jueves, 25 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (4)


4.—EXAMEN DE LA SEGUNDA PARTE DE LOS COMENTARIOS REALES

Portada de la primera edición de la Segunda Parte de los Comentarios Reales,
más conocida como la HISTORIA GENERAL DEL PERÚ.


La segunda parte de los Comentarios, que trata de la conquista del Perú y de las guerras entre los conquistadores, no ha sido, ni con mucho, tan discutida como la primera. En general, se la tiene por más estimable históricamente. No participamos nosotros de tal opinión. La primera parte de los Comentarios, con todas sus exageraciones y todos sus vacíos, es libro esencial para el conocimiento del Perú incaico, y sin él nos faltaría uno de los más importantes aspectos de la antigua historia peruana. No sucede lo mismo con esta segunda parte. Si la suprimimos mentalmente, no podemos decir que la historia de la Conquista y de las guerras civiles quede trunca. A pesar de la originalidad de ciertos detalles y de la innegable utilidad de alguno de sus puntos de vista, no sería insustituible su falta. No requiere, pues, tan detenido examen como el que hemos dedicado a la primera parte.

Garcilaso, en la segunda parte, habla por cuenta propia mucho menos que en la primera. Sujetándose estrictamente a lo que promete el título de su obra, Comentarios, se limita a comentar, a abreviar o a transcribir los relatos de los historiadores que le precedieron. Los que más aprovecha son Gómara, Zárate, el Palentino; y para la prisión de Atahualpa y los primeros tiempos de la Conquista, Blas Valera, del que copia largos pasajes. Advirtamos que la conducta que observó Garcilaso con el padre Valera prueba su honradez y lealtad. Expresó cuáles eran los trozos y las noticias que tomaba del incompleto manuscrito del jesuita, cuando tan fácil le hubiera sido hacer con él lo que Herrera hizo con los escritos de Cieza, que explotó a sus anchas, sin darse el trabajo de citarlos siquiera (1).

Quizá lo menos verdadero y valioso entre todo lo que escribió Garcilaso sea la historia del descubrimiento y la conquista, contenida en los dos primeros libros de esta parte. Movido del afán de presentar a los Incas por el lado más favorable y halagüeño, ha alterado y desnaturalizado el carácter del período. No sólo confunde algunos hechos (como las embajadas que de Atahualpa recibió Francisco Pizarro desde su salida de Piura, y que él reduce a una, que adorna con circunstancias imaginarias), sino que–cosa más grave—reviste de color falso las principales escenas. La dura majestad, la bárbara grandeza del Inca y del imperio, que tanto resaltan en la pintoresca relación de Jerez, se borran y se pierden en la suya para dar paso a una pintura que aquí, en verdad, merece plenamente calificativo de novelesca. Extrema es la inverosimilitud de su versión de la captura de Atahualpa (2). Mucha responsabilidad de tal inverosimilitud recae sobre Blas Valera, a quien siguió en este punto, desdeñando a los historiadores españoles y acusándoles de inexactos y apasionados. El apasionado e inexacto era sin duda Valera, y Garcilaso hizo muy mal en seguirlo y en transcribir de él las extensas oraciones de fray Vicente Valverde y de Atahualpa (libro I, caps. XX, XXII, XXIV), cuya impropiedad es tan evidente. Para estas arengas y para las que Garcilaso atribuye al inca Manco, antes y después de su sublevación (libro II, caps. XI, XII, XXII, XXIII, XXIX), aceptamos por entero la áspera condenación de Mendiburu que hemos impugnado para las de la primera parte. Son dignas de acerbísima censura, no por ser arengas fingidas, pues eran tan admitidos y usados semejantes adornos en las historias de aquel tiempo, sino por la completa falsedad de los sentimientos y de las situaciones que expresan. Dijimos atrás que el vaticinio de la destrucción de los Incas por extranjeros no fué mentira inventada por Garcilaso, y que pudo ser en el Perú como en Méjico superstición de origen muy remoto; pero en ningún caso tuvo esa superstición la decisiva importancia que para el sometimiento de los indios le quieren dar Garcilaso y Valera, con el objeto de disculpar la escasa resistencia que en los primeros momentos se opuso a los españoles. No había necesidad, por cierto, de recurrir al prestigio sobrenatural para salvar a los peruanos incaicos del cargo de cobardía. La terrible rebelión del inca Manco los redime totalmente de la pasividad que mostraron ante la acometida de Pizarro, y lo sorpresivo del ataque, el estado de confusión en que se encontraba el país por la sangrienta guerra entre Huáscar y Atahualpa y el desconcierto que produjo la prisión de los dos reyes hermanos, bastan para explicar el estupor que paralizó al principio a todos los habitantes. El imperio de los Incas cayó como caen todos los imperios despóticos y centralizados, inmensas y deleznables moles que un solo golpe deshace, y que, como escribe Maquiavelo, «una vez vencidos, de suerte que no puedan presentar ejércitos en pie de guerra, nada hay que temer en ellos que no sea por parte de la familia del príncipe. Extinguida ésta, de nadie podrá temerse cosa alguna, por carecer todos de crédito con el pueblo». Don Francisco de Toledo comprendió la máxima de Maquiavelo y la puso por obra al sentenciar a Túpac Amaru (3).

Desde que principian las guerras civiles, los Comentarios ganan considerablemente en puntualidad y exactitud, como que ya abandona Garcilaso al padre Valera y apenas hace otra cosa, a partir de la campaña de las Salinas, que copiar las relaciones de Gómara y Zárate. Acá y allá intercala algún dato original o alguna anécdota curiosa que le contaron los antiguos soldados. Pero conforme avanza la narración, aumenta en originalidad e importancia; pierde el carácter de rapsodia hábil y agradable, pero al fin y al cabo rapsodia, que distingue a los primeros libros, y pone más y más en relieve la personalidad de Garcilaso. En las rebeliones de Gonzalo Pizarro y de Francisco Hernández, a cada instante contradice y corrige al Palentino y a Gómara.

Para la rebelión de Gonzalo Pizarro, los Comentarios son fuente muy apreciable, no sólo porque Garcilaso conoció y trató a casi todos los personajes que en ella intervinieron, sino porque la serenidad y aun la relativa blandura con que la pinta y la juzga sirven de necesario contrapeso a las extremadas denigraciones de los historiadores áulicos, de Zárate, del Palentino, de Gutiérrez de Santa Clara y de Cieza de León. Verdaderamente, extraña a primera vista que el mestizo Garcilaso, el apologista de los Incas, tan amante de los indios y tan compasivo de sus trabajos y miserias, sea quien con menos severidad condene aquella sublevación de encomenderos contra las ordenanzas inspiradas en beneficio de los naturales por el apostólico padre fray Bartolomé de las Casas. Contradicciones muy propias del corazón humano. Por mucho que Garcilaso compadeciera y amara a los de su raza materna, todavía era mayor el cariño y la veneración que profesaba por la memoria de su padre. Al referir la insurrección de Gonzalo Pizarro, tenía que estimarla con el criterio de su padre y de los camaradas de éste. Todos ellos ricos encomenderos, enemigos encarnizados de las ordenanzas, que, a ser ejecutadas íntegramente, los hubieran reducido a la miseria, alentaron al principio la empresa de Pizarro; después, cuando la traición contra la corona y la desapoderada ambición del caudillo fueron manifiestas, abandonaron al rebelde o procuraron con todo empeño escapársele; pero jamás pudieron ahogar un sentimiento de profunda simpatía hacia el jefe del partido que un tiempo había sido el suyo y había representado sus intereses. No es menester insistir sobre la importancia que a este respecto tiene la versión de Garcilaso : expresa con fidelidad el más interesante estado de la opinión de los antiguos conquistadores acerca de aquella célebre guerra civil.

Uno de los más notables y generosos rasgos de esta segunda parte de los Comentarios es la solicitud que pone Garcilaso en abogar por Francisco Carvajal, hombre feroz sin duda alguna, pero muy ennegrecido y calumniado por los escritores cortesanos o exaltadamente realistas. Mientras que éstos nos lo presentan como un ser perverso y sardónico, implacable e infernal, tipo de la maldad más completa, encallecida y horrible, en los Comentarios aparece tal cual debió ser, sanguinario y cruel, pero no salvaje ni ajeno a todo sentimiento de caballerosidad, con esa indefinible mezcla de buenas y malas cualidades que constituye la piedra de toque de la verdad en la pintura de caracteres. Y ha de notarse que ningún motivo de particular gratitud pudo llevar a Garcilaso a la noble defensa del maestre de campo de Gonzalo Pizarro, porque, lejos de haber sido amigo y favorecedor de su padre, lo había perseguido para matarlo (4).

Crece todavía la autoridad de los Comentarios en la guerra de Francisco Hernández Girón. Garcilaso, ya adolescente, presenció la sublevación del 13 de noviembre de 1553 y participó, con su padre y los principales vecinos del Cuzco, de las sorpresas y zozobras de aquella noche, que tan vivamente ha descrito (5). Reflejando siempre la opinión de los grandes encomenderos, es tan riguroso con la rebelión de Hernández como indulgente con la de Pizarro, porque aquélla, al revés de ésta, fué eminentemente demagógica: fué la protesta de los soldados pobres contra los opulentos dueños de repartimientos.

Cuando el conquistador Garcilaso desempeñó el cargo de corregidor del Cuzco (1554-1557), su hijo le sirvió de secretario y, por consiguiente, tuvo ocasión de enterarse muy bien de los acontecimientos y de alguna parte de la correspondencia oficial (6). Hasta el año de 1560 no salió del Perú nuestro cronista. Se halló, pues, presente en todo el virreinato de don Andrés Hurtado de Mendoza. Para los tiempos posteriores su autoridad es débil, pero no es nula, porque mantuvo relaciones con sus parientes y condiscípulos del Perú y recibió de ellos algunas noticias.

No oculta Garcilaso su rencor contra don Andrés Hurtado de Mendoza y don Francisco de Toledo por la conducta que ambos observaron con muchos de los conquistadores e hijos de conquistadores, a quienes desposeyeron y desterraron. Pero donde se desborda su comprimida indignación y su amargura es en el relato de la prisión y el suplicio de Túpac Amaru, no exento de graves reparos (7), pero en alto grado conmovedor y patético, de solemne tristeza, que tan bellamente cierra el último libro de los Comentarios.

Para que Garcilaso ataque con rudeza y a las claras a encumbradas personas, como don Andrés Hurtado de Mendoza y don Francisco de Toledo, es preciso que se sienta herido en lo más íntimo de sus afecciones de amistad, de familia y de clase. Por lo común se muestra muy prudente y reservado, y omite expresar hechos comprometedores o circunstancias deshonrosas (8).

En resumen, la segunda parte de los Comentarios es bastante inferior a la primera en utilidad histórica, aunque no carece de alguna importancia y puede a trechos prestar servicios no despreciables. Cuando en ella Garcilaso habla de suyo, es apasionado, y a menudo incurre en inexactitudes, porque habla de memoria, como dijo Montesinos. Casi siempre se reduce a repetir las versiones de Gómara y Zárate—aclarándolas y ampliándolas a veces—; pero quien conoce las abundantes y caudalosísimas crónicas de Cieza, encuentra sucintas y algo pobres las de aquéllos y aun la de Garcilaso, a pesar de sus ampliaciones y anécdotas.

Artísticamente considerada, no puede decirse lo mismo. Sin duda la primera parte de los Comentarios está escrita con cariño e imaginación tales, que de ordinario hacen su lectura por extremo interesante y deleitosa; pero la inalterable prosperidad y la bondad nunca desmentida con que se complace Garcilaso en adornar a los Incas, dan con alguna frecuencia a la relación de los reinados y de las conquistas un acento marcadamente monótono. Todos los soberanos gobiernan con igual sabiduría y clemencia y mueren en avanzada edad, bendecidos y llenos de glorias. Todos los pueblos, después de vacilaciones y resistencias más o menos largas, concluyen por someterse de grado a los hijos del Sol, y obtienen igual generoso perdón e iguales mercedes. Este espectáculo tan sin contrastes ni sombras, esta bienandanza tan constante y completa llega a cansar por su inverosimilitud y monotonía, y sería insoportable si Garcilaso (que comprendió el peligro) no hubiera alternado la sucesión de los reyes y las guerras con capítulos acerca de las instituciones, costumbres e historia natural, en los cuales su suelta y limpia prosa recupera todos sus atractivos, y cuya lectura es de lo más apacible y ameno que puede imaginarse. En la segunda parte, por el asunto (la Conquista y las guerras civiles de los conquistadores), como ninguno variarlo y cambiante, no había que temer uniformidad de tono. Más bien, por estar compuesta en su mayor porción de fragmentos ajenos, hubiera podido temerse que resultara un heterogéneo conjunto. Pero el mérito de Garcilaso en esta parte consiste en haber sabido formar con retazos de diversos autores un cuadro armónico, de orgánica unidad, palpitante de vida y pasión y libre de los defectos literarios de otros cronistas: de la brevedad seca de Montesinos y Zárate, de las sentencias un tanto pedantescas del Palentino y del desaliño y minuciosidad farragosa de Gutiérrez de Santa Clara y Cieza de León.

(Por: José de la Riva Agüero y Osma)

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Notas y referencias:

(1) «Decirla yo en nombre de su paternidad, será recitarla en nombre de ambos, que no quiero hurtar lo ajeno, aplicándomelo a mí solo, aunque sea para honrarme con ello, sino que salga cada cosa por de su dueño, que harta honra es para mí arrimarme a tales varones». Comentarios, Segunda parte, libro I, capítulo XXII.

(2) Comentarios, Segunda parte, libro I, caps. XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII.

(3) No nos ha parecido necesario señalar menudamente los errores de detalle que comete en este período Garcilaso. Baste indicar la falsedad del colorido general de su narración. El licenciado Fernando Montesinos, en los Anales del Perú (publicados por Víctor M. Maúrtua, Madrid, 1906, dos tomos) critica duramente las equivocaciones de Garcilaso o las que tales juzga. Aunque estos Anales son en conjunto obra estimable y muy diversa de las frágiles Memorias historiales, ni aun en ellas tiene derecho Montesinos para mostrarse tan exigente, porque cuando no utiliza los libros de cabildos (cuyos datos son los que avaloran sus anales), cae en yerros tanto o más serios que los que reprocha a Garcilaso (consúltese el tomo I de los Anales, páginas 72, 74, 76, 78, 88 y 136. En ellas se verá que, a la vez que ataca a Garcilaso, asegura muy formalmente que Atahualpa fué degollado, y menciona un viaje de Francisco Pizarro a Pachacámac en 1533 y otro del mismo a Cuzco en 1536, antes de la sublevación de Manco, de que no hablan los primitivos historiadores y testigos presenciales. En la página 71 hay otro viaje de Pizarro por mar el año 1531, desde Tumbes al puerto de Paita, (que no ha existido nunca sino en la imaginación de Montesinos).—Para los gobiernos de los virreyes, hasta el año de 1642, en el que terminan los Anales, es igualmente insegurísimo el testimonio de Montesinos. Y cuando no es inseguro, es incompleto. Para muy largos periodos, apenas atiende a más que a las actas del cabildo de Huamanga, fuente por cierto útil y fidedigna, pero muy insuficiente y estrecha para quien se proponía escribir los anales de todo el virreinato del Perú. Incurre en tan craso e imperdonable error cronológico como poner en el año de 1581 el fallecimiento de Felipe II (Anales, tomo II, página 84), que más adelante coloca en su verdadera fecha, 13 de septiembre de 1598.—Se equivoca igualmente en el año de la entrada del conde del Villar, que dice que fué en 1584, cuando, por carta del propio conde al Rey, consta que llegó a Paita en junio de 1585. (Publicada en el tomo VI, p. 117 de la Prueba Peruana en el juicio de límites entre el Perú y Bolivia). Si hojeando de ligero los Anales saltan a la vista inexactitudes de tal bulto, júzguese cuál debe ser el valor de la tan ponderada autoridad de Montesinos para los tiempos de la Conquista y del Virreinato, y lo poco que de ella quedaría después de someterla a un formal y detenido examen.

(4) Segunda parte de los Comentarios, libro IV, cap. XIX.

(5) Idem, libro VII, caps. II y III.

(6) Segunda parte de los Comentarios, libro VIII, cap. VI.

(7) Comentarios, segunda parte, libro VIII, caps. XVI, XVII, XVIII y XIX. ¿ Quién ha de creer, por ejemplo, que los indios no hicieron resistencia en Vilcabamba y que trescientos mil hombres asistieron a la ejecución del Inca ?—Compárese con Montesinos (Anales del Perú, tomo II, año de 1572, pp. 44 y 45).

Como de costumbre, Montesinos se inspira en papeles inéditos de los jesuitas, que tuvo a la vista. Acusa con razón a Garcilaso de omisiones importantes ; principalmente de no mencionar a Martín Hurtado de Arbieto, general de la jornada y lugarteniente en ella del virrey Toledo ; pero por su parte ignora u oculta que fué efectivamente el capitán Martín García de Loyola quien más sirvió y se distinguió en la campaña, y quien apresó en persona al Inca, como lo refiere Garcilaso, el cual, en esto por lo menos, estuvo mejor enterado que Montesinos.

(8) Comentarios, segunda parte, libro II, cap. XVIII ; libro VIII, caps. IV y XV.

miércoles, 24 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (3)


3. EXAMEN DE LA PRIMERA PARTE DE LOS COMENTARIOS REALES.

Portada de la primera edición de los Comentarios Reales

El crédito de la primera parte de los Comentarios Reales ha pasado por extremas vicisitudes. Gozaron los Comentarios de favor desmesurado por muchos años. Era casi la única obra accesible sobre antigüedades peruanas. Garcilaso, con su amenidad y gracia, hizo olvidar las relaciones de los otros cronistas de los Incas. Y mientras éstas permanecieron, salvo excepciones muy raras, manuscritas en los archivos de España (1), los Comentarios se tradujeron a varios idiomas, recorrieron el mundo y ejercieron, en materia de historia del Perú indígena, una prolongada y absoluta dominación, que hoy expían.

Desde mediados del último siglo la crítica moderna descubrió la credulidad y parcialidad de Garcilaso. Ya Prescott lo tachó de exagerado panegirista, aunque reconociendo el germen de verdad que no es difícil descubrir en cuanto dice. Después, la publicación de varias crónicas y de numerosos documentos recientemente hallados o impresos han demostrado que Garcilaso es en muchos asuntos incompleto e inexacto. Pero, como siempre, la reacción ha resultado excesiva. Del viejo y temerario prurito de tomar por único guía a Garcilaso se ha venido a parar en otro no menos temerario: rechazarlo en conjunto, sin distinciones ni salvedades, y prescindir por sistema de sus noticias y testimonios. En la hora presente, quien no quiera parecer hombre de atrasadísima cultura ha de guardarse mucho de citar a Garcilaso como no sea para maltratarlo. Las cosas han llegado al punto de que no sorprende que un ilustre crítico, famoso tanto por lo seguro de su erudición cuanto por lo recto de su juicio, estampe las siguientes palabras : «Los Comentarios Reales no son texto histórico; son una novela utópica, como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol, de Campanella; como la Océana, de Harrington; el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica» (2).

Abramos al acaso el asendereado libro. Nos encontramos con estas palabras sobre el inca Sinchi Roca : «Algunos indios quieren decir que este inca no ganó más de hasta Chuncara; y parece que basta para la poca posibilidad que entonces los Incas tenían. Empero otros dicen que pasó mucho más adelante, y ganó otros muchos pueblos y naciones que van por el camino de Umasuyu. Que sea como dicen los primeros o como afirman los segundos, hace poco al caso que lo ganase el segundo inca o el tercero» (3). Abrimos los Comentarios por otro lado y leemos: «Volviendo al inca Mayta Cápac, es así que casi sin resistencia redujo la mayor parte de la provincia Hatumpacasa... Si fué en sola una jornada o en muchas, hay diferencia entre los indios, que los más quieren decir que los Incas iban ganando poco a poco, por ir doctrinando y cultivando la tierra y los vasallos. Otros dicen que esto fué a los principios, cuando no eran poderosos; pero después que lo fueron, conquistaban todo lo que podían» (4). Hojeamos algunas páginas y nos hallamos con que Garcilaso declara sobre el mismo Mayta Cápac: «Como a los pasados, le dan treinta años de reinado, poco más o menos, que de cierto no se sabe los que reinó ni los años que vivió; ni yo pude haber más de sus hechos» (5) Convengamos en que no es éste el tono de un novelista utópico: es el tono de un historiador. Nos sentimos lejos, no sólo cíe Campanella o Moro, sino de la imperturbable seguridad de los cronistas Montesinos y Cabello Balboa. Y sin trabajo se podrían multiplicar las citas de semejantes pasajes: Garcilaso confiesa a menudo que ignora ciertos nombres, los años que reinaron los Incas y los que emplearon en las campañas. La sinceridad con que admite y reconoce incertidumbres y dudas, es garantía de su veracidad. Cuando se encuentra con tradiciones disconformes, no vacila en presentarlas todas, y a veces ni siquiera se toma la libertad de manifestar que se decide por una. No estaba tan ayuno de discernimiento el que ha escrito lo siguiente : «Que digan los indios que en uno eran tres y en tres uno, es invención nueva de ellos, que la han hecho después que han oído la trinidad y unidad del Verdadero Dios, Nuestro Señor, para adular a los españoles con decirles que también ellos tenían algunas cosas semejantes a las de nuestra santa religión» (6). «Todo lo que en suma hemos dicho de esta conquista y descubrimiento que el rey inca Yupanqui mandó hacer por aquel río abajo, lo cuentan los Incas muy largamente, jactándose de las proezas de sus antepasados...... Mas yo, por parecerme algunas de ellas increíbles para la poca gente que fué...... me pareció no mezclar cosas fabulosas, o que lo parecen, con historia verdadera» (7).

Claro que no vamos a proclamar a Garcilaso como dechado de crítica histórica, ni como el más reflexivo de los cronistas del Perú. Nadie niega que sea crédulo y parcial. En páginas anteriores he indicado las causas de su credulidad y parcialidad; y a ellas conviene agregar ahora que por el estado de ánimo en el cual trabajó los Comentarios, tenía que propender a la idealización del imperio de los Incas. En el atardecer de su vida y en el retiro de Córdoba, los cuentos y las tradiciones que rodearon su cuna y embelesaron después su imaginación de adolescente en el distante Cuzco, hubieron de aparecérsele hermoseados por el sentimiento y envueltos en un suave y brillante velo nostálgico, tejido por el encanto de la doble lejanía en el tiempo y en el espacio. Pero su credulidad, ¿es por ventura excepcional? ¿No es casi la misma que la de todos los escritores de su tiempo? Recuérdese lo que era la crítica en los siglos XVI y XVII; tráiganse a la memoria los falsos cronicones, y los primeros capítulos de Mariana y de Florián de Ocampo; y dígase en seguida si es justo y racional deplorar con tan grande y marcada insistencia la credulidad y ligereza de quien en la vaga y obscurísima historia incaica procedió con sagacidad indudablemente mayor que la desplegada por la generalidad de sus contemporáneos en la indagación de la primitiva historia ibérica. Comparemos a Garcilaso con los que trabajaron en el mismo campo que él, con los cronistas que trataron de los Incas. De seguro Cieza de León y Ondegardo lo superan, aunque no tanto quizá como hoy es moda afirmarlo. Pero comparémoslo, no ya con un pobre indio ignorante como Santa Cruz Pachacuti o con el autor de una miscelánea recreativa como Cabello Balboa, sino con el erudito Montesinos y con el Padre Anello Oliva. Toda persona de buena fe reconocerá que Garcilaso, el capitán mestizo, «nacido entre indios y criado entre almas y caballos», aventaja en rectitud de criterio al licenciado de Osuna y al jesuita italiano.

Indiscutida y evidente es la parcialidad y apasionamiento de Garcilaso por los Incas; pero, ¿basta comprobar la parcialidad de un autor para anular su crédito? Desde Herodoto y Tucídides, Tito Livio y Tácito hasta Macaulay y Mommsen, parciales son los más reputados historiadores. Sin cierto género de parcialidad, manifiesta u oculta, consciente o inconsciente, es imposible escribir la historia. Importa mucho, por cierto, conocer la magnitud y el alcance del apasionamiento en un historiador, para prever sus errores y rectificarlos aproximadamente; pero mientras no se averigüe y demuestre que ese apasionamiento ha llegado a hacerlo mentir, el sentido común dicta que se le oiga y consulte, con precaución mayor o menor, según los casos. Si atendemos a Pedro Pizarro y al padre Cobo, que, para disculpar la conquista, hacen un retrato tan desfavorable y sombrío del régimen de los Incas, ¿cómo no atender a Garcilaso, que se detiene en describir los mejores aspectos de ese régimen? El deber del crítico es semejante al del juez : consiste en adivinar la verdad sirviéndose de las contrapuestos defensas, y no en imponer silencio a los abogados de las partes, so pretexto dé que carecen de imparcialidad. Ser parcial no equivale necesariamente a ser embustero. Y téngase en cuenta que (como dice Pi y Margall, uno de los rarísimos escritores recientes que hacen cumplida justicia a Garcilaso [8]), la parcialidad de los Comentarios se halla en las reflexiones y consideraciones, mucho más que en las narraciones y noticias; y es relativamente fácil separar éstas de aquéllas.

La autoridad de un libro histórico reposa en la de sus fuentes. De dos clases son las de la primera parte de los Comentarios: tradiciones incaicas y cronistas españoles. En cuanto a las primeras, por mucho que se diga, se ha encontrado Garcilaso en situación favorable para utilizarlas. Don Vicente Fidel López ha tenido la intrepidez heroica de negar que Garcilaso supiera quechua (9); pero ya Tschudi ha dado a tan absurda inculpación la respuesta que merece. Para escribir los Comentarios, no se satisfizo Garcilaso con sus recuerdes, sino que consiguió que sus deudos y condiscípulos del Perú le enviaran relaciones sacadas de los quipos (10). Y repárese en que la mayor parte de éstos sus deudos y condiscípulos pertenecía a la alta nobleza incaica, la cual clase era la única que sabía en tiempo de la Conquista dar cuenta de los acontecimientos históricos (11). Es verdad que cuando Garcilaso reunió esas relaciones había transcurrido medio siglo de colonización; y que Cieza y Ondegardo, desde 1550 y 1560, respectivamente, recogieron de los labios de los orejones del Cuzco y consignaron por escrito los hechos de los antiguos monarcas y las leyes del imperio. Pero la desventaja que en cuanto al tiempo lleva Garcilaso respecto de los citados Ondegardo y Cieza, está compensada si se considera que éstos necesitaron, para entenderse con los orejones, emplear intérpretes que con frecuencia alteraban y estropeaban por impericia la exacta significación de los relatos. Además, no pocas veces los mismos incas declarantes falseaban los sucesos, por el temor y recelo que les inspiraban los españoles. Su actitud con Garcilaso tenía que ser diversa. Si a alguien pudieron confiar con veracidad y solicitud las noticias de sus antiguallas, fué al amado pariente; y si hubo alguien capaz de comprenderlas, fué seguramente Garcilaso, educado en aquella tradición.

En cuanto a los historiadores españoles que le precedieron, Garcilaso anuncia desde el principio que los copiará a la letra donde conviniere, «para que se vea que no finge ficciones» (12), cumpliendo la promesa, robustece casi todos sus capítulos con citas de cuantos autores pudo consultar.

Se sirve preferentemente de los más fidedignos: del juicioso Zárate; del agudo Gómara; de los sabios José de Acosta y Jerónimo Román y Zamora; de la Crónica del Perú, de Cieza, y de los fragmentos de la crónica de Valera. Aunque sin saberlo, en las páginas de Acosta ha disfrutado de un resumen de los trabajos de Ondegardo; y a través de Román y Zamora, del texto literal de una relación del padre Cristóbal de Molina (13). Puede, pues, decirse que dispuso de ricos y abundantes materiales. Apoyados en tales fundamentos, sus Comentarios (dígase lo que se quiera) son dignos de muy seria atención. Cierto que en muchas cosas Garcilaso se aparta de los cronistas españoles; cierto también que algunas de sus opiniones personales (como las relativas a la religión y a los sacrificios humanos) están definitivamente refutadas; pero en otras cuestiones es probable que por su especial condición y por los datos que poseyó, haya él solo acertado con la verdad. Un examen de sus discrepancias con los demás cronistas y de los vacíos que en él advierte la ciencia moderna, será el mejor medio de tasarlo en su justo valor.

- Tiempos primitivos

- Sucesión de los Incas

- Religión

- Aspecto general del Imperio

                                                     (Por: José de la Riva Agüero y Osma)



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Notas y referencias:

(1) Las afamadas historias de Gómara, Herrera, Zárate y Diego Fernández de Palencia no tratan de los Incas sino incidentalmente y de manera muy sumaria.

(2) Marcelino Menéndez y Pelayo, Antología de Poetas hispanoamericanos, tomo III, p. CLXIII.
—Orígenes de la novela, tomo I, p. CCCXC y ss.

(3) Cap. XVI del libro II de la primera parte de los Comentarios.

(4) Cap. II del libro III de la primera parte de los Comentarios.

(5) Cap. IX del libro III, primera parte de los Comentarios.

(6) Cap. V, libro II, primera parte de los Comentarios.

(7) Cap. XV, libro VII, primera parte de los Comentarios.

[8] Pi y Margall, Historia general de América, tomo I, volumen I, p. 329.

(9) Les races aryennes du Pérou (París, 1871), p. 336.

(10) Libro I, cap. XIX de la primera parte.

(11) Véase lo que sobre esto dice el padre Cobo en el cap. II del libro XII de la Historia del Nuevo Mundo. La exactitud de la aserción se comprueba con las informaciones que el virrey Toledo mandó hacer en Jauja y Huamanga el año de 1570. Era tal la ignorancia de los caciques e indios viejos de estas provincias acerca de la historia de los Incas, que creían a Manco Cápac padre y predecesor inmediato de Pachacutec. (Vid. el extracto de las informaciones de Toledo publicado por don Marcos Jiménez de la Espada a continuación del Segundo libro de las Memorias de Montesinos, Madrid, 1872.)

En cuanto a las relaciones de meros quipocamayos (como el Catari invocado por el padre Oliva), Tschudi explica muy bien en su Contribución para el estudio de la arqueología y lingüística del Perú antiguo (Viena, 1891), las razones de la escasa confianza que debe prestárseles. No estando interesados de igual modo que los orejones o incas en retener después de la conquista los comentarios verbales que eran la indispensable clave de los quipos históricos, los dejaron caer en olvido ; y suplieron con mentiras la ciencia que ya les faltaba. Pero estas consideraciones no son aplicables, naturalmente, a los quipocamayos del Cuzco, que vivían en el foco de los recuerdos incaicos. De estos quipacamayos cuzqueños existe una valiosa información, que hemos de utilizar en nuestro estudio, hecha en 1542 por mandado de Vaca de Castra. La publicó Jiménez de la Espada (Una antigualla peruana, Madrid, 1892), no en la redacción original, hoy perdida, sino en el resumen que de ella compuso el año de 1608 un cierto fray Antonio, probablemente fray Antonia Calancha.

(12) Libro I, cap. XIX de la primera parte.

(13) Compárase la parte relativa al Perú de las Repúblicas del Mundo, de Román, con el fragmento de la Historia de las Casas publicado por Jiménez de la Espada bajo el titulo de Las antiguas gentes del Perú y que, como el mismo Jiménez de la Espada lo comprueba, no es sino una transcripción, con ligeras variantes, de un manuscrito de Molina.


lunes, 22 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (2)


2. TRADUCCIÓN DE LOS DIÁLOGOS DE LEÓN EL HEBREO. LA FLORIDA DEL INCA.

Portada de la Traducción de los Diálogos de Amor de León Hebreo

Portada de la primera edición de "La Florida del Inca"

La Traducción de los tres diálogos de León el Hebreo por el Inca Garcilaso salió a luz en Madrid el año 1590, y consiguió al principio muy favorable acogida (aunque el Santo Oficio la prohibió después). Admiró mucho que un natural del Nuevo Mundo tradujera tan galanamente del toscano libro tan sutil y filosófico. Animado con esto, emprendió Garcilaso la historia de la campaña de Hernando de Soto en La Florida, que ya había ofrecido en la dedicatoria a Felipe II que encabeza la citada versión de los Diálogos de amor.

Para escribir La Florida disfrutó Garcilaso de las muy largas y frecuentes relaciones de un amigo suyo, que había sido compañero de Hernando de Soto en la frustrada conquista y residía en los alrededores de Córdoba. No da el nombre de este caballero, pero sus señas no convienen ni son aplicables sino a Gonzalo Silvestre, capitán distinguido en La Florida y luego en el Perú (1). Consultó, además, las relaciones manuscritas de dos soldados de la expedición, llamados el uno Alonso de Carmona y el otro Juan Coles, y de continuo los cita para confirmar la narración con sus concordes testimonios. Por último, asegura que su historia fué compararla por un cronista real con las declaraciones que los otros sobrevivientes de aquel descubrimiento hicieron en Méjico ante el virrey don Antonio de Mendoza, y que el cronista real halló conformes los dos relatos. Herrera sigue puntualmente el de Garcilaso; lo apoya en unos escritos que fueron entregados al presidente del Consejo de Castilla y obispo de Córdoba, don Pablo de Laguna, por un fraile menor (probablemente el mismo fray Pedro Aguado de que habla Garcilaso en el Proemio), y lo comprueba, además, con ciertas pinturas de las batallas y hechos militares de la Florida, que de orden de Felipe II le mostró el guardajoyas real Antonio de Voto (2). A pesar de tantas autoridades, Bancroft ha expresado dudas sobre la veracidad de La Florida del Inca (3). Tienen que admitir todos la exactitud de la impresión de conjunto. Las infidelidades sólo pueden encontrarse en los particulares. Los rasgos generales del relato de Garcilaso están aceptados por todos los historiadores y por el propio Bancroft. En cuanto a los pormenores y menudencias, se comprende y se explica la involuntaria inexactitud. Como Garcilaso no acompañó a Hernando de Soto ni fué testigo presencial de los sucesos que narra (puesto que nació el mismo año en que el Adelantado Soto entró en la Florida), con facilidad pudo ser inducido a error en algunas cosas. Los cuadernos de Coles y Carmona no guardaban orden de lugares y tiempos. En consecuencia, para establecer los itinerarios, Garcilaso se vió reducido a los recuerdos del anciano Gonzalo Silvestre, y es verosímil y probable que se engañara con frecuencia. Y aun en estos pormenores, quizá no sean tantas las equivocaciones de Garcilaso como se quiere dar a entender. Habría que comparar paso a paso y minuciosamente la relación portuguesa (que no es tampoco inatacable ni infalible) con la de nuestro compatriota, la cual saldría tal vez de un detenido examen crítico mejor parada de lo que a primera vista se cree. En todo caso, entre una crónica inexacta sobre ciertos puntos muy secundarios y de detalle y una novela (que así se ha llegado a calificarla) hay, a mi parecer, inconmensurable diferencia. La mejor prueba de la verdad de La Florida es el sincero y convencido acento de sus narraciones, de que daré luego una muestra. Y pues esta primera obra histórica de Garcilaso no se relaciona con la historia del Perú y, por consiguiente, debe ocupar muy reducido sitio en el presente ensayo, limitémonos a observar desde ahora que la crítica ha sido implacable y exageradamente severa con el cronista cuzqueño, y que tanto en La Florida como en Los Comentarios urge, dado el giro que llevan los estudios, para restablecer el necesario equilibrio, contrarrestar la desbordada tendencia antigarcilasista, que amenaza convertirse en funesta manía.

Pero sea cual fuere el valor histórico de La Florida del Inca (que repito que lo creo positivo e importante), es indudable su gran mérito literario. Ninguna otra crónica española recuerda en igual grado (hasta por la singular semejanza de muchas situaciones) la Retirada de los diez mil, de Jenofonte. Si no la misma perfección concisa, posee la misma claridad y animación en las descripciones, la gracia casi infantil y el mismo estilo fresco y candoroso. Voy a permitirme copiar un largo pasaje en que es de admirar la fusión del elemento heroico con el elemento vulgar y prosaico, lo cual comunica a la relación un tono de verdad incomparable. Nada más lejano de lo novelesco que esta completa ingenuidad.

«El Gobernador, hallando los pasos que deseaba para pasar la ciénega, le pareció dar luego aviso de ellos a Luis de Moscoso, su maese de campo, para que con el ejército caminase en pos dél, y también para que luego que tuviese la nueva, le enviase socorro de bizcocho y queso; porque la gente que consigo tenía, padecía necesidad de comida: que pensando no alejarse tanto, habían sacado poco bastimento. Para lo cual llamó a Gonzalo Silvestre, y en presencia de todos le dijo: «A vos os cupo en suerte el mejor caballo de todo nuestro ejército, y fué para mayor trabajo vuestro, porque es hemos de encomendar los lances más dificultosos que se nos ofrezcan. Por tanto, prestad paciencia y advertid que a nuestra vida y conquista conviene que volváis esta noche al real y digáis a Luis de Moscoso lo que habéis visto y cómo hemos hallado paso a la ciénega, que camine luego con toda la gente en nuestro seguimiento. Y a vos, luego que lleguéis, os despache con dos cargas de bizcocho y queso con que nos entretengamos hasta hallar comida, que padecemos necesidad della; y para que volváis más seguro que vais, os mande dar treinta lanzas que os aseguren el camino; que yo os esperaré en este mesmo lugar hasta mañana en la noche, que habéis de ser aquí de vuelta; y aunque el camino os parezca largo y dificultoso» y el tiempo breve, yo sé a quién encomiendo el hecho; y porque no vais solo, tomad el compañero que mejor os pareciere, y sea luego; que os conviene amanecer en el real, porque no os maten los indios si os coge el día antes de pasar la ciénega».

Gonzalo Silvestre, sin responder palabra alguna, se partió del Gobernador y subió en su caballo, y de camino como iba encontró con un Juan López Cacho, natural de Sevilla, paje del Gobernador, que tenía un buen caballo, y le dijo: «El General manda que vos y yo vamos con un recaudo suyo a amanecer al real: por tanto, seguidme luego, que ya yo voy caminando». Juan López respondió diciendo: «Por vida vuestra que llevéis otro, que yo estoy cansado y no puedo ir allá». Replicó Gonzalo Silvestre: «El Gobernador me mandó que escogiese un compañero; yo elijo vuestra persona. Si quisiéredes venir, venid enhorabuena; y si no, quedaos en ella misma; que porque vamos ambos no se disminuye el peligro, ni porque yo vaya solo aumenta el trabajo». Diciendo esto, dió de las espuelas al caballo y siguió su camino. Juan López, mal que le pesó, subió en el suyo y fué en pos dél. Salieron de donde quedaba el Gobernador a hora que el sol se ponía : ambos mozos, que apenas pasaban de los veinte años.

Estos dos esforzados y animosos españoles no solamente no huyeron el trabajo, aunque lo vieron tan excesivo, ni temieron el peligro, aunque era tan eminente; antes con toda facilidad y prontitud, como hemos visto, se ofrecieron a lo uno y a lo otro; y así caminaron las primeras cuatro o cinco leguas, sin pesadumbre alguna, por ser el camino limpio, sin monte, ciénegas ni arroyos, y por todas ellas no sintieron indios. Mas luego que las pasaron, dieron en las dificultades y malos pasos que al ir habían llevado; con atolladeros, montes y arroyos que salían de la ciénega mayor y volvían a entrar en ella. Y no podían huir estos malos pasos; porque como no había camino abierto ni ellos sabían la tierra, érales forzoso, para no perderse, volver siguiendo el mismo rastro que los tres días pasados al ir habían hecho: caminaban solamente al tino de lo que reconocían haber visto y notado la ida.

El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos por los indios era tan cierto, que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer bastara a sacarlos dél, si Dios no los socorriera por su misericordia, mediante el instinto natural de los caballos; los cuales, como si tuvieran entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y como podencos o perdigueros hincaban los hocicos en tierra para rastrear y seguir el camino. Y aunque a los principios, no entendiendo sus dueños la intención de los caballos, les tiraban de las riendas, no querían alzar las cabezas, buscando el rastro; y para lo hallar cuando lo habían perdido, daban unos grandes soplos y bufidos de que a sus dueños les pesaba, temiendo ser por ellos sentidos de los indios. El de Gonzalo Silvestre era el más cierto en el rastro y en hallarlo cuando lo perdía. Mas no hay que espantarnos de esta bondad ni de otras muchas que este caballo tuvo, porque de señales y color naturalmente era señalado para en paz y en guerra ser bueno en extremo, porque era castaño escuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con ella; señales que en todas las colores de caballos, o sean rocines o hacas, prometen más bondad y lealtad que otras ningunas: y el color castaño, principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos. El de Juan López. Cacho era bayo, tostado, que llaman zorruno, de cabos negros, bueno por extremo; mas no igualaba a la bondad del castaño, el cual guiaba a su amo y al compañero. Y Gonzalo Silvestre, habiendo reconocido la intención y bondad de su caballo cuando bajaba la cabeza para rastrear y buscar el camino, lo dejaba a todo su gusto, sin contradecirle en cosa alguna, porque así les iba mejor. Con estas dificultades y otras que se pueden imaginar mejor que escrebir, caminaron sin camino toda la noche estos dos bravos españoles, muertos de hambre, que los dos días pasados no habían comido sino cañas de maíz que los indios tenían sembrado; e iban alcanzados de sueño y fatigados de trabajo, y los caballos lo mismo, que tres días había que no se habían desensillado y a duras penas quitádoles los frenos para que comiesen algo. Mas ver la muerte al ojo si no vencían estos trabajos, les daba esfuerzo para pasar adelante. A una mano y a otra de como iban, dejaban grandes cuadrillas de indios que a la lumbre del mucho fuego que tenían, se parecía como bailaban, saltaban y cantaban, comiendo y habiendo con mucha fiesta y regocijo, y gran plática y vocería que entre ellos había, que en toda la noche cesaron. Si era celebrando alguna fiesta de su gentilidad o platicando de la gente nuevamente venida a su tierra, no se sabe; mas la grita y algazara que los indios tenían regocijándose, era salud y vida de los dos españoles que por entre ellos pasaban; porque con el mucho estruendo y regocijo, no sentían el pasar de los caballos ni echaban de ver el mucho ladrar de sus perros, que sintiéndolos pasar se mataban a alaridos. Lo cual todo fué providencia divina; que si no fuera por este ruido de los indios y el rastrear de los caballos, imposible era que por aquellas dificultades caminaran una legua, cuanto más doce, sin que los sintieran y mataran.

Habiendo caminado más de diez leguas, con el trabaja que hemos visto, dijo Juan López al compañero: «O me dejad dormir un rato o me matad a lanzadas en este camino, que yo no puedo pasar adelante ni tenerme en el caballo, que voy perdidísimo de sueño». Gonzalo Silvestre, que ya otras dos veces le había negado la misma demanda, vencido de su importunidad le dijo : «Apeaos y dormid lo que quisiéredes; pues a trueque de no resistir una hora más el sueño, queréis que nos maten los indios. El paso de la ciénega, según lo que hemos andado, ya no puede estar lejos; y fuera razón que la pasáramos antes que amaneciera, porque si el día nos toma de esta parte, es imposible que escapemos de la muerte».

Juan López Cacho, sin aguardar más razones, se dejó caer en el suelo como un muerto, y el compañero le tomó la lanza y el caballo de rienda. A aquella hora sobrevino una grande escuridad, y con ella tanta agua del cielo que parecía un diluvio. Mas por mucha que caía sobre Juan López, no le quitaba el sueño, porque la fuerza que esta pasión tiene sobre los cuerpos humanos es grandísima, y como alimento tan necesario, no se le puede excusar.

El cesar el agua, y quitarse el nublado, y parecer el día claro, todo fué en un punto; tanto que se quejaba Gonzalo Silvestre no haber visto amanecer. Mas pudo ser que se hubiese dormido sobre el caballo, también como el compañero en el suelo, que yo conocí un caballero (entre otros) que caminando iba tres o cuatro leguas dormido sin despertar, y no aprovechaba que le hablasen, y se vió algunas veces en peligro de ser por ello arrastrado de su cabalgadura. Luego que Gonzalo Silvestre vió el día tan claro, a mucha priesa llamó a Juan López; y porque no le bastaban las voces roncas, bajas y sordas que le daba, se valió del cuento de la lanza y lo recordó a buenos recatonazos, diciéndole: «Mirad lo que nos ha causado vuestro sueño. Veis el día claro que temíamos, que nos ha cogido donde no podemos escapar de no ser muertos a manos de los enemigos».
Juan López subió a su caballo, y a toda diligencia caminaron más que de paso, corriendo a media rienda; que los caballos eran tan buenos que sufrían el trabajo pasado y el presente. Con la luz del día no pudieron los dos caballeros dejar de ser vistos por los indios; y en un momento se levantó un alarido y vocería, apercibiéndose los de la una y otra banda de la ciénega con tanto zumbido y estruendo y retumbar de caracoles, bocinas y tamborinos, y otros instrumentos rústicos, que parecía quererlos matar con la grita sola.

En el mesuro punto aparecieron tantas canoas en el agua que salían de entre la enea y juncos, que a imitación de las fábulas poéticas decían estos españoles que no parecía sino que las hojas de los árboles caídas en el agua se convertían en canoas. Los indios acudieron con tanta diligencia y presteza al paso de la ciénega, que cuando los cristianos llegaron a él, ya por la parte alta los estaban esperando.

Los dos compañeros, aunque vieron el peligro tan eminente que al cabo de tanto trabajo pasado les esperaba en el agua, considerando que lo había mayor y más cierto en el temer que en el osar, se arrojaron a ella con gran esfuerzo y osadía, sin atender a más que a darse priesa en pasar aquella legua, que como hemos dicho la tenía de ancho esta mala ciénega. Fué Dios servido que como los caballos iban cubiertos de agua y los caballeros bien armados, salieron todos libres, sin heridas, que no se tuvo a pequeño milagro, según la infinidad de flechas que les habían tirado; que uno de ellos, contando después la merced que el Señor particularmente en este paso les había hecho de que no les hubiesen muerto o herido, decía que, salido ya fuera del agua, había vuelto el rostro a ver lo que en ella quedaba, y que la vió tan cubierta de flechas como una calle de juncia el día de una gran solemnidad de fiesta.

En lo poco que de estos dos españoles hemos dicho y en otras cosas semejantes que adelante veremos, se podrá notar el valor de la nación española, que pasando tantos y tan grandes trabajos, y otros mayores que por su descuido no se han escrito, ganasen el Nuevo Mundo para su príncipe. ¡ Dichosa ganancia para indios y españoles, pues éstos ganaron riquezas temporales y aquéllos las espirituales !

Los españoles que en el ejército estaban, oyendo la grita y vocería de los indios tan extraña, sospechando lo que fué y apellidándose unos a otros, salieron a toda priesa al socorro del paso de la ciénega más de treinta caballeros.

Delante de todos ellos un gran trecho, venía Nuño Tovar, corriendo a toda furia encima de un hermosísimo caballo rucio rodado, con tanta ferocidad y braveza del caballo y con tan buen denuedo y semblante del caballero, que con sólo la gallardía y gentileza de su persona (que era lindo hombre de la jineta) pudo asegurar en tanto peligro los dos compañeros.

Los indios, aunque vieron fuera del agua a los dos españoles, no dejaron de seguirlos por tierra, tirándoles muchas flechas con gran coraje, que cobraron de que hubiesen caminado tantas leguas sin que ninguno de los suyos los sintiesen. Mas luego que vieron a Nuño Tovar y a los demás caballeros que venían al socorro, los dejaron y se volvieron al monte y a la ciénega, por no ser ofendidos de los caballos, que no se sufría burlar con ellos en campo raso. Los dos compañeros fueron recebidos de los suyos con gran placer y regocijo, y mucho más cuando vieron que no iban heridos (4).

De seguro el lector me agradecerá que haya interrumpido mi seco estudio con las páginas de una crónica tan amena y deleitosa como poco leída en el Perú. Para hacer apreciar sus bellezas habría que transcribir todos sus capítulos, y principalmente los que nos pintan la sorpresa y cruel batalla de Mauvila (cap. XXVI y siguientes del libro III) y aquellos en que nos parece presenciar la retirada por el gran Misisipí, cubierto de mil canoas indias (capítulos I al X del libro VI). ¡ Cómo emocionan esos trances, de vibrante interés, y qué anhelos despiertan cuando, desde el fondo de nuestras tristes bibliotecas, comparamos la envidiable vida de los conquistadores, llena de novedad, de aventuras y peripecias, de la sensación de lo desconocido y lo imprevisto, y del acre placer del peligro, con la sedentaria y monótona vida contemporánea! (5).

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Notas y referencias:

(1) Vid. en La Florida del Inca el Proemio al lector, el capítulo XIV de la primera parte del libro II, el capítulo XIV del libro IV, y los capítulos XI y XII de la segunda parte del libro V, y VII y XV del libro VI.—Los detalles que se consignan en los mencionados lugares y el tono con que se relatan, no podían venir sino de Gonzalo Silvestre.

Vid. lo que de este mismo Gonzalo Silvestre se lee en el capítulo XXXVI del libro IV, y en el capítulo VII del libro VIII de la segunda parte de los Comentarios Reales.

(2) Década VII, libro VII, cap. XII.

(3) En el tomo I de su Historia de los Estados Unidos.

(4) La Florida del Inca, primera parte del libro III, capítulos XIII, XIV y XV.

(5) En la Historia de la Florida se nota que Garcilaso andaba tan preocupado con la composición de sus Comentarios Reales del Perú (que ya traía entre manos), que no vacila en insertar, en medio de la descripción de las costumbres de los Floridos y de las hazañas de Hernando de Soto y sus compañeros, datos concernientes a la historia peruana, que luego tuvo que repetir en los dichos Comentarios (caps. I y IV del libro I ; capítulo VI de la primera parte del libro II ; cap. II de la segunda parte del libro V ; y cap. III, del libro VI). Y como si experimentara placer con sólo usar vocablos de su querido idioma quechua, llama curacas a los jefes indios de La Florida. El amor de Garcilaso para la raza india se manifiesta en la complacencia con que están hechos los retratos de Mucozo, de la señora de Cosachiqui y del general de Anilco.

En el penúltimo capítulo de la Historia de la Florida expone el plan de los Comentarios Reales, y dice que la mayor parte de lo referente a la historia y costumbres de los Incas «estaba va puesto en el telar».—Desde el año 1586, fecha de la dedicatoria de la traducción de León el Hebreo, había prometido escribir la historia del Perú. Es probable que desde ese año tuviera acopiados con tal fin documentos.

domingo, 21 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (1)




Empezamos a transcribir un capítulo de la monumental obra de José de la Riva Agüero y Osma, LA HISTORIA EN EL PERÚ (Segunda Edición, Madrid, 1952), referente al Inca Garcilaso de la Vega. Se divide en cuatro bloques o subcapítulos:

1. Su vida y carácter.
2. Traducción de los diálogos de León el Hebreo. La Florida del Inca.
3. Examen de la primera parte de los Comentarios Reales.
4. Examen de la segunda parte de los Comentarios Reales.

A continuación el primer subcapítulo:

1. SU VIDA Y CARÁCTER.

GARCILASO fué hijo natural del capitán Garcilaso (o Garci-Lasso) de la Vega y de la ñusta doña Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Cápac y nieta de Túpac Yupanqui (1). Nació en el Cuzco el 12 de abril de 1539 (2). Desde la niñez, la suerte pareció esmerarse en despertarle la vocación de cronista. Creció en medio del fragor de las guerras civiles, en las que tan mezclado estuvo su padre, y ante sus ojos de niño desfilaron los protagonistas y los actores secundarios de aquellos sangrientos y movidos dramas. Conoció a Gonzalo Pizarro, a Francisco Carvajal, al presidente Gasca y a Francisco Hernández Girón, y oyó de los labios de los veteranos la relación de los sucesos. Su padre, que era muy dadivoso y hospitalario, tenía en el Cuzco casa abierta y mesa puesta para los antiguos compañeros de armas. De la conversación de los numerosos huéspedes paternos, que, como cuenta él mismo, «la mayor y más ordinaria que tenían era repetir las cosas hazañosas y notables que en las conquistas habían acaecido»(3), acopió un caudal de revelaciones y de anécdotas, que conservó con el cariño con que se guardan las impresiones de la infancia.

El nacimiento y la primera educación lo preparaban para ser el historiador de la conquista y de las disensiones de los españoles, y más todavía para ser el historiador de los Incas. Aunque los indios no acataban las prerrogativas de la familia imperial sino en la descendencia masculina, de varón a varón, libraron de la exclusión a los hijos de conquistadores y de pallas o ñustas. Refiere Garcilaso que lo hicieron por creer a los españoles viracochas, o sea descendientes del Sol. Pero más que a la creencia supersticiosa o a la lisonjera fábula, hubieron de atender a razones de conveniencia. Muy útil era a los últimos incas contar entre su parentela oficial—digámoslo así—a hijos de conquistadores, y sin duda les reconocieron la clase y jerarquía de príncipes de la sangre para recordarles el vínculo de la común ascendencia y tenerlos como mediadores y como prendas de amistad y concordia entre vencedores y vencidos. Pudo, por consiguiente, Garcilaso usar con universal aquiescencia el título de inca, que no lo enorgullecía menos que la nobleza de su ilustre apellido castellano. Y si los amigos de su padre le comunicaron el tesoro de las remembranzas soldadescas, los parientes y servidores de su madre le transmitieron con religioso cuidado, como a vástago de los soberanos indígenas, el sagrado depósito de las tradiciones del derrocado imperio. Cedámosle la palabra, para que nos describa en sabroso lenguaje los sentimientos que dominaban a sus deudos maternos: «Residiendo mí madre en el Cozco, su patria, venían a visitarla casi cada semana los pocos parientes que de las crueldades y tiranías de Atahualpa escaparon; en las cuales visitas siempre sus más ordinarias pláticas eran tratar del origen de sus reyes, de la majestad dellos, de la grandeza de su imperio, de sus conquistas y hazañas, del gobierno que en paz y en guerra tenían, de las leyes que tan en provecho y en favor de sus vasallos ordenaban. En suma, no dejaban cosa de las prósperas que entre ellos hubiesen acaecido que no la trujesen a cuenta. De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes: lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su república. Estas y otras semejantes pláticas tenían los incas y pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido, siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo : trocósenos el reinar en vasallaje. En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oír, como huelgan los tales de oír fábulas» (4).

Todas las aristocracias propenden a encarecer y hermosear lo pasado, porque en él tienen los títulos de su poder y su consideración, y las aristocracias depuestas y arruinadas, con mucho mayor empeño y ahinco, porque en él encuentran consuelo para sus desgracias y humillaciones y satisfacción para el herido orgullo. Se encierran con increíble tenacidad en el recuerdo de sus marchitas glorias, e inconscientemente las exageran e idealizan. Júzguese cuáles serían las ponderaciones de aquellos incas, aficionados por carácter a lo extraordinario y sobrenatural, y caídos de tan alto a tan bajo, de la situación de seres, no ya privilegiados, sino semidivinos, a la de pobres y vejados súbditos. Un inca viejo, tío abuelo de Garcilaso, llamado Cusi Huallpa, era el que, con el fervoroso amor de la ancianidad a los tiempos pretéritos, daba más detenida explicación de las antiguallas, y la extraña unción, el misterioso prestigio de sus discursos ha pasado a algunas de las páginas de su sobrino.

Cuando el conquistador Garcilaso tuvo que salir del Cuzco, huyendo de Gonzalo Pizarro, los incas y un cacique se atrevieron a alimentar, con peligro de la vida, a doña Isabel y a sus dos hijos (una niña de pocos años y el futuro cronista, que contaba cinco), los cuales sin el socorro habrían perecido de hambre (5).

Con tales antecedentes se comprende que el mestizo Garcilaso profesara por los Incas y en general por la raza india un cariño entrañable. Como él propio lo declara, los Comentarios Reales, en su primera parte, «son el cumplimiento de la obligación que a la patria y a los parientes maternos debía». Este patriótico afecto y el parentesco y trato íntimo con los últimos miembros de la familia real peruana hacían que Garcilaso reuniera para conocer la historia incaica muy singulares condiciones, a la vez ventajosas y adversas. Por una parte, gracias a ellas poseyó aquella simpatía y aquella efusión amorosa que son en el historiador dotes insustituibles, puesto que constituyen el alma de la evocación histórica, y atesoró en la memoria las tradiciones de la corte del Cuzco. Pero por otra parte, esas mismas condiciones suyas lo inclinaban fatalmente a idealizar el imperio de sus antepasados; a celebrar por sistema las leyes que establecieron, las costumbres que observaron y las victorias que obtuvieron; a disimular las derrotas y las manchas; a ignorar los vicios y defectos; a ponderar las virtudes y excelencias, y a convertir, por fin, la crónica en un ardiente alegato, en la generosa, pero apasionada, obra de la ternura filial. En su derredor todo conspiraba a este objeto. Las miserias y calamidades de la Conquista y de las guerras civiles hacían olvidar los males que pudieron haber afligido al pueblo en la época incaica, y que de seguro fueron menores que los producidos por la codicia y crueldad de los soldados de España. Las brillantes ceremonias nacionales desaparecían, los grandiosos monumentos patrios se desmoronaban en el silencio, envolviéndose en la melancólica majestad que decora siempre el ocaso de una civilización y de una raza. Ante espectáculo semejante, y comparando el desconcierto, los estragos y las constantes insurrecciones de los conquistadores con la prosperidad del antiguo Tahuantinsuyu, el descendiente de los Incas, aunque fuera católico muy sincero y devoto e hijo de castellano invasor, tenía que imaginar el régimen y gobierno de sus abuelos indígenas como un dechado de perfección y sabiduría.

A las influencias arriba mencionadas, que obraron sobre la imaginación y el sentimiento de Garcilaso, agréguese, como causa igualmente deformadora de la visión histórica, su credulidad natural. Mucho se ha hablado de la credulidad de Garcilaso, y a mi ver con notable exageración injusticia; pero es preciso reconocer que en materia de discernimiento no superaba a la mayoría de sus contemporáneos españoles. Es cierto que relata las fábulas gentílicas sólo por cumplir la tarea de historiador, sin creer en ellas, antes bien, llamándolas burlerías y disparates. Pero reemplaza el elemento maravilloso indio con el elemento maravilloso cristiano. Narra con profundo convencimiento y muy viva complacencia cotidianos milagros de la Virgen y del apóstol Santiago, y los providenciales castigos de los sacrílegos, excomulgados y blasfemos, y explica siempre por la intervención del diablo los oráculos y hechicerías. Verdad que en esto no hacía sino seguir el ejemplo de todos los españoles y de todos los europeos de los siglos XVI y XVII.

La cultura no vino en él a corregir la credulidad nativa; y aun añadamos que la cultura teológica y pedantesca, que era la ordinaria en aquella época, no tenía eficacia para formar en la mente hábitos críticos ni para educar el discernimiento histórico. No puede decirse que la educación de Garcilaso hubiera sido esmerada. Al contrario, no podían prosperar los estudios en la tierra recién conquistada y alterada por continuos levantamientos y alborotos. «Los estudiantes andaban descarriados de un preceptor a otro, sin aprovecharles ninguno... y así quedaron imperfectos en la lengua latina.» Es de creer que lo que supo Garcilaso, lo debió, más que al buen canónigo Cuéllar (6), a sus lecturas personales y a su despierta inteligencia. Su crianza militar, entre armas y caballos, contribuyó tal vez a no aguzarle el criterio para la exacta apreciación de los tiempos remotos del Perú (por más que le valiera mucho para los de la conquista y dominación españolas); pero, en cambio, lo libró de la carga agobiadora de la pedantería y le dió el desembarazo y la agilidad que eran patrimonio de los ingenios legos, como se decía entonces.

Fallecido su padre de muerte natural (que fué raro género de muerte entre los conquistadores), se trasladó Garcilaso a España en 1560 (7). Tocó en las islas Fayal, Tercera y Azores; desembarcó en Lisboa y pasó a Sevilla en el mismo año de 1560. Luego fué a Extremadura y Montilla, a ver a su parentela (8). Era a la sazón mozo de más de veinte años, edad en que las aptitudes y las líneas del carácter se hallan ya por lo general formadas. Imaginativamente nos representamos a Garcilaso en este punto como al perfecto tipo de la mezcla de las dos razas, americana y española. Y no es puro capricho de la fantasía, porque de aquella manera se nos aparece en sus obras. Tenía del español la viveza y la fogosidad, y del indio, la dulzura afectuosa y cierto candor, que es muy común descubrir bajo la proverbial desconfianza y cautela de nuestros indígenas, y unía en un mismo y contradictorio amor a la casta de los subyugados y a la de los dominadores.

En España entró en el ejército. Militó en varias campañas, principalmente en la guerra contra los moriscos. Sirvió a las órdenes de don Juan de Austria y de don Alonso Fernández de Córdova, marqués de Priego, y logró el grado de capitán, inmérito de sueldo. Dice que escapó de la guerra tan desvalijado y adeudado que no le fué posible volver a la corte, sino acogerse a los rincones de la soledad y pobreza. En vano solicitó del rey la restitución patrimonial de los bienes de su madre y la recompensa debida por los servicios de su padre. El gobierno español conservaba mal recuerdo del conquistador Garcilaso, que fué amigo personal de Gonzalo Pizarro y siguió las banderas rebeldes. Y aunque nuestro cronista se afanó por probar que su padre había seguido a Gonzalo Pizarro de pésima gana, intimidado y obligado por amenazas y persecuciones, en calidad de prisionero, y que en cuanto se le había presentado ocasión había abandonado las filas pizarristas, no acertó a desvanecer las retrospectivas sospechas sobre la lealtad del finado capitán, y por causa de ellas el Consejo de Indias denegó las esperadas mercedes.

En 1579 estaba en Sevilla (Comentarios, primera parte, libro VIII, capítulo XXIII). En 1586 en Montilla, estado de su primo el marqués de Priego, y poseyó la capellanía de su tío don Alonso de Vargas.

Desalentado y desilusionado, y frisando ya en los cincuenta años, se estableció, hacia 1589, en la ciudad de Córdoba, de donde no parece haberse ausentado sino muy raras veces en todo el curso de su vida posterior. Veraneaba en la próxima aldea de Las Posadas o en villas de las cercanías. Se ordenó de clérigo, según vemos por su testamento, descubierto recientemente por don Manuel Gonzáles de la Rosa (9). Las letras, que descuidó en la juventud, lo consolaron en su modesto retiro. Utilizando el conocimiento del italiano, adquirido en sus andanzas militares, vertió al castellano Los diálogos de amor, de León el Hebreo. Dedicóse luego a la crónica, género al cual lo llevaba una decidida afición. Compuso la historia de la jornada del Adelantado Hernando de Soto en la Florida, que tiene por título La Florida del Inca, de relación de un caballero que estuvo en esa expedición. Hizo imprimir dicha historia en Lisboa el año de 1605. El año de 1609 publicó, también en Lisboa, La Primera Parte de los Comentarios Reales, que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra; de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fué aquel imperio y su república antes que los españoles pasaran a él. Ya por 1613 tenía acabada la segunda parte de los Comentarios (10), que trata del descubrimiento y las guerras civiles del Perú; pero no alcanzó a verla impresa. Murió en Córdoba el 22 de abril de 1616, diez días después de haber cumplido setenta y siete años (11). Garcilaso de la Vega fué y tenía que ser un hombre de la Edad Media. La materia a que dedicó sus estudios : las expediciones y guerras coloniales (que siempre resultan algo arcaicas, y entonces, como hoy mismo, reproducían tipos ya pretéritos en Europa), contribuyó a retrasarlo algo en cuanto a su propia época. El Renacimiento lo educó ya en su edad madura; mas a pesar de sus lecturas toscanas y su afición a los poetas e historiadores florentinos recientes, fué en lo esencial, por sus ideas, por sus sentimientos y por su estilo (a pesar de centurias de distancia), un hermano de Muntaner y Villani, de Joinville y de Froissart.

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 Notas y referencias
(1)  Se deduce que Garcilaso no era hijo legítimo de lo que dice en el capítulo II del libro VII y en el capítulo XI del libro VIII de la segunda parte de los Comentarios Reales. Comparando los dos capítulos citados se ve que en 1553 el conquistador Garcilaso estaba casado con una dama española, hermana de la mujer de Antonio de Quiñones ; y que en 1558, cuando el inca Sayri Túpac entró en el Cuzco, vivía aún la princesa doña Isabel. Y hasta es probable que el cronista la dejara viva en el Perú, según lo que leemos en el capítulo XXXIX del libro IX de la primera parte : «Cuando murió don Francisco, hijo de Atahualpa, pocos meses antes de que yo me viniese a España, el día siguiente a su muerte, bien de mañana, antes de su entierro, vinieron los pocos parientes incas que había, a visitar a mi madre.»

(2) Comentarios Reales, segunda parte, libro III, capítulo XIX ; libro IV, cap. XLII.

(3) Comentarios, primera parte, libro I, cap. III.

(4) Comentarios Reales, primera parte, libro I, cap, XV.

(5) Comentarios Reales, segunda parte, libro IV, cap. X.

(6) Comentarios Reales, primera parte, libro II, cap. XXVIII.

(7) El señor don José Toribio Polo, en un artículo que apareció en el número II de la Revista Histórica, asegura que Garcilaso «estuvo en Lima de edad de once a trece años», apoyándose en las siguientes palabras sacadas del capítulo IX del libro IX de la primera parte de los Comentarios : «Este año de 1550 oí yo contar estando en la ciudad de los Reyes, que siendo el ilustrísimo don Antonio de Mendoza viso rrey y gobernador de la Nueva España...» En esto ha padecido Polo una curiosa equivocación. Las palabras citadas existen en los Comentarios, pero no son de Garcilaso, sino de Cieza de León. Garcilaso las transcribe de la Crónica del Perú, capítulo LII, y así lo declara al principio del suyo alegado. No hay, pues, prueba del tal viaje de Garcilaso a Lima. Donde sí estuvo fue en las Charcas, en la provincia de los Chichas, o sea en las regiones de Puno o en las comarcanas, supone Cotesanta Com., primera parte, libro I, capítulo I, y en Potosí por los años de 1554, a juzgar por lo que cuenta de cierto Papa y clérigo y una india (primera parte, libro VIII, capítulo XXI). Y no sólo ha errado Polo en atribuir a Garcilaso tales palabras ajenas, sino también en creer que se refieren al gobierno de don Antonio de Mendoza en el Perú, cuando claramente se dice en ellas siendo el ilustrísimo don Antonio de Mendoza visorrey y gobernador de la Nueva España. Por consiguiente, carece de objeto la rectificación de fechas que Polo establece más abajo.

Otra equivocación, más curiosa todavía que la anterior, tiene Tschudi en sus Contribuciones, a propósito del nombre y del apellido de Garcilaso. Muy receloso y desconfiado se muestra, porque imagina que Garcilaso puso singular empeño en ocultar su nombre de pila. «De paso voy a señalar aquí el hecho raro y característico de que Garcilaso, a lo que yo sepa, jamás indica su nombre de pila, sino que se llama siempre a sí mismo, con una vanidad que salta a la vista, Inca Garcilaso de la Vega. Se sabe que su padre fué un soldado valeroso, aunque no un partidario leal, y que se casó con una mujer que había sido palla de la tribu (ayllo) de Huáscar Inca. El hijo era, pues, español de nacimiento, y tenía un nombre de pila cristiano, que ha ocultado cuidadosamente, como si se hubiera avergonzado de él» (Tschudi, Contribuciones, articulo Wirakotsa, nota). En este trozo de Tschudi casi son tantos los errores como las palabras. Ni está probado que el conquistador Garcilaso fuera desleal al rey ; ni se casó con doña Isabel Chimpu Ocllo, sino que vivió amancebado con ella ; ni puede decirse con propiedad que ésta fuera palla sino ñusta, pues fué soltera ; ni pertenecía al ayllo de Huáscar ; ni, finalmente, tenía por qué desasosegarse Tschudi, ya que no existió tal ocultación de nombre en el cronista cuzqueño. Garcilaso de la Vega es corrupción de Garci-Lasso de la Vega, verdadera forma de su nombre y apellido. Garci es contracción de García, nombre de pila muy usado por los españoles de los siglos XVI y XVII. Varios de los conquistadores y de los primeros virreyes lo llevaron.

(8) En 1562 y 1563 Garcilaso estuvo en Madrid (primera parte, libro VIII, capítulo XXIII). En 1569, ya capitán contra los moriscos de Granada. Antes debió ir a Italia en 1561 y 1562, acreedor de su pariente el marqués de Priego.

(9) Debe publicarse en el trimestre III del tomo III de la Revista Histórica.

(10) Véanse en comprobación las aprobaciones que preceden a esta segunda parte.—Prescott afirma erróneamente que la acabó pocos meses antes de morir. En esto y en lo del nacimiento de Garcilaso, las fechas que da Prescott están equivocadas. Fácil será certificarlo leyendo atentamente los Comentarios.

(11) Por el testamento de Garcilaso de la Vega sabemos que éste se solía llamar también por otro nombre, siguiendo el uso de aquellos tiempos, Gómez Suárez de Figueroa, como su primo lejano el duque de Feria,

Parece que Garcilaso sólo recibió órdenes menores ; pues en su testamento y codicilos se llama clérigo a secas, mientras que denomina clérigos presbíteros a los sacerdotes que menciona.

No era la pobreza de Garcilaso tanta como él la ponderaba. Al morir tenía a su servicio cinco criados y una esclava morisca ; poseía censos de alguna consideración, habida cuenta del valor del dinero en la época, y dos de ellos que montaban a diez mil ducados impuestos sobre los bienes del marqués de Priego, y para su sepultura reedificó y dotó la capilla de las Animas en la catedral de Córdoba, y fundó en ella un aniversario de misas, nombrando por patronos al Deán y Cabildo de la misma Catedral, y al mayorazgo y veinticuatro don Francisco del Corral y sus descendientes.

jueves, 18 de abril de 2013

MARTIN ADAN Y LA CASA DE CARTON




MARTÍN ADÁN, es el pseudónimo de Rafael de la Fuente Benavides (Lima, 1908 – Lima, 1985). Fue un escritor peruano, más celebrado como poeta.

“Martín Adán es la cúspide del barroquismo contemporáneo en el Perú. Eso se debe a su novela poema La casa de cartón aparecida en 1928, con palabras consagratorias provenientes de la pluma de José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez.

“Poeta en toda la definición de la palabra. No menos importante resultó su ensayo De lo barroco en el Perú. Martín Adán fue un cultista de la forma y autor refinado del verbo poético. Hemos señalado ya la famosa cuatrilogía en las letras peruanas del siglo XX: Eguren, Vallejo, Adán, y Oquendo. Martín Adán fue lector voraz de Proust, Joyce, Gómez de la Serna y los simbolistas franceses. Se afirmó con una voz suntuosa y barroca que reveló las entelequias de un hermetismo personal que devela su mundo atormentado y existencial. Poeta desgarrado hasta la médula viviente, nos entregó aparejada tres temas y constantes: la piedra, la rosa y la poesía.

A Martín Adán se le ha catalogado como poeta complejo y hermético. La suya es la aventura personal –casi solitaria– de una veracidad auténtica que lo coloca como uno de los fundadores de la poesía peruana del siglo XX a lado de Eguren, Vallejo y Oquendo. Pero el camino singular de Adán supone dos polaridades esenciales en su cartera. La imaginación en vía de magia transfiguradora. Ese mundo por demás cierto que se asemeja a la palabra abierta y herida, con una plenitud por hallar en la belleza el consumo de una vida que se increpa y despoja. Martín Adán suele utilizar en sus versos la fragmentación caótica, enumerativa y anafórica; entre esa poesía laberíntica que otorga la belleza en su sentido neo-impresionista; que se llena también de una ironía por plasmarla insuficiencia agónica de la vida.

“Martín Adán es por definición de sus críticos un poeta culto. La constante aventura cultista de la palabra que al paso de los tiempos se refina, adelgazada por frases herméticas, con adjetivos que se tornan sustantivados. No puede sorprender que Adán sea el iniciador de un camino inédito en la poesía peruana; volatinero, circense, dictador de nuevas normas que parangona a una personalidad de riqueza pura, en ese arte de tauromaquia barroca. Dan fe sus Poemas Underwood, incluido en su novela poemática La Casa de cartón. Excelente poema en prosa.

“La poesía de Martín Adán están representadas por los siguientes libros: La rosa de la espinela (1939); Travesía de extramares (Sonetos a Chopín) (1950); Escrito a ciegas (1961); La mano desasida. Canto a Machu Picchu (1964); La piedra absoluta (1966); Obra poética (1928-1971), y Diario de poeta.

(César Toro Montalvo, en ''Manual de Literatura Peruana'', Tomo I. A.F.A. Editores Importadores S.A. Tercera edición, corregida y aumentada, 2012).

A continuación, fragmentos de La Casa de cartón, incluyendo el prólogo festivo de José Carlos Mariátegui.

LA CASA DE CARTÓN

De: MARTÍN ADÁN

Presentación (de José Carlos Mariátegui)

De la publicación de este libro soy un poco responsable, pero como todas mis responsabilidades, asumo esta sin reservas. Amanecida en una carpeta de escolar esta novela se asomó por primera vez al público desde las ventanas del “Amauta”, tres anchos trapecios incaicos como los de Tamputocco, de donde están mesurando el porvenir los que mañana partirán a su conquista. Martín Adán no es propiamente vanguardista, no es revolucionario, no es indigenista. Es un personaje inventado por él mismo de cuyo nacimiento he dado fe, pero de cuya existencia no tenemos todavía más pruebas que sus escritos. El autor de Ramón es posterior a su criatura, contra toda ley biológica y contra toda ley lógica de causa y efecto.

Las cuartillas de la novela estaban escritas mucho tiempo antes de que la necesidad de darles un autor produjese esa conciliación entre el “Génesis” y Darwin que su nombre intenta. Constituían una literatura adolescente y clandestina, paradójicamente albergada en el regazo idílico de la Acción Social de la Juventud. Más aún, por humanismo, Martín Adán se dice reaccionario, clerical, civilista. Pero su herejía evidente, su escepticismo contumaz, lo contradicen. El reaccionario es siempre  apasionado. El escepticismo es ahora demoburgués, como fue aristocrático cuando la burguesía era creyente y la aristocracia enciclopedista y volteriana. Si el civilismo no es capaz sino de herejía quiere decir que no es capaz de reacción. Y yo creo que la herejía de Martín Adán tiene este alcance, y por eso me he apresurado a registrarla como un signo. Martín Adán no se preocupa sin duda de los factores políticos que, sin que él lo sepa, deciden su literatura. He aquí, sin embargo, una novela que no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección “colónida”, de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y de las obras de la Foundation. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente, cartesiano, razonable como Martín Adán no se habría expresado jamás irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría denunciado en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y barranquina, ni la habría sacado al público con un abata de motitas, acezante, estival e íntima, con su gato y su negrita; no habría dejado de pedirle un prólogo a don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela Orbegoso, ni habría dejado de mostrarse un poco doctoral y universitario, en una tesis llena de citas sobre don Felipe Pardo y don Clemente Althaus o cualquier otro don Felipe o don Clemente de nuestras letras. Sus propios padres no habrían cometido la temeraria imprudencia de matricularlo en un colegio alemán de donde tenía que sacar, junto con unas calcomanías de Herr Oswald Teller, cierta escrupulosa consideración por la ciencia ochocentista y su teoría recónditamente liberales, protestantes y progresistas. Crecido años atrás, Martín Adán se habría educado en el colegio de la Recoleta o los jesuitas, con distintas consecuencias. Su matrícula fiel en las clases de un colegio alemán corresponde a una época de crecimiento capitalista, de demagogia anticolonial, de derrumbamiento neogodo, de enseñanza de las lenguas sajonas y de multiplicación de las academias de comercio.

Época vagamente preparada por el discurso del Dr. Villarán contra los profesionales liberales, por el discurso del Dr. Víctor Maúrtua sobre el progreso material y el factor económico, y por las conferencias de Óscar Víctor Salomón, en Hyde Park, sobre el capital extranjero; pero concreta, social, material y políticamente representada por el leguiísmo, las urbanizaciones, el asfalto, los nuevos ricos, el Country Club, etc…. La literatura de Martín Adán es vanguardista, porque no podía dejar de serlo pero Martín Adán mismo no lo es aún del todo. El buen viejo Anatole France, inveterado corruptor de menores, malogró su inocencia con esos libros de prosa melódica, en que todo, hasta el cinismo y la obscenidad, tiene tanta compostura, erudición y clasicismo. Y Anatole France no es sino un demo-burgués de París deliberadamente desencantado, profesionalmente escéptico, pero lleno de un supersticioso respeto al pasado y de una ilimitada esperanza en el porvenir; un pequeño burgués del Sena, que desde su juventud produjo la impresión de ser excesiva y habitualmente  viejo –viejo por comodidad y espíritu sedentario–. Martín Adán está todavía en la estación anatoliana, aunque ya empieza a renegar estos libros que lo iniciaron en la herejía y en la “scepsis”.  En su estilo, ordenado y elegante, sin arrugas ni desgarramientos, se reconoce un gusto absolutamente clásico. En algunas de las páginas de “La Casa de Cartón” hay a ratos cierta morosidad azoriniana. Y ni en las páginas más recientes se encuentra alucinación ni “pathos” suprarrealistas. Martín Adán es de la estirpe de Cocteau y Radiguet más que de la estirpe de Morand y Girodaux. En la literatura le ocurre lo que en el colegio: no puede evitar las notas de aprovechamiento. Su desorden está previamente ordenado. Todos sus cuadros, todas sus estampas, son veraces, verosímiles, verdaderas. En la “La Casa de Cartón” hay un esquema de biografía de Barranco, o, mejor, de sus veranos. Si la biografía resulta humorística, la culpa no es de Martín Adán, sino de Barranco. Martín Adán no ha inventado a la tía de Ramón ni su bata, ni su negrita; todo lo que el describe existe. Tiene las condiciones esenciales del clásico. Su obra es clásica, racional, equilibrada, aunque no lo parezca. Se le siente clásico hasta en la medida que es antirromántico. En la forma acusa a veces el ascendiente de Eguren, mas no en el espíritu. En Martín Adán es un poco eguriniana el imaginero, pero solo el imaginero. Antirromántico –hasta el momento en que escribimos estas líneas, como dicen los periodistas–, Martín Adán se presenta siempre reacio a la aventura. «No te raptaré por nada del mundo. Te necesito para ir a tu lado deseando raptarte». ¡Ay del que realiza su deseo! «Pesimismo cristiano, pragmatismo católico que poéticamente se sublima y conforta con palabras del Eclesiástes». Mi amor a la aventura es lo que probablemente me separa de Martín Adán. El deseo del hombre aventurero está siempre satisfecho. Cada vez que se realiza, renace más grande y vicioso. Y cuando se camina de noche al lado de una mujer bella, hay que estar siempre dispuesto al rapto. Algunos lectores encontraran en este libro un desmentido a mis palabras. Pensarán que la publicación de “La Casa de Cartón” a los diecinueve años es una aventura. Puede parecerlo, pero no lo es. Me consta que Martín Adán ha tomado sus precauciones. Publica un libro cuyo éxito está totalmente asegurado. Y, sin embargo, lo publica en una edición de tiraje limitado, antes de afrontar en una edición mayor al público y la crítica. Escritor y artista de raza, su aparición tiene el consenso de la unanimidad de más de uno. Es tan ecléctico y herético, que a todos nos reconcilia en una síntesis teosóficamente cósmica y monista. Yo no podía saludar su llegada sino a mi manera: encontrando en su literatura una corroboración de mis tesis de agitador. Por eso, aunque no quería escribir sino unas cuantas líneas, me ha salido un acápite largo como los editoriales del Dr. Clemente Palma. Si a Martín Adán se le ocurre atribuirlo al pobre Ramón, como sus “Poemas Underwood” habrá logrado una reconciliación más difícil que la del “Génesis” y Darwin.

José Carlos Mariátegui


LA CASA DE CARTÓN

(fragmentos)

A José María Eguren

Ya ha principado el invierno en Barranco; raro invierno, lelo y frágil, que parece que va a hendirse en el cielo y dejar asomar una punta de verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado... Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una bola caliente en el estómago, y una dureza de silla de comedor en las posaderas, y unas ganas solemnes de no ir al colegio en todo el cuerpo. Una palmera descuella sobre una casa con la fronda, flabeliforme, suavemente sombría, neta, rosa, fúlgida. Y ahora silbas tú con el tranvía, muchacho de ojos cerrados. Tú no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con mar debajo. Pero, al pasar por la larga calle que es casi toda la ciudad, hueles zumar legumbres remotas en huertas aledañas. Tú piensas en el campo lleno y mojado, casi urbano si se mira atrás, pero que no tiene límites si se mira adelante, por entre los fresnos y los alisos, a la sierra azulita. Apenas el límite de los cerros primeros, ceja de montaña... y ahora vas tú por el campo en sordo rumor abejero de rieles frotados aprisa y en una gimnasia de aires deportivos aunque urbanos. Ahora el sol mastica jalde una cumbre serrana y una huaca, una mambla amarilla como el mismo sol. Y tú no quieres que sea verano, sino invierno de vacaciones, chiquito y débil, sin colegio y sin calor.

Más allá del campo, la sierra. Más acá del campo, un regato bordeado de alisos y de mujeres que lavan trapos y chiquillos, unos y otros del mismo color de mugre indiferente. Son las dos de la tarde. El sol pugna por librar sus rayos de la trampa de un ramaje en que ha caído. El sol –un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo–. El señor cura Párroco saca a su sombrero de teja, ladeando la cabeza, once reflejos de sombrero alto de seda, de tarro de ceremonia –los once reflejos se juntan arriba, en una convexa luz redonda–. Más allá de la ciudad, la sima clara y tierna del mar. Al mar se le ve desde arriba, con peligro de caer por la pendiente. Los acantilados tienen arrugas y tersuras impolutas, y livideces y manchas amarillas de frente geológica, académica. Ahí están, en miniatura, las cuatro épocas del mundo, las cuatro dimensiones de las cosas, los cuatro puntos cardinales, todo, todo. Un viejo... Dos viejos... Tres viejos... Tres pierolistas. Hay que ganar tres horas de sol a la noche. La ropa viene grande con exceso al cuerpo. El paño recepillado se esquina, se triedra, se cae, se tensa –el paño, hueco por dentro–. Los huesos crujen a compás en el acompasado accionar, en el rítmico tender de las manos al cielo del horizonte —plano que corta el del mar, formando un ángulo X– último capítulo de la geometría elemental (primer curso)–; el cielo donde debe de estar Piérola. Los mostachos de los viejos cortan finamente, en lonjas como mermelada cara, una brisa marina y la impregnan de olor de guamanripa, de tabaco tumbesino, de pañuelo de yerbas, de jarabes criollos para la tos. Una bandera de seis colores, al henchirse lentamente de un viento muy alto, insensible abajo, acusa flancos de bailarina española. Consulado general de Tomesia, país que hizo Giraudoux con una llanura húngara, dos millonarios limeños, algunos árboles ingleses y un tono de cielo chino bordado. Tomesia, no lejos de su consulado general en cualquier parte. Una carreta de heladero pasa tras un jamelgo que cuelga afuera la lenguaza áspera y blanquecina. El pobre animal comería con gusto los helados del cubo escondido –helados de esencia de lúcuma, sabor opaco y elegante, apenas frío; helados de leche, amplios y lindos como un retrato juvenil de mamá al lado de papá; helados de esencia de piña que corresponden a los claveles rojos; helados de esencia de naranja, leves y nada conocidos–. ¡Cómo suena la carreta! Con las piedras se va rompiendo el alma la pobre. Y por nada del mundo enmienda ella el rumbo –el rumbo recto hasta traspasar las paredes en las calles sin salida, recto hasta la imbecilidad–. Carretita, ven por este césped, que el agua de la fuente mantiene suave para ti. Hay entre las cosas, ligas de socorro mutuo, que el hombre impide. El sonar de las ruedas de la carreta en las piedras del pavimento alegra a la fuente las aguas tristes de la pila. El cholo, con mejillas de tierra mojada de sangre y la nariz orvallada de sudor en gotas atómicas, redondas –el cholo carretero no deja pasar la carreta por el césped del jardín ralísimo–. Los viejos observan. “Hace frío. ¿Ayer?... ¡Lindo día! Diga usted, Mengánez...”.


…. … ….


Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.

Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería. "No vayan a ser todos socialistas...". Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegará a los doce años. Sólo yo, me aparté de los problemas más sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomíaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel. –Olor de la tinta china, flaco y negro; –casi un tiralíneas de ébano, fantasma de vacaciones... Y esto era mi primer amor.

Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina... Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula; una gallina delante de un huevo. –Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en el tango. Un malevo...

Mi tercer amor tenía los ojos lindos y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha, no se por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.

Mi cuarto amor fue Catita.

Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a pan caliente, olores superpuestos y en si mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia. Mi primer pecado mortal.

He recibido carta de Catita. Nada me dice en ella sino quiere verme con la cara triste. Es una carta larga, temblona, en la que una muchacha núbil tira de las orejas al amor con los dedos tan seguros, tan lentos, tan cirujanos que para la tortura tienen las mujeres desde los quince años hasta el primer parto. Mujeres hay que no llegan a concebir nunca, y éstas son el terror de la muerte, quien para llevarlas al otro mundo, tiene que luchar con ellas a brazo partido, sin esperanza de no salir con los huesos del esqueleto horriblemente arañado. Las solteras mueren heroicamente.

La carta de Catita huele a soltería –a incienso, a flores secas, a jabón, a yeso, a botica, a leche–. Soltería emblemática con gafas de concha y un dedo índice tieso. Un moño de tinta azul culmina el aspecto –siempre inevitablemente parcial–. Un fardelillo lame el perfume austero que exhalan las blondas de la blusa. Y una blusa de telas poéticas –batita de madapolán–. Y, además, como detalle indispensable, una cara larga cuyas facciones, duras y débiles a la vez, ásperas inútiles, hacen la cara de pliegues de linón. Quizá una lora que sabe la letanía lauretana. Quizá el retrato de un novio inverosímil. Quizá una obsesa manía de saberlo todo. Quizá una virtud coronada de espinas. Pero, Catita no ha llegado todavía a los quince años. La verdad, sus dedos no tiene por que saber tirar de la orejas. ¿Quién sabe si ya algún muchacho piensa en casarse con ella–, locura de amor–? Catita, catadora de mozos, mala mujer que a los quince años mal cumplidos, ya tienes las manos solteronas... Solterona británica, experta de motores de explosión, sección de propaganda, un hombre raro y corto, unas manos secas y venudas... ¿Así quisiera ser, Catita? ¿Qué he de hacer con tu carta? A esta hora me es imposible de toda imposibilidad, entristecerme. Yo soy feliz a esta hora; –es un hábito mío. Un bote pescador a la altura de Miraflores, saluda con el pañuelo blanco de su vela, tan inútil en esta atmósfera inmóvil, linda, casi pintada. Ese saludo es un saludo a nadie, y esa alegría de disparate, de pequeñez de retorno, de humildad... –Mi cigarrillo tira admirablemente, y es júbilo de fuego párvulo, con pelotas y aro minúsculo y azules; y es la paz campesina de un olor de rastrojo quemado. ¿Ves, Catita? Tú no ves nada porque no estás conmigo en el malecón, pero yo te juro que es así. A mí, en la tarde, frente al mar, el alma se me pone buena, chica, tonta, humana, y se me alegra con los botes pescadores que despliegan la broma de sus velas, y con la candela del cigarrillo–, chiquitín colorado que pierde la cabeza en una juguetería azul. Y las altas gaviotas–, moscas negras en el tazón de leche aguada del cielo– me dan ganas de espantarlas con las manos, cuando yo tenía cinco años y no quería beber mi leche, ahogada en ella las moscas que atrapaba con la cuchara –red apretada por la luz hasta endurecerse–, y las moscas de la leche se volvían hélices. Y ahora.

Ella era una brava catadora de mozos. Todos nosotros hubimos de rodar la cabeza por sobre su pechito duro y redondo. Así, de este amor inevitable; hacíamos unjera–: "Cuando yo me enamoraba de Catita"... Pero era Catita quien nos enamoraba a nosotros. Al mirar, guiñaba ella los ojos sin advertir. Sus ojos, redondos como toda ella... Y el nombre no la decía bien. Esa "i" antepenúltima la alargaba, la ensombrecía, la alejaba –a ella, próxima, redonda, alegre. Y, sobre todo, enamoradiza. Catalina es un nombre gótico; hace pensar en ojivas lívidas de crepúsculo, en fuentes de bronce musgoso, héticos burgos renanos, en moñosos cinturones de castidad... Y Catita era una ventana rubia de melodía, una pila de cemento blanco, moderna, pulcrísima; un sombrillón de trapo para la playa; un lazo loco de colegiala... Lalá, he aquí su nombre de ella. Pero Lalá era una chica desvelada y rápida. Lalá, Lalá, Lalá... Corazón blando, y ojos de muñeca, y cara de risa. Ramón se arrojó en Catita como una nadadora en el mar–; de abajo arriba, primero las manos; después, la cabeza; por fin, los pies, flexionados, destalonados. En el plano del mes de enero –ensebado todavía con sucias nubes frías– quedó Ramón en cielo, en aire, en medio, en equilibrio, en ropa de baño, a la punta, con cien muchachos trémulos detrás que le apuraban, sobre Catita, mar, Ramón cayó mal–, de barriga, de bruces, esperándonos a todos nosotros, desprevenidos, observadores. Catita, mar para bañarse a las doce del día con el sol tontonazo en la cabeza –mariposa disecada, serojo ictérico o amarillo gorro de jebe. –Catita, mar con olas porque no haya viejas, porque haya muchachos... Catita, mar redondo encerrado en un muelle semicircular, embanderado de ciudades... Catita, límite sutil entre la mar alta y la mar baja... Catita, mar sumiso a la luna y a los bañistas... Catita, mar con luces, con caracoles, con botecillos panzudos, mar, mar, mar... O amor también en que no había viejas, ni sombrerazos de paja, ni consejos, ni persignaciones... Catita, amor, con esperanzas lentas y gordas, amor que con la luna baja y sube, amor redondo, amor próximo, amor para sumergirse en él con los ojos abiertos, amor, amor, amor... Catita, mar de amor, amor de mar. Catita, cualquier cosa y ninguna cosa... Catita–, todas las vocales, apareciendo ella, cabal, íntegra, en cuerpo y alma en la a y desapareciendo poco a poco, rasgo a rasgo, en las otras–; en la e, tierna y boba; en la i, flaca y fea; en la o, casi ella, pero no...; Catita es honesta y bonita; en la u, cretina, albina... Catita, –algunas consonantes–, parecida a la b en las manos, a la n en los ojos, a la r en el andar, a la ñ en el carácter, a la k en el genio, a la s en la mala memoria, a la z en la buena fe... Catita, campo redondo en el mar, beso redondo en el amor... Catita, sonido, signo... Catita, una cosa cualquiera y la contraria precisamente. .. Catita, al fin y al cabo, una linda muchacha, verdadera, viva, coqueta como ella sola... Cogerla era tan imposible como comprimir con la yema del índice el chorro de agua en la boca de un caño grande–; carne dura al tacto por la presión, carne que se escapaba por los resquicios de la uña, por las rayas de la piel; que nos saltaba a la cara; que, si se deposita en un recipiente, quieta, era sino luz densa, agua que se podía beber y en la que se podían echar barquillos de papel. Agua, agua, agua. Y, al fin y al cabo, una linda muchacha enamoradiza, catadora de mozos, Catita...