aquella sublevación de encomenderos contra las ordenanzas inspiradas en beneficio de los naturales por el apostólico padre fray Bartolomé de las Casas. Contradicciones muy propias del corazón humano. Por mucho que Garcilaso compadeciera y amara a los de su raza materna, todavía era mayor el cariño y la veneración que profesaba por la memoria de su padre. Al referir la insurrección de Gonzalo Pizarro, tenía que estimarla con el criterio de su padre y de los camaradas de éste. Todos ellos ricos encomenderos, enemigos encarnizados de las ordenanzas, que, a ser ejecutadas íntegramente, los hubieran reducido a la miseria, alentaron al principio la empresa de Pizarro; después, cuando la traición contra la corona y la desapoderada ambición del caudillo fueron manifiestas, abandonaron al rebelde o procuraron con todo empeño escapársele; pero jamás pudieron ahogar un sentimiento de profunda simpatía hacia el jefe del partido que un tiempo había sido el suyo y había representado sus intereses. No es menester insistir sobre la importancia que a este respecto tiene la versión de Garcilaso : expresa con fidelidad el más interesante estado de la opinión de los antiguos conquistadores acerca de aquella célebre guerra civil.

Uno de los más notables y generosos rasgos de esta segunda parte de los Comentarios es la solicitud que pone Garcilaso en abogar por Francisco Carvajal, hombre feroz sin duda alguna, pero muy ennegrecido y calumniado por los escritores cortesanos o exaltadamente realistas. Mientras que éstos nos lo presentan como un ser perverso y sardónico, implacable e infernal, tipo de la maldad más completa, encallecida y horrible, en los Comentarios aparece tal cual debió ser, sanguinario y cruel, pero no salvaje ni ajeno a todo sentimiento de caballerosidad, con esa indefinible mezcla de buenas y malas cualidades que constituye la piedra de toque de la verdad en la pintura de caracteres. Y ha de notarse que ningún motivo de particular gratitud pudo llevar a Garcilaso a la noble defensa del maestre de campo de Gonzalo Pizarro, porque, lejos de haber sido amigo y favorecedor de su padre, lo había perseguido para matarlo (4).

Crece todavía la autoridad de los Comentarios en la guerra de Francisco Hernández Girón. Garcilaso, ya adolescente, presenció la sublevación del 13 de noviembre de 1553 y participó, con su padre y los principales vecinos del Cuzco, de las sorpresas y zozobras de aquella noche, que tan vivamente ha descrito (5). Reflejando siempre la opinión de los grandes encomenderos, es tan riguroso con la rebelión de Hernández como indulgente con la de Pizarro, porque aquélla, al revés de ésta, fué eminentemente demagógica: fué la protesta de los soldados pobres contra los opulentos dueños de repartimientos.

Cuando el conquistador Garcilaso desempeñó el cargo de corregidor del Cuzco (1554-1557), su hijo le sirvió de secretario y, por consiguiente, tuvo ocasión de enterarse muy bien de los acontecimientos y de alguna parte de la correspondencia oficial (6). Hasta el año de 1560 no salió del Perú nuestro cronista. Se halló, pues, presente en todo el virreinato de don Andrés Hurtado de Mendoza. Para los tiempos posteriores su autoridad es débil, pero no es nula, porque mantuvo relaciones con sus parientes y condiscípulos del Perú y recibió de ellos algunas noticias.

No oculta Garcilaso su rencor contra don Andrés Hurtado de Mendoza y don Francisco de Toledo por la conducta que ambos observaron con muchos de los conquistadores e hijos de conquistadores, a quienes desposeyeron y desterraron. Pero donde se desborda su comprimida indignación y su amargura es en el relato de la prisión y el suplicio de Túpac Amaru, no exento de graves reparos (7), pero en alto grado conmovedor y patético, de solemne tristeza, que tan bellamente cierra el último libro de los Comentarios.

Para que Garcilaso ataque con rudeza y a las claras a encumbradas personas, como don Andrés Hurtado de Mendoza y don Francisco de Toledo, es preciso que se sienta herido en lo más íntimo de sus afecciones de amistad, de familia y de clase. Por lo común se muestra muy prudente y reservado, y omite expresar hechos comprometedores o circunstancias deshonrosas (8).

En resumen, la segunda parte de los Comentarios es bastante inferior a la primera en utilidad histórica, aunque no carece de alguna importancia y puede a trechos prestar servicios no despreciables. Cuando en ella Garcilaso habla de suyo, es apasionado, y a menudo incurre en inexactitudes, porque habla de memoria, como dijo Montesinos. Casi siempre se reduce a repetir las versiones de Gómara y Zárate—aclarándolas y ampliándolas a veces—; pero quien conoce las abundantes y caudalosísimas crónicas de Cieza, encuentra sucintas y algo pobres las de aquéllos y aun la de Garcilaso, a pesar de sus ampliaciones y anécdotas.

Artísticamente considerada, no puede decirse lo mismo. Sin duda la primera parte de los Comentarios está escrita con cariño e imaginación tales, que de ordinario hacen su lectura por extremo interesante y deleitosa; pero la inalterable prosperidad y la bondad nunca desmentida con que se complace Garcilaso en adornar a los Incas, dan con alguna frecuencia a la relación de los reinados y de las conquistas un acento marcadamente monótono. Todos los soberanos gobiernan con igual sabiduría y clemencia y mueren en avanzada edad, bendecidos y llenos de glorias. Todos los pueblos, después de vacilaciones y resistencias más o menos largas, concluyen por someterse de grado a los hijos del Sol, y obtienen igual generoso perdón e iguales mercedes. Este espectáculo tan sin contrastes ni sombras, esta bienandanza tan constante y completa llega a cansar por su inverosimilitud y monotonía, y sería insoportable si Garcilaso (que comprendió el peligro) no hubiera alternado la sucesión de los reyes y las guerras con capítulos acerca de las instituciones, costumbres e historia natural, en los cuales su suelta y limpia prosa recupera todos sus atractivos, y cuya lectura es de lo más apacible y ameno que puede imaginarse. En la segunda parte, por el asunto (la Conquista y las guerras civiles de los conquistadores), como ninguno variarlo y cambiante, no había que temer uniformidad de tono. Más bien, por estar compuesta en su mayor porción de fragmentos ajenos, hubiera podido temerse que resultara un heterogéneo conjunto. Pero el mérito de Garcilaso en esta parte consiste en haber sabido formar con retazos de diversos autores un cuadro armónico, de orgánica unidad, palpitante de vida y pasión y libre de los defectos literarios de otros cronistas: de la brevedad seca de Montesinos y Zárate, de las sentencias un tanto pedantescas del Palentino y del desaliño y minuciosidad farragosa de Gutiérrez de Santa Clara y Cieza de León.

(Por: José de la Riva Agüero y Osma)

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Notas y referencias:

(1) «Decirla yo en nombre de su paternidad, será recitarla en nombre de ambos, que no quiero hurtar lo ajeno, aplicándomelo a mí solo, aunque sea para honrarme con ello, sino que salga cada cosa por de su dueño, que harta honra es para mí arrimarme a tales varones». Comentarios, Segunda parte, libro I, capítulo XXII.

(2) Comentarios, Segunda parte, libro I, caps. XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII.

(3) No nos ha parecido necesario señalar menudamente los errores de detalle que comete en este período Garcilaso. Baste indicar la falsedad del colorido general de su narración. El licenciado Fernando Montesinos, en los Anales del Perú (publicados por Víctor M. Maúrtua, Madrid, 1906, dos tomos) critica duramente las equivocaciones de Garcilaso o las que tales juzga. Aunque estos Anales son en conjunto obra estimable y muy diversa de las frágiles Memorias historiales, ni aun en ellas tiene derecho Montesinos para mostrarse tan exigente, porque cuando no utiliza los libros de cabildos (cuyos datos son los que avaloran sus anales), cae en yerros tanto o más serios que los que reprocha a Garcilaso (consúltese el tomo I de los Anales, páginas 72, 74, 76, 78, 88 y 136. En ellas se verá que, a la vez que ataca a Garcilaso, asegura muy formalmente que Atahualpa fué degollado, y menciona un viaje de Francisco Pizarro a Pachacámac en 1533 y otro del mismo a Cuzco en 1536, antes de la sublevación de Manco, de que no hablan los primitivos historiadores y testigos presenciales. En la página 71 hay otro viaje de Pizarro por mar el año 1531, desde Tumbes al puerto de Paita, (que no ha existido nunca sino en la imaginación de Montesinos).—Para los gobiernos de los virreyes, hasta el año de 1642, en el que terminan los Anales, es igualmente insegurísimo el testimonio de Montesinos. Y cuando no es inseguro, es incompleto. Para muy largos periodos, apenas atiende a más que a las actas del cabildo de Huamanga, fuente por cierto útil y fidedigna, pero muy insuficiente y estrecha para quien se proponía escribir los anales de todo el virreinato del Perú. Incurre en tan craso e imperdonable error cronológico como poner en el año de 1581 el fallecimiento de Felipe II (Anales, tomo II, página 84), que más adelante coloca en su verdadera fecha, 13 de septiembre de 1598.—Se equivoca igualmente en el año de la entrada del conde del Villar, que dice que fué en 1584, cuando, por carta del propio conde al Rey, consta que llegó a Paita en junio de 1585. (Publicada en el tomo VI, p. 117 de la Prueba Peruana en el juicio de límites entre el Perú y Bolivia). Si hojeando de ligero los Anales saltan a la vista inexactitudes de tal bulto, júzguese cuál debe ser el valor de la tan ponderada autoridad de Montesinos para los tiempos de la Conquista y del Virreinato, y lo poco que de ella quedaría después de someterla a un formal y detenido examen.

(4) Segunda parte de los Comentarios, libro IV, cap. XIX.

(5) Idem, libro VII, caps. II y III.

(6) Segunda parte de los Comentarios, libro VIII, cap. VI.

(7) Comentarios, segunda parte, libro VIII, caps. XVI, XVII, XVIII y XIX. ¿ Quién ha de creer, por ejemplo, que los indios no hicieron resistencia en Vilcabamba y que trescientos mil hombres asistieron a la ejecución del Inca ?—Compárese con Montesinos (Anales del Perú, tomo II, año de 1572, pp. 44 y 45).

Como de costumbre, Montesinos se inspira en papeles inéditos de los jesuitas, que tuvo a la vista. Acusa con razón a Garcilaso de omisiones importantes ; principalmente de no mencionar a Martín Hurtado de Arbieto, general de la jornada y lugarteniente en ella del virrey Toledo ; pero por su parte ignora u oculta que fué efectivamente el capitán Martín García de Loyola quien más sirvió y se distinguió en la campaña, y quien apresó en persona al Inca, como lo refiere Garcilaso, el cual, en esto por lo menos, estuvo mejor enterado que Montesinos.

(8) Comentarios, segunda parte, libro II, cap. XVIII ; libro VIII, caps. IV y XV.

miércoles, 24 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (3)


3. EXAMEN DE LA PRIMERA PARTE DE LOS COMENTARIOS REALES.

Portada de la primera edición de los Comentarios Reales

El crédito de la primera parte de los Comentarios Reales ha pasado por extremas vicisitudes. Gozaron los Comentarios de favor desmesurado por muchos años. Era casi la única obra accesible sobre antigüedades peruanas. Garcilaso, con su amenidad y gracia, hizo olvidar las relaciones de los otros cronistas de los Incas. Y mientras éstas permanecieron, salvo excepciones muy raras, manuscritas en los archivos de España (1), los Comentarios se tradujeron a varios idiomas, recorrieron el mundo y ejercieron, en materia de historia del Perú indígena, una prolongada y absoluta dominación, que hoy expían.

Desde mediados del último siglo la crítica moderna descubrió la credulidad y parcialidad de Garcilaso. Ya Prescott lo tachó de exagerado panegirista, aunque reconociendo el germen de verdad que no es difícil descubrir en cuanto dice. Después, la publicación de varias crónicas y de numerosos documentos recientemente hallados o impresos han demostrado que Garcilaso es en muchos asuntos incompleto e inexacto. Pero, como siempre, la reacción ha resultado excesiva. Del viejo y temerario prurito de tomar por único guía a Garcilaso se ha venido a parar en otro no menos temerario: rechazarlo en conjunto, sin distinciones ni salvedades, y prescindir por sistema de sus noticias y testimonios. En la hora presente, quien no quiera parecer hombre de atrasadísima cultura ha de guardarse mucho de citar a Garcilaso como no sea para maltratarlo. Las cosas han llegado al punto de que no sorprende que un ilustre crítico, famoso tanto por lo seguro de su erudición cuanto por lo recto de su juicio, estampe las siguientes palabras : «Los Comentarios Reales no son texto histórico; son una novela utópica, como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol, de Campanella; como la Océana, de Harrington; el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica» (2).

Abramos al acaso el asendereado libro. Nos encontramos con estas palabras sobre el inca Sinchi Roca : «Algunos indios quieren decir que este inca no ganó más de hasta Chuncara; y parece que basta para la poca posibilidad que entonces los Incas tenían. Empero otros dicen que pasó mucho más adelante, y ganó otros muchos pueblos y naciones que van por el camino de Umasuyu. Que sea como dicen los primeros o como afirman los segundos, hace poco al caso que lo ganase el segundo inca o el tercero» (3). Abrimos los Comentarios por otro lado y leemos: «Volviendo al inca Mayta Cápac, es así que casi sin resistencia redujo la mayor parte de la provincia Hatumpacasa... Si fué en sola una jornada o en muchas, hay diferencia entre los indios, que los más quieren decir que los Incas iban ganando poco a poco, por ir doctrinando y cultivando la tierra y los vasallos. Otros dicen que esto fué a los principios, cuando no eran poderosos; pero después que lo fueron, conquistaban todo lo que podían» (4). Hojeamos algunas páginas y nos hallamos con que Garcilaso declara sobre el mismo Mayta Cápac: «Como a los pasados, le dan treinta años de reinado, poco más o menos, que de cierto no se sabe los que reinó ni los años que vivió; ni yo pude haber más de sus hechos» (5) Convengamos en que no es éste el tono de un novelista utópico: es el tono de un historiador. Nos sentimos lejos, no sólo cíe Campanella o Moro, sino de la imperturbable seguridad de los cronistas Montesinos y Cabello Balboa. Y sin trabajo se podrían multiplicar las citas de semejantes pasajes: Garcilaso confiesa a menudo que ignora ciertos nombres, los años que reinaron los Incas y los que emplearon en las campañas. La sinceridad con que admite y reconoce incertidumbres y dudas, es garantía de su veracidad. Cuando se encuentra con tradiciones disconformes, no vacila en presentarlas todas, y a veces ni siquiera se toma la libertad de manifestar que se decide por una. No estaba tan ayuno de discernimiento el que ha escrito lo siguiente : «Que digan los indios que en uno eran tres y en tres uno, es invención nueva de ellos, que la han hecho después que han oído la trinidad y unidad del Verdadero Dios, Nuestro Señor, para adular a los españoles con decirles que también ellos tenían algunas cosas semejantes a las de nuestra santa religión» (6). «Todo lo que en suma hemos dicho de esta conquista y descubrimiento que el rey inca Yupanqui mandó hacer por aquel río abajo, lo cuentan los Incas muy largamente, jactándose de las proezas de sus antepasados...... Mas yo, por parecerme algunas de ellas increíbles para la poca gente que fué...... me pareció no mezclar cosas fabulosas, o que lo parecen, con historia verdadera» (7).

Claro que no vamos a proclamar a Garcilaso como dechado de crítica histórica, ni como el más reflexivo de los cronistas del Perú. Nadie niega que sea crédulo y parcial. En páginas anteriores he indicado las causas de su credulidad y parcialidad; y a ellas conviene agregar ahora que por el estado de ánimo en el cual trabajó los Comentarios, tenía que propender a la idealización del imperio de los Incas. En el atardecer de su vida y en el retiro de Córdoba, los cuentos y las tradiciones que rodearon su cuna y embelesaron después su imaginación de adolescente en el distante Cuzco, hubieron de aparecérsele hermoseados por el sentimiento y envueltos en un suave y brillante velo nostálgico, tejido por el encanto de la doble lejanía en el tiempo y en el espacio. Pero su credulidad, ¿es por ventura excepcional? ¿No es casi la misma que la de todos los escritores de su tiempo? Recuérdese lo que era la crítica en los siglos XVI y XVII; tráiganse a la memoria los falsos cronicones, y los primeros capítulos de Mariana y de Florián de Ocampo; y dígase en seguida si es justo y racional deplorar con tan grande y marcada insistencia la credulidad y ligereza de quien en la vaga y obscurísima historia incaica procedió con sagacidad indudablemente mayor que la desplegada por la generalidad de sus contemporáneos en la indagación de la primitiva historia ibérica. Comparemos a Garcilaso con los que trabajaron en el mismo campo que él, con los cronistas que trataron de los Incas. De seguro Cieza de León y Ondegardo lo superan, aunque no tanto quizá como hoy es moda afirmarlo. Pero comparémoslo, no ya con un pobre indio ignorante como Santa Cruz Pachacuti o con el autor de una miscelánea recreativa como Cabello Balboa, sino con el erudito Montesinos y con el Padre Anello Oliva. Toda persona de buena fe reconocerá que Garcilaso, el capitán mestizo, «nacido entre indios y criado entre almas y caballos», aventaja en rectitud de criterio al licenciado de Osuna y al jesuita italiano.

Indiscutida y evidente es la parcialidad y apasionamiento de Garcilaso por los Incas; pero, ¿basta comprobar la parcialidad de un autor para anular su crédito? Desde Herodoto y Tucídides, Tito Livio y Tácito hasta Macaulay y Mommsen, parciales son los más reputados historiadores. Sin cierto género de parcialidad, manifiesta u oculta, consciente o inconsciente, es imposible escribir la historia. Importa mucho, por cierto, conocer la magnitud y el alcance del apasionamiento en un historiador, para prever sus errores y rectificarlos aproximadamente; pero mientras no se averigüe y demuestre que ese apasionamiento ha llegado a hacerlo mentir, el sentido común dicta que se le oiga y consulte, con precaución mayor o menor, según los casos. Si atendemos a Pedro Pizarro y al padre Cobo, que, para disculpar la conquista, hacen un retrato tan desfavorable y sombrío del régimen de los Incas, ¿cómo no atender a Garcilaso, que se detiene en describir los mejores aspectos de ese régimen? El deber del crítico es semejante al del juez : consiste en adivinar la verdad sirviéndose de las contrapuestos defensas, y no en imponer silencio a los abogados de las partes, so pretexto dé que carecen de imparcialidad. Ser parcial no equivale necesariamente a ser embustero. Y téngase en cuenta que (como dice Pi y Margall, uno de los rarísimos escritores recientes que hacen cumplida justicia a Garcilaso [8]), la parcialidad de los Comentarios se halla en las reflexiones y consideraciones, mucho más que en las narraciones y noticias; y es relativamente fácil separar éstas de aquéllas.

La autoridad de un libro histórico reposa en la de sus fuentes. De dos clases son las de la primera parte de los Comentarios: tradiciones incaicas y cronistas españoles. En cuanto a las primeras, por mucho que se diga, se ha encontrado Garcilaso en situación favorable para utilizarlas. Don Vicente Fidel López ha tenido la intrepidez heroica de negar que Garcilaso supiera quechua (9); pero ya Tschudi ha dado a tan absurda inculpación la respuesta que merece. Para escribir los Comentarios, no se satisfizo Garcilaso con sus recuerdes, sino que consiguió que sus deudos y condiscípulos del Perú le enviaran relaciones sacadas de los quipos (10). Y repárese en que la mayor parte de éstos sus deudos y condiscípulos pertenecía a la alta nobleza incaica, la cual clase era la única que sabía en tiempo de la Conquista dar cuenta de los acontecimientos históricos (11). Es verdad que cuando Garcilaso reunió esas relaciones había transcurrido medio siglo de colonización; y que Cieza y Ondegardo, desde 1550 y 1560, respectivamente, recogieron de los labios de los orejones del Cuzco y consignaron por escrito los hechos de los antiguos monarcas y las leyes del imperio. Pero la desventaja que en cuanto al tiempo lleva Garcilaso respecto de los citados Ondegardo y Cieza, está compensada si se considera que éstos necesitaron, para entenderse con los orejones, emplear intérpretes que con frecuencia alteraban y estropeaban por impericia la exacta significación de los relatos. Además, no pocas veces los mismos incas declarantes falseaban los sucesos, por el temor y recelo que les inspiraban los españoles. Su actitud con Garcilaso tenía que ser diversa. Si a alguien pudieron confiar con veracidad y solicitud las noticias de sus antiguallas, fué al amado pariente; y si hubo alguien capaz de comprenderlas, fué seguramente Garcilaso, educado en aquella tradición.

En cuanto a los historiadores españoles que le precedieron, Garcilaso anuncia desde el principio que los copiará a la letra donde conviniere, «para que se vea que no finge ficciones» (12), cumpliendo la promesa, robustece casi todos sus capítulos con citas de cuantos autores pudo consultar.

Se sirve preferentemente de los más fidedignos: del juicioso Zárate; del agudo Gómara; de los sabios José de Acosta y Jerónimo Román y Zamora; de la Crónica del Perú, de Cieza, y de los fragmentos de la crónica de Valera. Aunque sin saberlo, en las páginas de Acosta ha disfrutado de un resumen de los trabajos de Ondegardo; y a través de Román y Zamora, del texto literal de una relación del padre Cristóbal de Molina (13). Puede, pues, decirse que dispuso de ricos y abundantes materiales. Apoyados en tales fundamentos, sus Comentarios (dígase lo que se quiera) son dignos de muy seria atención. Cierto que en muchas cosas Garcilaso se aparta de los cronistas españoles; cierto también que algunas de sus opiniones personales (como las relativas a la religión y a los sacrificios humanos) están definitivamente refutadas; pero en otras cuestiones es probable que por su especial condición y por los datos que poseyó, haya él solo acertado con la verdad. Un examen de sus discrepancias con los demás cronistas y de los vacíos que en él advierte la ciencia moderna, será el mejor medio de tasarlo en su justo valor.

- Tiempos primitivos

- Sucesión de los Incas

- Religión

- Aspecto general del Imperio

                                                     (Por: José de la Riva Agüero y Osma)



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Notas y referencias:

(1) Las afamadas historias de Gómara, Herrera, Zárate y Diego Fernández de Palencia no tratan de los Incas sino incidentalmente y de manera muy sumaria.

(2) Marcelino Menéndez y Pelayo, Antología de Poetas hispanoamericanos, tomo III, p. CLXIII.
—Orígenes de la novela, tomo I, p. CCCXC y ss.

(3) Cap. XVI del libro II de la primera parte de los Comentarios.

(4) Cap. II del libro III de la primera parte de los Comentarios.

(5) Cap. IX del libro III, primera parte de los Comentarios.

(6) Cap. V, libro II, primera parte de los Comentarios.

(7) Cap. XV, libro VII, primera parte de los Comentarios.

[8] Pi y Margall, Historia general de América, tomo I, volumen I, p. 329.

(9) Les races aryennes du Pérou (París, 1871), p. 336.

(10) Libro I, cap. XIX de la primera parte.

(11) Véase lo que sobre esto dice el padre Cobo en el cap. II del libro XII de la Historia del Nuevo Mundo. La exactitud de la aserción se comprueba con las informaciones que el virrey Toledo mandó hacer en Jauja y Huamanga el año de 1570. Era tal la ignorancia de los caciques e indios viejos de estas provincias acerca de la historia de los Incas, que creían a Manco Cápac padre y predecesor inmediato de Pachacutec. (Vid. el extracto de las informaciones de Toledo publicado por don Marcos Jiménez de la Espada a continuación del Segundo libro de las Memorias de Montesinos, Madrid, 1872.)

En cuanto a las relaciones de meros quipocamayos (como el Catari invocado por el padre Oliva), Tschudi explica muy bien en su Contribución para el estudio de la arqueología y lingüística del Perú antiguo (Viena, 1891), las razones de la escasa confianza que debe prestárseles. No estando interesados de igual modo que los orejones o incas en retener después de la conquista los comentarios verbales que eran la indispensable clave de los quipos históricos, los dejaron caer en olvido ; y suplieron con mentiras la ciencia que ya les faltaba. Pero estas consideraciones no son aplicables, naturalmente, a los quipocamayos del Cuzco, que vivían en el foco de los recuerdos incaicos. De estos quipacamayos cuzqueños existe una valiosa información, que hemos de utilizar en nuestro estudio, hecha en 1542 por mandado de Vaca de Castra. La publicó Jiménez de la Espada (Una antigualla peruana, Madrid, 1892), no en la redacción original, hoy perdida, sino en el resumen que de ella compuso el año de 1608 un cierto fray Antonio, probablemente fray Antonia Calancha.

(12) Libro I, cap. XIX de la primera parte.

(13) Compárase la parte relativa al Perú de las Repúblicas del Mundo, de Román, con el fragmento de la Historia de las Casas publicado por Jiménez de la Espada bajo el titulo de Las antiguas gentes del Perú y que, como el mismo Jiménez de la Espada lo comprueba, no es sino una transcripción, con ligeras variantes, de un manuscrito de Molina.


lunes, 22 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (2)


2. TRADUCCIÓN DE LOS DIÁLOGOS DE LEÓN EL HEBREO. LA FLORIDA DEL INCA.

Portada de la Traducción de los Diálogos de Amor de León Hebreo

Portada de la primera edición de "La Florida del Inca"

La Traducción de los tres diálogos de León el Hebreo por el Inca Garcilaso salió a luz en Madrid el año 1590, y consiguió al principio muy favorable acogida (aunque el Santo Oficio la prohibió después). Admiró mucho que un natural del Nuevo Mundo tradujera tan galanamente del toscano libro tan sutil y filosófico. Animado con esto, emprendió Garcilaso la historia de la campaña de Hernando de Soto en La Florida, que ya había ofrecido en la dedicatoria a Felipe II que encabeza la citada versión de los Diálogos de amor.

Para escribir La Florida disfrutó Garcilaso de las muy largas y frecuentes relaciones de un amigo suyo, que había sido compañero de Hernando de Soto en la frustrada conquista y residía en los alrededores de Córdoba. No da el nombre de este caballero, pero sus señas no convienen ni son aplicables sino a Gonzalo Silvestre, capitán distinguido en La Florida y luego en el Perú (1). Consultó, además, las relaciones manuscritas de dos soldados de la expedición, llamados el uno Alonso de Carmona y el otro Juan Coles, y de continuo los cita para confirmar la narración con sus concordes testimonios. Por último, asegura que su historia fué compararla por un cronista real con las declaraciones que los otros sobrevivientes de aquel descubrimiento hicieron en Méjico ante el virrey don Antonio de Mendoza, y que el cronista real halló conformes los dos relatos. Herrera sigue puntualmente el de Garcilaso; lo apoya en unos escritos que fueron entregados al presidente del Consejo de Castilla y obispo de Córdoba, don Pablo de Laguna, por un fraile menor (probablemente el mismo fray Pedro Aguado de que habla Garcilaso en el Proemio), y lo comprueba, además, con ciertas pinturas de las batallas y hechos militares de la Florida, que de orden de Felipe II le mostró el guardajoyas real Antonio de Voto (2). A pesar de tantas autoridades, Bancroft ha expresado dudas sobre la veracidad de La Florida del Inca (3). Tienen que admitir todos la exactitud de la impresión de conjunto. Las infidelidades sólo pueden encontrarse en los particulares. Los rasgos generales del relato de Garcilaso están aceptados por todos los historiadores y por el propio Bancroft. En cuanto a los pormenores y menudencias, se comprende y se explica la involuntaria inexactitud. Como Garcilaso no acompañó a Hernando de Soto ni fué testigo presencial de los sucesos que narra (puesto que nació el mismo año en que el Adelantado Soto entró en la Florida), con facilidad pudo ser inducido a error en algunas cosas. Los cuadernos de Coles y Carmona no guardaban orden de lugares y tiempos. En consecuencia, para establecer los itinerarios, Garcilaso se vió reducido a los recuerdos del anciano Gonzalo Silvestre, y es verosímil y probable que se engañara con frecuencia. Y aun en estos pormenores, quizá no sean tantas las equivocaciones de Garcilaso como se quiere dar a entender. Habría que comparar paso a paso y minuciosamente la relación portuguesa (que no es tampoco inatacable ni infalible) con la de nuestro compatriota, la cual saldría tal vez de un detenido examen crítico mejor parada de lo que a primera vista se cree. En todo caso, entre una crónica inexacta sobre ciertos puntos muy secundarios y de detalle y una novela (que así se ha llegado a calificarla) hay, a mi parecer, inconmensurable diferencia. La mejor prueba de la verdad de La Florida es el sincero y convencido acento de sus narraciones, de que daré luego una muestra. Y pues esta primera obra histórica de Garcilaso no se relaciona con la historia del Perú y, por consiguiente, debe ocupar muy reducido sitio en el presente ensayo, limitémonos a observar desde ahora que la crítica ha sido implacable y exageradamente severa con el cronista cuzqueño, y que tanto en La Florida como en Los Comentarios urge, dado el giro que llevan los estudios, para restablecer el necesario equilibrio, contrarrestar la desbordada tendencia antigarcilasista, que amenaza convertirse en funesta manía.

Pero sea cual fuere el valor histórico de La Florida del Inca (que repito que lo creo positivo e importante), es indudable su gran mérito literario. Ninguna otra crónica española recuerda en igual grado (hasta por la singular semejanza de muchas situaciones) la Retirada de los diez mil, de Jenofonte. Si no la misma perfección concisa, posee la misma claridad y animación en las descripciones, la gracia casi infantil y el mismo estilo fresco y candoroso. Voy a permitirme copiar un largo pasaje en que es de admirar la fusión del elemento heroico con el elemento vulgar y prosaico, lo cual comunica a la relación un tono de verdad incomparable. Nada más lejano de lo novelesco que esta completa ingenuidad.

«El Gobernador, hallando los pasos que deseaba para pasar la ciénega, le pareció dar luego aviso de ellos a Luis de Moscoso, su maese de campo, para que con el ejército caminase en pos dél, y también para que luego que tuviese la nueva, le enviase socorro de bizcocho y queso; porque la gente que consigo tenía, padecía necesidad de comida: que pensando no alejarse tanto, habían sacado poco bastimento. Para lo cual llamó a Gonzalo Silvestre, y en presencia de todos le dijo: «A vos os cupo en suerte el mejor caballo de todo nuestro ejército, y fué para mayor trabajo vuestro, porque es hemos de encomendar los lances más dificultosos que se nos ofrezcan. Por tanto, prestad paciencia y advertid que a nuestra vida y conquista conviene que volváis esta noche al real y digáis a Luis de Moscoso lo que habéis visto y cómo hemos hallado paso a la ciénega, que camine luego con toda la gente en nuestro seguimiento. Y a vos, luego que lleguéis, os despache con dos cargas de bizcocho y queso con que nos entretengamos hasta hallar comida, que padecemos necesidad della; y para que volváis más seguro que vais, os mande dar treinta lanzas que os aseguren el camino; que yo os esperaré en este mesmo lugar hasta mañana en la noche, que habéis de ser aquí de vuelta; y aunque el camino os parezca largo y dificultoso» y el tiempo breve, yo sé a quién encomiendo el hecho; y porque no vais solo, tomad el compañero que mejor os pareciere, y sea luego; que os conviene amanecer en el real, porque no os maten los indios si os coge el día antes de pasar la ciénega».

Gonzalo Silvestre, sin responder palabra alguna, se partió del Gobernador y subió en su caballo, y de camino como iba encontró con un Juan López Cacho, natural de Sevilla, paje del Gobernador, que tenía un buen caballo, y le dijo: «El General manda que vos y yo vamos con un recaudo suyo a amanecer al real: por tanto, seguidme luego, que ya yo voy caminando». Juan López respondió diciendo: «Por vida vuestra que llevéis otro, que yo estoy cansado y no puedo ir allá». Replicó Gonzalo Silvestre: «El Gobernador me mandó que escogiese un compañero; yo elijo vuestra persona. Si quisiéredes venir, venid enhorabuena; y si no, quedaos en ella misma; que porque vamos ambos no se disminuye el peligro, ni porque yo vaya solo aumenta el trabajo». Diciendo esto, dió de las espuelas al caballo y siguió su camino. Juan López, mal que le pesó, subió en el suyo y fué en pos dél. Salieron de donde quedaba el Gobernador a hora que el sol se ponía : ambos mozos, que apenas pasaban de los veinte años.

Estos dos esforzados y animosos españoles no solamente no huyeron el trabajo, aunque lo vieron tan excesivo, ni temieron el peligro, aunque era tan eminente; antes con toda facilidad y prontitud, como hemos visto, se ofrecieron a lo uno y a lo otro; y así caminaron las primeras cuatro o cinco leguas, sin pesadumbre alguna, por ser el camino limpio, sin monte, ciénegas ni arroyos, y por todas ellas no sintieron indios. Mas luego que las pasaron, dieron en las dificultades y malos pasos que al ir habían llevado; con atolladeros, montes y arroyos que salían de la ciénega mayor y volvían a entrar en ella. Y no podían huir estos malos pasos; porque como no había camino abierto ni ellos sabían la tierra, érales forzoso, para no perderse, volver siguiendo el mismo rastro que los tres días pasados al ir habían hecho: caminaban solamente al tino de lo que reconocían haber visto y notado la ida.

El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos por los indios era tan cierto, que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer bastara a sacarlos dél, si Dios no los socorriera por su misericordia, mediante el instinto natural de los caballos; los cuales, como si tuvieran entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y como podencos o perdigueros hincaban los hocicos en tierra para rastrear y seguir el camino. Y aunque a los principios, no entendiendo sus dueños la intención de los caballos, les tiraban de las riendas, no querían alzar las cabezas, buscando el rastro; y para lo hallar cuando lo habían perdido, daban unos grandes soplos y bufidos de que a sus dueños les pesaba, temiendo ser por ellos sentidos de los indios. El de Gonzalo Silvestre era el más cierto en el rastro y en hallarlo cuando lo perdía. Mas no hay que espantarnos de esta bondad ni de otras muchas que este caballo tuvo, porque de señales y color naturalmente era señalado para en paz y en guerra ser bueno en extremo, porque era castaño escuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con ella; señales que en todas las colores de caballos, o sean rocines o hacas, prometen más bondad y lealtad que otras ningunas: y el color castaño, principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos. El de Juan López. Cacho era bayo, tostado, que llaman zorruno, de cabos negros, bueno por extremo; mas no igualaba a la bondad del castaño, el cual guiaba a su amo y al compañero. Y Gonzalo Silvestre, habiendo reconocido la intención y bondad de su caballo cuando bajaba la cabeza para rastrear y buscar el camino, lo dejaba a todo su gusto, sin contradecirle en cosa alguna, porque así les iba mejor. Con estas dificultades y otras que se pueden imaginar mejor que escrebir, caminaron sin camino toda la noche estos dos bravos españoles, muertos de hambre, que los dos días pasados no habían comido sino cañas de maíz que los indios tenían sembrado; e iban alcanzados de sueño y fatigados de trabajo, y los caballos lo mismo, que tres días había que no se habían desensillado y a duras penas quitádoles los frenos para que comiesen algo. Mas ver la muerte al ojo si no vencían estos trabajos, les daba esfuerzo para pasar adelante. A una mano y a otra de como iban, dejaban grandes cuadrillas de indios que a la lumbre del mucho fuego que tenían, se parecía como bailaban, saltaban y cantaban, comiendo y habiendo con mucha fiesta y regocijo, y gran plática y vocería que entre ellos había, que en toda la noche cesaron. Si era celebrando alguna fiesta de su gentilidad o platicando de la gente nuevamente venida a su tierra, no se sabe; mas la grita y algazara que los indios tenían regocijándose, era salud y vida de los dos españoles que por entre ellos pasaban; porque con el mucho estruendo y regocijo, no sentían el pasar de los caballos ni echaban de ver el mucho ladrar de sus perros, que sintiéndolos pasar se mataban a alaridos. Lo cual todo fué providencia divina; que si no fuera por este ruido de los indios y el rastrear de los caballos, imposible era que por aquellas dificultades caminaran una legua, cuanto más doce, sin que los sintieran y mataran.

Habiendo caminado más de diez leguas, con el trabaja que hemos visto, dijo Juan López al compañero: «O me dejad dormir un rato o me matad a lanzadas en este camino, que yo no puedo pasar adelante ni tenerme en el caballo, que voy perdidísimo de sueño». Gonzalo Silvestre, que ya otras dos veces le había negado la misma demanda, vencido de su importunidad le dijo : «Apeaos y dormid lo que quisiéredes; pues a trueque de no resistir una hora más el sueño, queréis que nos maten los indios. El paso de la ciénega, según lo que hemos andado, ya no puede estar lejos; y fuera razón que la pasáramos antes que amaneciera, porque si el día nos toma de esta parte, es imposible que escapemos de la muerte».

Juan López Cacho, sin aguardar más razones, se dejó caer en el suelo como un muerto, y el compañero le tomó la lanza y el caballo de rienda. A aquella hora sobrevino una grande escuridad, y con ella tanta agua del cielo que parecía un diluvio. Mas por mucha que caía sobre Juan López, no le quitaba el sueño, porque la fuerza que esta pasión tiene sobre los cuerpos humanos es grandísima, y como alimento tan necesario, no se le puede excusar.

El cesar el agua, y quitarse el nublado, y parecer el día claro, todo fué en un punto; tanto que se quejaba Gonzalo Silvestre no haber visto amanecer. Mas pudo ser que se hubiese dormido sobre el caballo, también como el compañero en el suelo, que yo conocí un caballero (entre otros) que caminando iba tres o cuatro leguas dormido sin despertar, y no aprovechaba que le hablasen, y se vió algunas veces en peligro de ser por ello arrastrado de su cabalgadura. Luego que Gonzalo Silvestre vió el día tan claro, a mucha priesa llamó a Juan López; y porque no le bastaban las voces roncas, bajas y sordas que le daba, se valió del cuento de la lanza y lo recordó a buenos recatonazos, diciéndole: «Mirad lo que nos ha causado vuestro sueño. Veis el día claro que temíamos, que nos ha cogido donde no podemos escapar de no ser muertos a manos de los enemigos».
Juan López subió a su caballo, y a toda diligencia caminaron más que de paso, corriendo a media rienda; que los caballos eran tan buenos que sufrían el trabajo pasado y el presente. Con la luz del día no pudieron los dos caballeros dejar de ser vistos por los indios; y en un momento se levantó un alarido y vocería, apercibiéndose los de la una y otra banda de la ciénega con tanto zumbido y estruendo y retumbar de caracoles, bocinas y tamborinos, y otros instrumentos rústicos, que parecía quererlos matar con la grita sola.

En el mesuro punto aparecieron tantas canoas en el agua que salían de entre la enea y juncos, que a imitación de las fábulas poéticas decían estos españoles que no parecía sino que las hojas de los árboles caídas en el agua se convertían en canoas. Los indios acudieron con tanta diligencia y presteza al paso de la ciénega, que cuando los cristianos llegaron a él, ya por la parte alta los estaban esperando.

Los dos compañeros, aunque vieron el peligro tan eminente que al cabo de tanto trabajo pasado les esperaba en el agua, considerando que lo había mayor y más cierto en el temer que en el osar, se arrojaron a ella con gran esfuerzo y osadía, sin atender a más que a darse priesa en pasar aquella legua, que como hemos dicho la tenía de ancho esta mala ciénega. Fué Dios servido que como los caballos iban cubiertos de agua y los caballeros bien armados, salieron todos libres, sin heridas, que no se tuvo a pequeño milagro, según la infinidad de flechas que les habían tirado; que uno de ellos, contando después la merced que el Señor particularmente en este paso les había hecho de que no les hubiesen muerto o herido, decía que, salido ya fuera del agua, había vuelto el rostro a ver lo que en ella quedaba, y que la vió tan cubierta de flechas como una calle de juncia el día de una gran solemnidad de fiesta.

En lo poco que de estos dos españoles hemos dicho y en otras cosas semejantes que adelante veremos, se podrá notar el valor de la nación española, que pasando tantos y tan grandes trabajos, y otros mayores que por su descuido no se han escrito, ganasen el Nuevo Mundo para su príncipe. ¡ Dichosa ganancia para indios y españoles, pues éstos ganaron riquezas temporales y aquéllos las espirituales !

Los españoles que en el ejército estaban, oyendo la grita y vocería de los indios tan extraña, sospechando lo que fué y apellidándose unos a otros, salieron a toda priesa al socorro del paso de la ciénega más de treinta caballeros.

Delante de todos ellos un gran trecho, venía Nuño Tovar, corriendo a toda furia encima de un hermosísimo caballo rucio rodado, con tanta ferocidad y braveza del caballo y con tan buen denuedo y semblante del caballero, que con sólo la gallardía y gentileza de su persona (que era lindo hombre de la jineta) pudo asegurar en tanto peligro los dos compañeros.

Los indios, aunque vieron fuera del agua a los dos españoles, no dejaron de seguirlos por tierra, tirándoles muchas flechas con gran coraje, que cobraron de que hubiesen caminado tantas leguas sin que ninguno de los suyos los sintiesen. Mas luego que vieron a Nuño Tovar y a los demás caballeros que venían al socorro, los dejaron y se volvieron al monte y a la ciénega, por no ser ofendidos de los caballos, que no se sufría burlar con ellos en campo raso. Los dos compañeros fueron recebidos de los suyos con gran placer y regocijo, y mucho más cuando vieron que no iban heridos (4).

De seguro el lector me agradecerá que haya interrumpido mi seco estudio con las páginas de una crónica tan amena y deleitosa como poco leída en el Perú. Para hacer apreciar sus bellezas habría que transcribir todos sus capítulos, y principalmente los que nos pintan la sorpresa y cruel batalla de Mauvila (cap. XXVI y siguientes del libro III) y aquellos en que nos parece presenciar la retirada por el gran Misisipí, cubierto de mil canoas indias (capítulos I al X del libro VI). ¡ Cómo emocionan esos trances, de vibrante interés, y qué anhelos despiertan cuando, desde el fondo de nuestras tristes bibliotecas, comparamos la envidiable vida de los conquistadores, llena de novedad, de aventuras y peripecias, de la sensación de lo desconocido y lo imprevisto, y del acre placer del peligro, con la sedentaria y monótona vida contemporánea! (5).

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Notas y referencias:

(1) Vid. en La Florida del Inca el Proemio al lector, el capítulo XIV de la primera parte del libro II, el capítulo XIV del libro IV, y los capítulos XI y XII de la segunda parte del libro V, y VII y XV del libro VI.—Los detalles que se consignan en los mencionados lugares y el tono con que se relatan, no podían venir sino de Gonzalo Silvestre.

Vid. lo que de este mismo Gonzalo Silvestre se lee en el capítulo XXXVI del libro IV, y en el capítulo VII del libro VIII de la segunda parte de los Comentarios Reales.

(2) Década VII, libro VII, cap. XII.

(3) En el tomo I de su Historia de los Estados Unidos.

(4) La Florida del Inca, primera parte del libro III, capítulos XIII, XIV y XV.

(5) En la Historia de la Florida se nota que Garcilaso andaba tan preocupado con la composición de sus Comentarios Reales del Perú (que ya traía entre manos), que no vacila en insertar, en medio de la descripción de las costumbres de los Floridos y de las hazañas de Hernando de Soto y sus compañeros, datos concernientes a la historia peruana, que luego tuvo que repetir en los dichos Comentarios (caps. I y IV del libro I ; capítulo VI de la primera parte del libro II ; cap. II de la segunda parte del libro V ; y cap. III, del libro VI). Y como si experimentara placer con sólo usar vocablos de su querido idioma quechua, llama curacas a los jefes indios de La Florida. El amor de Garcilaso para la raza india se manifiesta en la complacencia con que están hechos los retratos de Mucozo, de la señora de Cosachiqui y del general de Anilco.

En el penúltimo capítulo de la Historia de la Florida expone el plan de los Comentarios Reales, y dice que la mayor parte de lo referente a la historia y costumbres de los Incas «estaba va puesto en el telar».—Desde el año 1586, fecha de la dedicatoria de la traducción de León el Hebreo, había prometido escribir la historia del Perú. Es probable que desde ese año tuviera acopiados con tal fin documentos.