2. TRADUCCIÓN DE LOS DIÁLOGOS DE LEÓN EL HEBREO. LA
FLORIDA DEL INCA.
Portada de la Traducción de los Diálogos de Amor de León Hebreo |
Portada de la primera edición de "La Florida del Inca" |
La Traducción de los tres diálogos de León el Hebreo por el Inca Garcilaso
salió a luz en Madrid el año 1590, y consiguió al principio muy favorable
acogida (aunque el Santo Oficio la prohibió después). Admiró mucho que un
natural del Nuevo Mundo tradujera tan galanamente del toscano libro tan sutil y
filosófico. Animado con esto, emprendió Garcilaso la historia de la campaña de
Hernando de Soto en La Florida, que ya había ofrecido en la dedicatoria a
Felipe II que encabeza la citada versión de los Diálogos de amor.
Para escribir La Florida disfrutó Garcilaso de las muy
largas y frecuentes relaciones de un amigo suyo, que había sido compañero de
Hernando de Soto en la frustrada conquista y residía en los alrededores de
Córdoba. No da el nombre de este caballero, pero sus señas no convienen ni son
aplicables sino a Gonzalo Silvestre, capitán distinguido en La Florida y luego
en el Perú (1). Consultó, además, las relaciones manuscritas de dos soldados de
la expedición, llamados el uno Alonso de Carmona y el otro Juan Coles, y de
continuo los cita para confirmar la narración con sus concordes testimonios.
Por último, asegura que su historia fué compararla por un cronista real con las
declaraciones que los otros sobrevivientes de aquel descubrimiento hicieron en
Méjico ante el virrey don Antonio de Mendoza, y que el cronista real halló
conformes los dos relatos. Herrera sigue puntualmente el de Garcilaso; lo apoya
en unos escritos que fueron entregados al presidente del Consejo de Castilla y
obispo de Córdoba, don Pablo de Laguna, por un fraile menor (probablemente el
mismo fray Pedro Aguado de que habla Garcilaso en el Proemio), y lo comprueba, además, con ciertas pinturas de las batallas y hechos militares de la Florida, que de
orden de Felipe II le mostró el guardajoyas real Antonio de Voto (2). A pesar
de tantas autoridades, Bancroft ha expresado dudas sobre la veracidad de La Florida del Inca (3). Tienen que
admitir todos la exactitud de la impresión de conjunto. Las infidelidades sólo
pueden encontrarse en los particulares. Los rasgos generales del relato de
Garcilaso están aceptados por todos los historiadores y por el propio Bancroft.
En cuanto a los pormenores y menudencias, se comprende y se explica la
involuntaria inexactitud. Como Garcilaso no acompañó a Hernando de Soto ni fué
testigo presencial de los sucesos que narra (puesto que nació el mismo año en
que el Adelantado Soto entró en la Florida), con facilidad pudo ser inducido a
error en algunas cosas. Los cuadernos de Coles y Carmona no guardaban orden de
lugares y tiempos. En consecuencia, para establecer los itinerarios, Garcilaso
se vió reducido a los recuerdos del anciano Gonzalo Silvestre, y es verosímil y
probable que se engañara con frecuencia. Y aun en estos pormenores, quizá no
sean tantas las equivocaciones de Garcilaso como se quiere dar a entender.
Habría que comparar paso a paso y minuciosamente la relación portuguesa (que no
es tampoco inatacable ni infalible) con la de nuestro compatriota, la cual
saldría tal vez de un detenido examen crítico mejor parada de lo que a primera
vista se cree. En todo caso, entre una crónica inexacta sobre ciertos puntos
muy secundarios y de detalle y una novela
(que así se ha llegado a calificarla) hay, a mi parecer, inconmensurable
diferencia. La mejor prueba de la verdad de La
Florida es el sincero y convencido acento de sus narraciones, de que daré
luego una muestra. Y pues esta primera obra histórica de Garcilaso no se
relaciona con la historia del Perú y, por consiguiente, debe ocupar muy
reducido sitio en el presente ensayo, limitémonos a observar desde ahora que la
crítica ha sido implacable y exageradamente severa con el cronista cuzqueño, y
que tanto en La Florida como en Los Comentarios urge, dado el giro que
llevan los estudios, para restablecer el necesario equilibrio, contrarrestar la
desbordada tendencia antigarcilasista,
que amenaza convertirse en funesta manía.
Pero sea cual fuere el valor
histórico de La Florida del Inca (que
repito que lo creo positivo e importante), es indudable su gran mérito
literario. Ninguna otra crónica española recuerda en igual grado (hasta por la
singular semejanza de muchas situaciones) la Retirada de los diez mil, de Jenofonte. Si no la misma perfección
concisa, posee la misma claridad y animación en las descripciones, la gracia
casi infantil y el mismo estilo fresco y candoroso. Voy a permitirme copiar un
largo pasaje en que es de admirar la fusión del elemento heroico con el
elemento vulgar y prosaico, lo cual comunica a la relación un tono de verdad
incomparable. Nada más lejano de lo novelesco que esta completa ingenuidad.
«El Gobernador, hallando los pasos que deseaba para pasar la
ciénega, le pareció dar luego aviso de ellos a Luis de Moscoso, su maese de
campo, para que con el ejército caminase en pos dél, y también para que luego
que tuviese la nueva, le enviase socorro de bizcocho y queso; porque la gente
que consigo tenía, padecía necesidad de comida: que pensando no alejarse tanto,
habían sacado poco bastimento. Para lo cual llamó a Gonzalo Silvestre, y en
presencia de todos le dijo: «A vos os cupo en suerte el mejor caballo de todo
nuestro ejército, y fué para mayor trabajo vuestro, porque es hemos de
encomendar los lances más dificultosos que se nos ofrezcan. Por tanto, prestad
paciencia y advertid que a nuestra vida y conquista conviene que volváis esta
noche al real y digáis a Luis de Moscoso lo que habéis visto y cómo hemos
hallado paso a la ciénega, que camine luego con toda la gente en nuestro
seguimiento. Y a vos, luego que lleguéis, os despache con dos cargas de
bizcocho y queso con que nos entretengamos hasta hallar comida, que padecemos
necesidad della; y para que volváis más seguro que vais, os mande dar treinta
lanzas que os aseguren el camino; que yo os esperaré en este mesmo lugar hasta
mañana en la noche, que habéis de ser aquí de vuelta; y aunque el camino os
parezca largo y dificultoso» y el tiempo breve, yo sé a quién encomiendo el
hecho; y porque no vais solo, tomad el compañero que mejor os pareciere, y sea
luego; que os conviene amanecer en el real, porque no os maten los indios si os
coge el día antes de pasar la ciénega».
Gonzalo Silvestre, sin responder palabra alguna, se partió
del Gobernador y subió en su caballo, y de camino como iba encontró con un Juan
López Cacho, natural de Sevilla, paje del Gobernador, que tenía un buen
caballo, y le dijo: «El General manda que vos y yo vamos con un recaudo suyo a
amanecer al real: por tanto, seguidme luego, que ya yo voy caminando». Juan
López respondió diciendo: «Por vida vuestra que llevéis otro, que yo estoy
cansado y no puedo ir allá». Replicó Gonzalo Silvestre: «El Gobernador me mandó
que escogiese un compañero; yo elijo vuestra persona. Si quisiéredes venir,
venid enhorabuena; y si no, quedaos en ella misma; que porque vamos ambos no se
disminuye el peligro, ni porque yo vaya solo aumenta el trabajo». Diciendo
esto, dió de las espuelas al caballo y siguió su camino. Juan López, mal que le
pesó, subió en el suyo y fué en pos dél. Salieron de donde quedaba el
Gobernador a hora que el sol se ponía : ambos mozos, que apenas pasaban de los
veinte años.
Estos dos esforzados y animosos españoles no solamente no
huyeron el trabajo, aunque lo vieron tan excesivo, ni temieron el peligro,
aunque era tan eminente; antes con toda facilidad y prontitud, como hemos
visto, se ofrecieron a lo uno y a lo otro; y así caminaron las primeras cuatro
o cinco leguas, sin pesadumbre alguna, por ser el camino limpio, sin monte,
ciénegas ni arroyos, y por todas ellas no sintieron indios. Mas luego que las
pasaron, dieron en las dificultades y malos pasos que al ir habían llevado; con
atolladeros, montes y arroyos que salían de la ciénega mayor y volvían a entrar
en ella. Y no podían huir estos malos pasos; porque como no había camino
abierto ni ellos sabían la tierra, érales forzoso, para no perderse, volver
siguiendo el mismo rastro que los tres días pasados al ir habían hecho:
caminaban solamente al tino de lo que reconocían haber visto y notado la ida.
El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos
por los indios era tan cierto, que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer
bastara a sacarlos dél, si Dios no los socorriera por su misericordia, mediante
el instinto natural de los caballos; los cuales, como si tuvieran
entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y como
podencos o perdigueros hincaban los hocicos en tierra para rastrear y seguir el
camino. Y aunque a los principios, no entendiendo sus dueños la intención de
los caballos, les tiraban de las riendas, no querían alzar las cabezas,
buscando el rastro; y para lo hallar cuando lo habían perdido, daban unos
grandes soplos y bufidos de que a sus dueños les pesaba, temiendo ser por ellos
sentidos de los indios. El de Gonzalo Silvestre era el más cierto en el rastro
y en hallarlo cuando lo perdía. Mas no hay que espantarnos de esta bondad ni de
otras muchas que este caballo tuvo, porque de señales y color naturalmente era
señalado para en paz y en guerra ser bueno en extremo, porque era castaño
escuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con
ella; señales que en todas las colores de caballos, o sean rocines o hacas,
prometen más bondad y lealtad que otras ningunas: y el color castaño,
principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas,
para lodos y polvos. El de Juan López. Cacho era bayo, tostado, que llaman
zorruno, de cabos negros, bueno por extremo; mas no igualaba a la bondad del
castaño, el cual guiaba a su amo y al compañero. Y Gonzalo Silvestre, habiendo
reconocido la intención y bondad de su caballo cuando bajaba la cabeza para
rastrear y buscar el camino, lo dejaba a todo su gusto, sin contradecirle en
cosa alguna, porque así les iba mejor. Con estas dificultades y otras que se
pueden imaginar mejor que escrebir, caminaron sin camino toda la noche estos
dos bravos españoles, muertos de hambre, que los dos días pasados no habían
comido sino cañas de maíz que los indios tenían sembrado; e iban alcanzados de
sueño y fatigados de trabajo, y los caballos lo mismo, que tres días había que
no se habían desensillado y a duras penas quitádoles los frenos para que
comiesen algo. Mas ver la muerte al ojo si no vencían estos trabajos, les daba
esfuerzo para pasar adelante. A una mano y a otra de como iban, dejaban grandes
cuadrillas de indios que a la lumbre del mucho fuego que tenían, se parecía como
bailaban, saltaban y cantaban, comiendo y habiendo con mucha fiesta y regocijo,
y gran plática y vocería que entre ellos había, que en toda la noche cesaron.
Si era celebrando alguna fiesta de su gentilidad o platicando de la gente
nuevamente venida a su tierra, no se sabe; mas la grita y algazara que los
indios tenían regocijándose, era salud y vida de los dos españoles que por
entre ellos pasaban; porque con el mucho estruendo y regocijo, no sentían el
pasar de los caballos ni echaban de ver el mucho ladrar de sus perros, que
sintiéndolos pasar se mataban a alaridos. Lo cual todo fué providencia divina;
que si no fuera por este ruido de los indios y el rastrear de los caballos,
imposible era que por aquellas dificultades caminaran una legua, cuanto más
doce, sin que los sintieran y mataran.
Habiendo caminado más de diez leguas, con el trabaja que
hemos visto, dijo Juan López al compañero: «O me dejad dormir un rato o me
matad a lanzadas en este camino, que yo no puedo pasar adelante ni tenerme en
el caballo, que voy perdidísimo de sueño». Gonzalo Silvestre, que ya otras dos
veces le había negado la misma demanda, vencido de su importunidad le dijo :
«Apeaos y dormid lo que quisiéredes; pues a trueque de no resistir una hora más
el sueño, queréis que nos maten los indios. El paso de la ciénega, según lo que
hemos andado, ya no puede estar lejos; y fuera razón que la pasáramos antes que
amaneciera, porque si el día nos toma de esta parte, es imposible que escapemos
de la muerte».
Juan López Cacho, sin aguardar más razones, se dejó caer en
el suelo como un muerto, y el compañero le tomó la lanza y el caballo de
rienda. A aquella hora sobrevino una grande escuridad, y con ella tanta agua
del cielo que parecía un diluvio. Mas por mucha que caía sobre Juan López, no
le quitaba el sueño, porque la fuerza que esta pasión tiene sobre los cuerpos
humanos es grandísima, y como alimento tan necesario, no se le puede excusar.
El cesar el agua, y quitarse el nublado, y parecer el día
claro, todo fué en un punto; tanto que se quejaba Gonzalo Silvestre no haber
visto amanecer. Mas pudo ser que se hubiese dormido sobre el caballo, también
como el compañero en el suelo, que yo conocí un caballero (entre otros) que
caminando iba tres o cuatro leguas dormido sin despertar, y no aprovechaba que
le hablasen, y se vió algunas veces en peligro de ser por ello arrastrado de su
cabalgadura. Luego que Gonzalo Silvestre vió el día tan claro, a mucha priesa
llamó a Juan López; y porque no le bastaban las voces roncas, bajas y sordas
que le daba, se valió del cuento de la lanza y lo recordó a buenos recatonazos,
diciéndole: «Mirad lo que nos ha causado vuestro sueño. Veis el día claro que
temíamos, que nos ha cogido donde no podemos escapar de no ser muertos a manos
de los enemigos».
Juan López subió a su caballo, y a toda diligencia caminaron
más que de paso, corriendo a media rienda; que los caballos eran tan buenos que
sufrían el trabajo pasado y el presente. Con la luz del día no pudieron los dos
caballeros dejar de ser vistos por los indios; y en un momento se levantó un
alarido y vocería, apercibiéndose los de la una y otra banda de la ciénega con
tanto zumbido y estruendo y retumbar de caracoles, bocinas y tamborinos, y
otros instrumentos rústicos, que parecía quererlos matar con la grita sola.
En el mesuro punto aparecieron tantas canoas en el agua que
salían de entre la enea y juncos, que a imitación de las fábulas poéticas
decían estos españoles que no parecía sino que las hojas de los árboles caídas
en el agua se convertían en canoas. Los indios acudieron con tanta diligencia y
presteza al paso de la ciénega, que cuando los cristianos llegaron a él, ya por
la parte alta los estaban esperando.
Los dos compañeros, aunque vieron el peligro tan eminente
que al cabo de tanto trabajo pasado les esperaba en el agua, considerando que
lo había mayor y más cierto en el temer que en el osar, se arrojaron a ella con
gran esfuerzo y osadía, sin atender a más que a darse priesa en pasar aquella
legua, que como hemos dicho la tenía de ancho esta mala ciénega. Fué Dios
servido que como los caballos iban cubiertos de agua y los caballeros bien
armados, salieron todos libres, sin heridas, que no se tuvo a pequeño milagro,
según la infinidad de flechas que les habían tirado; que uno de ellos, contando
después la merced que el Señor particularmente en este paso les había hecho de
que no les hubiesen muerto o herido, decía que, salido ya fuera del agua, había
vuelto el rostro a ver lo que en ella quedaba, y que la vió tan cubierta de
flechas como una calle de juncia el día de una gran solemnidad de fiesta.
En lo poco que de estos dos españoles hemos dicho y en otras
cosas semejantes que adelante veremos, se podrá notar el valor de la nación
española, que pasando tantos y tan grandes trabajos, y otros mayores que por su
descuido no se han escrito, ganasen el Nuevo Mundo para su príncipe. ¡ Dichosa
ganancia para indios y españoles, pues éstos ganaron riquezas temporales y
aquéllos las espirituales !
Los españoles que en el ejército estaban, oyendo la grita y
vocería de los indios tan extraña, sospechando lo que fué y apellidándose unos
a otros, salieron a toda priesa al socorro del paso de la ciénega más de
treinta caballeros.
Delante de todos ellos un gran trecho, venía Nuño Tovar,
corriendo a toda furia encima de un hermosísimo caballo rucio rodado, con tanta
ferocidad y braveza del caballo y con tan buen denuedo y semblante del
caballero, que con sólo la gallardía y gentileza de su persona (que era lindo
hombre de la jineta) pudo asegurar en tanto peligro los dos compañeros.
Los indios, aunque vieron fuera del agua a los dos
españoles, no dejaron de seguirlos por tierra, tirándoles muchas flechas con
gran coraje, que cobraron de que hubiesen caminado tantas leguas sin que
ninguno de los suyos los sintiesen. Mas luego que vieron a Nuño Tovar y a los
demás caballeros que venían al socorro, los dejaron y se volvieron al monte y a
la ciénega, por no ser ofendidos de los caballos, que no se sufría burlar con
ellos en campo raso. Los dos compañeros fueron recebidos de los suyos con gran
placer y regocijo, y mucho más cuando vieron que no iban heridos (4).
De seguro el lector me
agradecerá que haya interrumpido mi seco estudio con las páginas de una crónica
tan amena y deleitosa como poco leída en el Perú. Para hacer apreciar sus
bellezas habría que transcribir todos sus capítulos, y principalmente los que
nos pintan la sorpresa y cruel batalla de Mauvila (cap. XXVI y siguientes del
libro III) y aquellos en que nos parece presenciar la retirada por el gran
Misisipí, cubierto de mil canoas indias (capítulos I al X del libro VI). ¡ Cómo
emocionan esos trances, de vibrante interés, y qué anhelos despiertan cuando,
desde el fondo de nuestras tristes bibliotecas, comparamos la envidiable vida
de los conquistadores, llena de novedad, de aventuras y peripecias, de la
sensación de lo desconocido y lo imprevisto, y del acre placer del peligro, con
la sedentaria y monótona vida contemporánea! (5).
________________________
Notas y referencias:
(1) Vid. en La Florida
del Inca el Proemio al lector, el
capítulo XIV de la primera parte del libro II, el capítulo XIV del libro IV, y
los capítulos XI y XII de la segunda parte del libro V, y VII y XV del libro
VI.—Los detalles que se consignan en los mencionados lugares y el tono con que
se relatan, no podían venir sino de Gonzalo Silvestre.
Vid. lo que de este mismo Gonzalo Silvestre se lee en el
capítulo XXXVI del libro IV, y en el capítulo VII del libro VIII de la segunda
parte de los Comentarios Reales.
(2) Década VII, libro VII, cap. XII.
(3) En el tomo I de su Historia
de los Estados Unidos.
(4) La Florida del
Inca, primera parte del libro III, capítulos XIII, XIV y XV.
(5) En la Historia de
la Florida se nota que Garcilaso andaba tan preocupado con la composición
de sus Comentarios Reales del Perú
(que ya traía entre manos), que no vacila en insertar, en medio de la
descripción de las costumbres de los Floridos y de las hazañas de Hernando de
Soto y sus compañeros, datos concernientes a la historia peruana, que luego
tuvo que repetir en los dichos Comentarios
(caps. I y IV del libro I ; capítulo VI de la primera parte del libro II ; cap.
II de la segunda parte del libro V ; y cap. III, del libro VI). Y como si
experimentara placer con sólo usar vocablos de su querido idioma quechua, llama
curacas a los jefes indios de La
Florida. El amor de Garcilaso para la raza india se manifiesta en la
complacencia con que están hechos los retratos de Mucozo, de la señora de
Cosachiqui y del general de Anilco.
En el penúltimo capítulo de la Historia de la Florida expone el plan de los Comentarios Reales, y dice que la mayor parte de lo referente a la historia
y costumbres de los Incas «estaba va puesto en el telar».—Desde el año 1586,
fecha de la dedicatoria de la traducción de León el Hebreo, había prometido
escribir la historia del Perú. Es probable que desde ese año tuviera acopiados
con tal fin documentos.
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