4.—EXAMEN DE LA SEGUNDA PARTE DE LOS COMENTARIOS
REALES
Portada de la primera edición de la Segunda Parte de los Comentarios Reales, más conocida como la HISTORIA GENERAL DEL PERÚ. |
La segunda parte de los
Comentarios, que trata de la conquista del Perú y de las guerras entre los
conquistadores, no ha sido, ni con mucho, tan discutida como la primera. En
general, se la tiene por más estimable históricamente. No participamos nosotros
de tal opinión. La primera parte de los Comentarios,
con todas sus exageraciones y todos sus vacíos, es libro esencial para el
conocimiento del Perú incaico, y sin él nos faltaría uno de los más importantes
aspectos de la antigua historia peruana. No sucede lo mismo con esta segunda
parte. Si la suprimimos mentalmente, no podemos decir que la historia de la
Conquista y de las guerras civiles quede trunca. A pesar de la originalidad de
ciertos detalles y de la innegable utilidad de alguno de sus puntos de vista,
no sería insustituible su falta. No requiere, pues, tan detenido examen como el
que hemos dedicado a la primera parte.
Garcilaso, en la segunda
parte, habla por cuenta propia mucho menos que en la primera. Sujetándose
estrictamente a lo que promete el título de su obra, Comentarios, se limita a comentar, a abreviar o a transcribir los
relatos de los historiadores que le precedieron. Los que más aprovecha son
Gómara, Zárate, el Palentino; y para la prisión de Atahualpa y los primeros
tiempos de la Conquista, Blas Valera, del que copia largos pasajes. Advirtamos
que la conducta que observó Garcilaso con el padre Valera prueba su honradez y
lealtad. Expresó cuáles eran los trozos y las noticias que tomaba del
incompleto manuscrito del jesuita, cuando tan fácil le hubiera sido hacer con
él lo que Herrera hizo con los escritos de Cieza, que explotó a sus anchas, sin
darse el trabajo de citarlos siquiera (1).
Quizá lo menos verdadero y
valioso entre todo lo que escribió Garcilaso sea la historia del descubrimiento
y la conquista, contenida en los dos primeros libros de esta parte. Movido del
afán de presentar a los Incas por el lado más favorable y halagüeño, ha
alterado y desnaturalizado el carácter del período. No sólo confunde algunos
hechos (como las embajadas que de Atahualpa recibió Francisco Pizarro desde su
salida de Piura, y que él reduce a una, que adorna con circunstancias
imaginarias), sino que–cosa más grave—reviste de color falso las principales
escenas. La dura majestad, la bárbara grandeza del Inca y del imperio, que
tanto resaltan en la pintoresca relación de Jerez, se borran y se pierden en la
suya para dar paso a una pintura que aquí, en verdad, merece plenamente
calificativo de novelesca. Extrema es la inverosimilitud de su versión de la
captura de Atahualpa (2). Mucha responsabilidad de tal inverosimilitud recae
sobre Blas Valera, a quien siguió en este punto, desdeñando a los historiadores
españoles y acusándoles de inexactos y apasionados. El apasionado e inexacto
era sin duda Valera, y Garcilaso hizo muy mal en seguirlo y en transcribir de
él las extensas oraciones de fray Vicente Valverde y de Atahualpa (libro I,
caps. XX, XXII, XXIV), cuya impropiedad es tan evidente. Para estas arengas y
para las que Garcilaso atribuye al inca Manco, antes y después de su
sublevación (libro II, caps. XI, XII, XXII, XXIII, XXIX), aceptamos por entero
la áspera condenación de Mendiburu que hemos impugnado para las de la primera
parte. Son dignas de acerbísima censura, no por ser arengas fingidas, pues eran
tan admitidos y usados semejantes adornos en las historias de aquel tiempo,
sino por la completa falsedad de los sentimientos y de las situaciones que
expresan. Dijimos atrás que el vaticinio de la destrucción de los Incas por
extranjeros no fué mentira inventada por Garcilaso, y que pudo ser en el Perú
como en Méjico superstición de origen muy remoto; pero en ningún caso tuvo esa
superstición la decisiva importancia que para el sometimiento de los indios le
quieren dar Garcilaso y Valera, con el objeto de disculpar la escasa
resistencia que en los primeros momentos se opuso a los españoles. No había
necesidad, por cierto, de recurrir al prestigio sobrenatural para salvar a los
peruanos incaicos del cargo de cobardía. La terrible rebelión del inca Manco
los redime totalmente de la pasividad que mostraron ante la acometida de
Pizarro, y lo sorpresivo del ataque, el estado de confusión en que se
encontraba el país por la sangrienta guerra entre Huáscar y Atahualpa y el
desconcierto que produjo la prisión de los dos reyes hermanos, bastan para explicar
el estupor que paralizó al principio a todos los habitantes. El imperio de los
Incas cayó como caen todos los imperios despóticos y centralizados, inmensas y
deleznables moles que un solo golpe deshace, y que, como escribe Maquiavelo,
«una vez vencidos, de suerte que no puedan presentar ejércitos en pie de
guerra, nada hay que temer en ellos que no sea por parte de la familia del
príncipe. Extinguida ésta, de nadie podrá temerse cosa alguna, por carecer
todos de crédito con el pueblo». Don Francisco de Toledo comprendió la máxima
de Maquiavelo y la puso por obra al sentenciar a Túpac Amaru (3).
Desde que principian las
guerras civiles, los Comentarios
ganan considerablemente en puntualidad y exactitud, como que ya abandona
Garcilaso al padre Valera y apenas hace otra cosa, a partir de la campaña de
las Salinas, que copiar las relaciones de Gómara y Zárate. Acá y allá intercala
algún dato original o alguna anécdota curiosa que le contaron los antiguos
soldados. Pero conforme avanza la narración, aumenta en originalidad e
importancia; pierde el carácter de rapsodia hábil y agradable, pero al fin y al
cabo rapsodia, que distingue a los primeros libros, y pone más y más en relieve
la personalidad de Garcilaso. En las rebeliones de Gonzalo Pizarro y de Francisco
Hernández, a cada instante contradice y corrige al Palentino y a Gómara.
Para la rebelión de Gonzalo
Pizarro, los Comentarios son fuente
muy apreciable, no sólo porque Garcilaso conoció y trató a casi todos los
personajes que en ella intervinieron, sino porque la serenidad y aun la
relativa blandura con que la pinta y la juzga sirven de necesario contrapeso a
las extremadas denigraciones de los historiadores áulicos, de Zárate, del
Palentino, de Gutiérrez de Santa Clara y de Cieza de León. Verdaderamente,
extraña a primera vista que el mestizo Garcilaso, el apologista de los Incas,
tan amante de los indios y tan compasivo de sus trabajos y miserias, sea quien
con menos severidad condene aquella sublevación de encomenderos contra las
ordenanzas inspiradas en beneficio de los naturales por el apostólico padre
fray Bartolomé de las Casas. Contradicciones muy propias del corazón humano.
Por mucho que Garcilaso compadeciera y amara a los de su raza materna, todavía
era mayor el cariño y la veneración que profesaba por la memoria de su padre.
Al referir la insurrección de Gonzalo Pizarro, tenía que estimarla con el
criterio de su padre y de los camaradas de éste. Todos ellos ricos
encomenderos, enemigos encarnizados de las ordenanzas, que, a ser ejecutadas
íntegramente, los hubieran reducido a la miseria, alentaron al principio la
empresa de Pizarro; después, cuando la traición contra la corona y la
desapoderada ambición del caudillo fueron manifiestas, abandonaron al rebelde o
procuraron con todo empeño escapársele; pero jamás pudieron ahogar un
sentimiento de profunda simpatía hacia el jefe del partido que un tiempo había
sido el suyo y había representado sus intereses. No es menester insistir sobre
la importancia que a este respecto tiene la versión de Garcilaso : expresa con
fidelidad el más interesante estado de la opinión de los antiguos
conquistadores acerca de aquella célebre guerra civil.
Uno de los más notables y
generosos rasgos de esta segunda parte de los Comentarios es la solicitud que pone Garcilaso en abogar por
Francisco Carvajal, hombre feroz sin duda alguna, pero muy ennegrecido y
calumniado por los escritores cortesanos o exaltadamente realistas. Mientras
que éstos nos lo presentan como un ser perverso y sardónico, implacable e
infernal, tipo de la maldad más completa, encallecida y horrible, en los Comentarios aparece tal cual debió ser,
sanguinario y cruel, pero no salvaje ni ajeno a todo sentimiento de
caballerosidad, con esa indefinible mezcla de buenas y malas cualidades que
constituye la piedra de toque de la verdad en la pintura de caracteres. Y ha de
notarse que ningún motivo de particular gratitud pudo llevar a Garcilaso a la
noble defensa del maestre de campo de Gonzalo Pizarro, porque, lejos de haber
sido amigo y favorecedor de su padre, lo había perseguido para matarlo (4).
Crece todavía la autoridad de
los Comentarios en la guerra de
Francisco Hernández Girón. Garcilaso, ya adolescente, presenció la sublevación
del 13 de noviembre de 1553 y participó, con su padre y los principales vecinos
del Cuzco, de las sorpresas y zozobras de aquella noche, que tan vivamente ha
descrito (5). Reflejando siempre la opinión de los grandes encomenderos, es tan
riguroso con la rebelión de Hernández como indulgente con la de Pizarro, porque
aquélla, al revés de ésta, fué eminentemente demagógica: fué la protesta de los
soldados pobres contra los opulentos dueños de repartimientos.
Cuando el conquistador
Garcilaso desempeñó el cargo de corregidor del Cuzco (1554-1557), su hijo le
sirvió de secretario y, por consiguiente, tuvo ocasión de enterarse muy bien de
los acontecimientos y de alguna parte de la correspondencia oficial (6). Hasta
el año de 1560 no salió del Perú nuestro cronista. Se halló, pues, presente en
todo el virreinato de don Andrés Hurtado de Mendoza. Para los tiempos
posteriores su autoridad es débil, pero no es nula, porque mantuvo relaciones
con sus parientes y condiscípulos del Perú y recibió de ellos algunas noticias.
No oculta Garcilaso su rencor
contra don Andrés Hurtado de Mendoza y don Francisco de Toledo por la conducta
que ambos observaron con muchos de los conquistadores e hijos de
conquistadores, a quienes desposeyeron y desterraron. Pero donde se desborda su
comprimida indignación y su amargura es en el relato de la prisión y el suplicio
de Túpac Amaru, no exento de graves reparos (7), pero en alto grado conmovedor
y patético, de solemne tristeza, que tan bellamente cierra el último libro de
los Comentarios.
Para que Garcilaso ataque con
rudeza y a las claras a encumbradas personas, como don Andrés Hurtado de
Mendoza y don Francisco de Toledo, es preciso que se sienta herido en lo más
íntimo de sus afecciones de amistad, de familia y de clase. Por lo común se
muestra muy prudente y reservado, y omite expresar hechos comprometedores o
circunstancias deshonrosas (8).
En resumen, la segunda parte
de los Comentarios es bastante
inferior a la primera en utilidad histórica, aunque no carece de alguna
importancia y puede a trechos prestar servicios no despreciables. Cuando en
ella Garcilaso habla de suyo, es apasionado, y a menudo incurre en
inexactitudes, porque habla de memoria,
como dijo Montesinos. Casi siempre se reduce a repetir las versiones de Gómara
y Zárate—aclarándolas y ampliándolas a veces—; pero quien conoce las abundantes
y caudalosísimas crónicas de Cieza, encuentra sucintas y algo pobres las de
aquéllos y aun la de Garcilaso, a pesar de sus ampliaciones y anécdotas.
Artísticamente considerada,
no puede decirse lo mismo. Sin duda la primera parte de los Comentarios está escrita con cariño e
imaginación tales, que de ordinario hacen su lectura por extremo interesante y
deleitosa; pero la inalterable prosperidad y la bondad nunca desmentida con que
se complace Garcilaso en adornar a los Incas, dan con alguna frecuencia a la relación
de los reinados y de las conquistas un acento marcadamente monótono. Todos los
soberanos gobiernan con igual sabiduría y clemencia y mueren en avanzada edad,
bendecidos y llenos de glorias. Todos los pueblos, después de vacilaciones y
resistencias más o menos largas, concluyen por someterse de grado a los hijos
del Sol, y obtienen igual generoso perdón e iguales mercedes. Este espectáculo
tan sin contrastes ni sombras, esta bienandanza tan constante y completa llega
a cansar por su inverosimilitud y monotonía, y sería insoportable si Garcilaso
(que comprendió el peligro) no hubiera alternado la sucesión de los reyes y las
guerras con capítulos acerca de las instituciones, costumbres e historia
natural, en los cuales su suelta y limpia prosa recupera todos sus atractivos,
y cuya lectura es de lo más apacible y ameno que puede imaginarse. En la
segunda parte, por el asunto (la Conquista y las guerras civiles de los
conquistadores), como ninguno variarlo y cambiante, no había que temer
uniformidad de tono. Más bien, por estar compuesta en su mayor porción de
fragmentos ajenos, hubiera podido temerse que resultara un heterogéneo
conjunto. Pero el mérito de Garcilaso en esta parte consiste en haber sabido
formar con retazos de diversos autores un cuadro armónico, de orgánica unidad,
palpitante de vida y pasión y libre de los defectos literarios de otros
cronistas: de la brevedad seca de Montesinos y Zárate, de las sentencias un
tanto pedantescas del Palentino y del desaliño y minuciosidad farragosa de Gutiérrez
de Santa Clara y Cieza de León.
(Por: José de la Riva Agüero y
Osma)
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Notas y referencias:
(1) «Decirla yo en nombre de su paternidad, será recitarla
en nombre de ambos, que no quiero hurtar lo ajeno, aplicándomelo a mí solo, aunque
sea para honrarme con ello, sino que salga cada cosa por de su dueño, que harta
honra es para mí arrimarme a tales varones». Comentarios, Segunda parte, libro I, capítulo XXII.
(2) Comentarios,
Segunda parte, libro I, caps. XXI,
XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII.
(3) No nos ha parecido necesario señalar menudamente los
errores de detalle que comete en este período Garcilaso. Baste indicar la
falsedad del colorido general de su narración. El licenciado Fernando
Montesinos, en los Anales del Perú (publicados
por Víctor M. Maúrtua, Madrid, 1906, dos tomos) critica duramente las
equivocaciones de Garcilaso o las que tales juzga. Aunque estos Anales son en conjunto obra estimable y
muy diversa de las frágiles Memorias
historiales, ni aun en ellas tiene derecho Montesinos para mostrarse tan
exigente, porque cuando no utiliza los libros de cabildos (cuyos datos son los
que avaloran sus anales), cae en yerros tanto o más serios que los que reprocha
a Garcilaso (consúltese el tomo I de los Anales,
páginas 72, 74, 76, 78, 88 y 136. En ellas se verá que, a la vez que ataca a
Garcilaso, asegura muy formalmente que Atahualpa fué degollado, y menciona un viaje de Francisco Pizarro a Pachacámac en
1533 y otro del mismo a Cuzco en 1536, antes de la sublevación de Manco, de que
no hablan los primitivos historiadores y testigos presenciales. En la página 71
hay otro viaje de Pizarro por mar el año 1531, desde Tumbes al puerto de Paita,
(que no ha existido nunca sino en la imaginación de Montesinos).—Para los
gobiernos de los virreyes, hasta el año de 1642, en el que terminan los Anales, es igualmente insegurísimo el
testimonio de Montesinos. Y cuando no es inseguro, es incompleto. Para muy
largos periodos, apenas atiende a más que a las actas del cabildo de Huamanga,
fuente por cierto útil y fidedigna, pero muy insuficiente y estrecha para quien
se proponía escribir los anales de todo el virreinato del Perú. Incurre en tan
craso e imperdonable error cronológico como poner en el año de 1581 el
fallecimiento de Felipe II (Anales, tomo II, página 84), que más adelante
coloca en su verdadera fecha, 13 de septiembre de 1598.—Se equivoca igualmente
en el año de la entrada del conde del Villar, que dice que fué en 1584, cuando,
por carta del propio conde al Rey, consta que llegó a Paita en junio de 1585.
(Publicada en el tomo VI, p. 117 de la Prueba Peruana en el juicio de límites
entre el Perú y Bolivia). Si hojeando de ligero los Anales saltan a la vista inexactitudes de tal bulto, júzguese cuál
debe ser el valor de la tan ponderada autoridad de Montesinos para los tiempos
de la Conquista y del Virreinato, y lo poco que de ella quedaría después de
someterla a un formal y detenido examen.
(4) Segunda parte de los Comentarios,
libro IV, cap. XIX.
(5) Idem, libro VII, caps. II y III.
(6) Segunda parte de los Comentarios,
libro VIII, cap. VI.
(7) Comentarios,
segunda parte, libro VIII, caps. XVI, XVII, XVIII y XIX. ¿ Quién ha de creer,
por ejemplo, que los indios no hicieron resistencia en Vilcabamba y que
trescientos mil hombres asistieron a la ejecución del Inca ?—Compárese con
Montesinos (Anales del Perú, tomo II,
año de 1572, pp. 44 y 45).
Como de costumbre, Montesinos se inspira en papeles inéditos
de los jesuitas, que tuvo a la vista. Acusa con razón a Garcilaso de omisiones
importantes ; principalmente de no mencionar a Martín Hurtado de Arbieto,
general de la jornada y lugarteniente en ella del virrey Toledo ; pero por su
parte ignora u oculta que fué efectivamente el capitán Martín García de Loyola
quien más sirvió y se distinguió en la campaña, y quien apresó en persona al
Inca, como lo refiere Garcilaso, el cual, en esto por lo menos, estuvo mejor
enterado que Montesinos.
(8) Comentarios,
segunda parte, libro II, cap. XVIII ; libro VIII, caps. IV y XV.