Por: Juan José Vega
(A raíz de un libro de Gustavo Bacacorzo)
Flora Tristán es una de las mujeres más
importantes del siglo XIX, en escala mundial. ¿Será acaso, como lo quiere André
Breton, la mujer más valiosa en la historia
universal? Sin poner a debate la opinión del creador del surrealismo, ella
fue en todo caso la primera socialista, y desde luego una feminista. Defendió
la acción organizada de los trabajadores. Luchó por el naciente proletariado.
Nacida en París, fue hija de peruano y de
francesa. Era él Mariano de Tristán y Moscoso, un aristocratizante arequipeño
que vivía de sus rentas. Flora, que vino al mundo en 1803, viajó al Perú en 1833, a fin de ser
reconocida por su riquísima familia paterna y así recibir la herencia que le
correspondía. Fracasó, pero el viaje hubo de servirle como inspiración para un
importante libro, "Peregrinaciones
de una Paria". Allí narra sus impresiones en torno a la sociedad
peruana, especialmente las de Arequipa y Lima.
"En
el Perú la clase alta está profundamente corrompida y su egoísmo la lleva a los
intentos más antisociales para saciar su afán de lucro", apuntó allí. Sin embargo, dentro de sus implacables concepciones
clasistas aflora una cosmovisión netamente occidental; como la de Marx sobre la
India.
No se debe desdeñar que "La Unión
Obrera", su libro más difundido, apareció en 1843, cinco años antes que el
"Manifiesto Comunista". En cuanto al feminismo, fue una creadora de
garra. Bastaría citar su frase "la
mujer es la proletaria del proletario", que no ha sido superada.
Naturalmente, las clases dominantes criollas
hicieron todo lo posible por borrar su recuerdo. Hasta hoy sigue tachada en
muchísimas de las obras fundamentales escritas por peruanos. En Arequipa se la
quemó en efigie, junto con sus páginas. En el teatro "Lima" de la
capital se quemó "Peregrinaciones" en 1839. Ha sufrido muchos
ataques. Un destacado escritor del sector feudal de la inteligencia peruana,
Luis Alayza Paz Soldán, la calificó de "víbora", entre otros epítetos más.
Pero cuando Flora Tristán murió en Burdeos en
1844, las más destacadas figuras del socialismo francés se hicieron presentes y
sufragaron para su monumento y lápida.
Europa
no la olvida
En el Perú, la Tristán es relativamente poco
conocida y cada día más olvidada, pero en Europa suman decenas los libros y
ensayos en torno a su vida y obra. De todos modos, en nuestro país el citado
Ventura García Calderón, aristocratizante y todo, la ha llamado "la santa aventurera", y Luis
Alberto Sánchez, que la ha analizado en más de una oportunidad, tituló un
ensayo "Una mujer sola contra el
mundo". Entre las peruanas que la han estudiado se hallan Magda
Portal, que la llamó "Mujer
Mesías", Sara Beatriz Guardia, Emilia Romero y Catalina Recavarren. Esta
última la calificó de "mujer
mesiánica". Fe Revilla le dice "La
Paria Peregrina". Gustavo Bacacorzo, con toda razón, la denominó en su
libro "personalidad contestataria
universal", en su reciente libro.
Libro es poco decir, porque se trata de una obra
de mil trescientas páginas en letra menuda con notas ricas en datos sobre
"Peregrinaciones" que se reproduce íntegramente. Lleva abundantes
cuadros genealógicos, pequeñas biografías de todos los personajes citados;
fotos y pinturas, entre ellas una del padre de Flora, que el autor supo hallar
en una colección privada en Malmoe, Suecia. Una antología de los pensamientos
emanados de la autora de "Peregrinaciones" es muy señalable. En suma,
Bacacorzo ha realizado un trabajo que difícilmente será superable. Lo editó la
Biblioteca Nacional.
Humanista
hereje
Ahora bien, se acusa a la Tristán de ser dura
con el Perú, pero su caso no es único. La mayor parte de los sabios y viajeros
que han pasado por nuestra patria han enfocado con similar severidad el grado
de la cruel dominación de la albocracia (gobierno de los blancos) sobre el
pueblo cobrizo y negro. Y fue mujer y también reclamó por esa mitad de la
humanidad a la cual pertenecía. La suya era una rebelión de raza, clase y sexo.
Resultaba imperdonable; aun hoy es una hereje.
Auténtica
fundadora de la Internacional
Viajó por diversos países. Escribió varios
otros libros, notoriamente "Paseos
por Londres", "La Emancipación de la Mujer" y "La Unión Obrera", todos de
corte abiertamente socialista. Frecuentó las mejores personalidades de París,
Víctor Hugo incluido. Nuestro Ventura García Calderón —que vivió en Francia
casi toda su vida y siguió su rastro— ha dicho que no hubo "mujer más
admirada y conocida en el París de aquellos días". Basta considerar que de
"La Unión Obrera" se editaron más de veinte mil ejemplares, cifra descomunal
para un libro en ese tiempo.
Flora Tristán, quien también fue de las que
lucharon por el sufragio universal, fue al parecer quien primero sostuvo que la
liberación de los obreros solamente sería obra de ellos mismos, como lo
recordaría el más tarde famoso revisionista Eduard Berstein. Y es ella la
auténtica fundadora de la Internacional, si nos atenemos a Brion, un socialista
radicalizado. Por su llamamiento a la unidad de los obreros, algunos
tratadistas, entre ellos el ilustrado Lewin Lorwin, consideran que se adelantó
a Marx y Engels.
(Tomado del diario “La República”, Lima, Perú,
domingo 13 de agosto del 2000).
FRAGMENTO DE “PEREGRINACIONES DE UNA PARIA”
CAPÍTULO VIII del LIBRO PRIMERO
AREQUIPA
Me encontraba en la casa donde había nacido mi
padre. Casa a la cual mis sueños de infancia me habían transportado tan a
menudo, que el presentimiento de verla algún día se había arraigado en mi alma
sin abandonarla jamás. Este presentimiento provenía del amor idólatra con que
había amado a mi padre, amor que conserva su imagen viva en mi pensamiento.
Cuando la negrita se durmió, cedí al impulso
de examinar las dos salas abovedadas donde estaba alojada. ¿Quizá mi padre ha
vivido aquí?, me decía, y esta idea prestaba todo el encanto del techo paternal
a lugares cuyo aspecto sombrío y frío desde la entrada helaba el corazón. El
mobiliario de la primera pieza se componía de una gran cómoda de encina, que
debía de haber seguido de cerca la expedición de Pizarro al Perú y databa por
su forma del reinado de Fernando e Isabel; de una mesa y sillas más modernas,
en el estilo que el duque de Anjou, Felipe V, introdujo en España; y, en fin,
de una gran alfombra inglesa que cubría casi toda la habitación. Las paredes
estaban blanqueadas con cal y tapizadas con mapas geográficos. Esta sala de
veinticinco pies de largo por veinte de ancho, sólo recibía luz por medio de
una ventana pequeña de cuatro vidrios abierta en lo alto. La segunda pieza estaba
separada de la primera por una división que no subía hasta la bóveda y no
estaba alumbrada directamente. Mucho más pequeña que la otra, su mobiliario
consistía en una pequeña cama de fierro guarnecida de cortinas de muselina
blanca, una mesa de encina, cuatro sillas viejas y en el suelo un viejo
gobelino. El sol no entraba jamás en esta inmensa alcoba parecida por su forma,
su atmósfera y su obscuridad a un sótano. El examen del sitio que mi familia me
daba como alojamiento causó en mi alma una profunda impresión de tristeza. La
avaricia de mi tío y todo cuanto había temido, se presentaba a mi pensamiento.
Es fácil juzgar al dueño de casa por la manera de proceder de quienes lo
representan. Si doña Carmen me daba tal aposento en ausencia de mi tío era porque
estaba muy segura de que él mismo no me habría destinado otro mejor. A fin de
no dejarme duda alguna a este respecto, me había dicho al conducirme que este
departamento, aunque poco conveniente, era el único disponible en la casa para
recibir a los parientes y amigos. Este rasgo pintaba a mi tío. Jefe de una
numerosa familia, relacionado por sus altas funciones y su mérito personal con
todo cuanto el país encerraba de más distinguido, don Pío gozaba de una fortuna
colosal; pero no podía ofrecer por alojamiento a sus amigos y parientes sino
una fría cueva, en la que se necesitaba luz para leer en pleno día. Esta idea
me hacía sonrojar de vergüenza. ¡Y qué!, exclamaba involuntariamente ¿es mi
destino estar aliada a personas cuya alma dura es inaccesible, a los
sentimientos elevados? Enseguida pensaba en mi abuela, ¡tan noble en todo, tan
caritativa!, en mi pobre padre que había sido tan generoso, en el buen Manuel,
en su excelente madre, y sentía un dulce consuelo al ver en esta familia
algunos individuos a quienes podía reconocer como parientes. Mis reflexiones me
agitaron de tal modo que era casi de día cuando quedé dormida.
A la mañana siguiente mi prima me dijo que las
principales personas de la ciudad vendrían a visitarme como es la costumbre y
que sería conveniente estar temprano en el salón. Triste y doliente, no estaba
dispuesta a recibir a toda aquella gente y, a decir verdad, una razón de
coquetería fue el motivo determinante de mi negativa. Durante la travesía del
desierto el ardor del sol, el polvo y la acritud del viento que soplaba del mar
me había tostado la cara y las manos. La pomada que la bondadosa señora Nájar
me había dado comenzaba a disminuir la rojez y a ponerme la piel en su estado
natural y deseaba esperar cuatro o cinco días más antes de presentarme. Los dos
primeros días se aceptó mi excusa de indisposición, pero el tercero causó rumor
en la ciudad y M. Durand, que conocía muy bien el espíritu de los arequipeños,
me aconsejó que me presentara si no quería exponerme a enajenarme la benevolencia
que los habitantes me demostraban. Así son los pueblos en su infancia: su
hospitalidad tiene algo de tiránico. En Islay hube de quedarme en el baile,
rendida de fatiga, hasta las doce de la noche. En Arequipa, a pesar de mis
sufrimientos en el viaje y el dolor que sentía por la muerte de mi abuela, me
era preciso recibir a toda la ciudad el tercer día después de mi llegada. Se me
hizo con todo apuro un traje negro. Me presenté en el vasto salón de mi tío
cubierta con ropas de duelo como toda mi familia y la tristeza de mi alma
sobrepasaba la de mis vestidos.
Es costumbre en el Perú, entre las mujeres de
la alta clase social, que cuando llegan a una ciudad en la que son extranjeras
permanezcan en la casa sin salir durante el primer mes a fin de esperar las
visitas. Trascurrido ese tiempo salen para corresponder a su vez las que han
recibido. Mi prima Carmen, estricta en estas reglas de etiqueta, me dio
instrucciones exactas sobre ellas creyendo que les prestaría igual importancia
y que me conformaría a ellas sin omitir detalle alguna. Pero en esta
circunstancia el yugo de la costumbre me pareció demasiado pesado y decidí
liberarme. Mi prima, a quien no le agradaba más que a mí recibir visitas,
aplaudió la forma oportuna con que me eximía de ellas, aunque no se sentía
capaz de semejante atrevimiento. Antes de proseguir mi relato es necesario que
haga conocer al lector a mi prima doña Carmen.
Con pesar me veo obligada a decir, para ser
fiel a la verdad, que mi pobre prima Carmen Piérola de Flores es de una fealdad
rayana en la deformidad. Víctima de la viruela, esta espantosa enfermedad ha
hecho en ella sus más crueles estragos. Podía tener entonces treinta y ocho o
cuarenta años.
Pero Dios no ha querido que sus criaturas peor
dotadas estén por completo desprovistas de encantos. Mi prima tenía los pies
más lindos, no sólo de Arequipa, sino quizá de todo el Perú. Su pie es una
miniatura, un amor de pie, el ideal soñado que aún me complazco en recordar. Un
pie de sólo seis pulgadas de largo, de ancho proporcionado, de forma perfecta,
con el empeine levantado, la pierna fina y, lo que es más extraordinario, vista
la extrema flacura de doña Carmen, su pie y su pierna son llenos y torneados.
Este lindo pie lleno de gracia y de personalidad está siempre calzado con
magníficas medias de seda rosa, gris o blanca, y con un elegante zapato de raso
de cualquier color. Doña Carmen usa los vestidos muy cortos, y tiene razón. Sus
pies son admirables para esconder esa pequeña obra maestra de la naturaleza. Es
muy elegante. Se arregla con gusto pero, con todo, su modo de vestir es el de
una persona más joven de lo que su edad permite.
Mi prima es de un carácter muy singular. No ha
recibido educación, pero la ha adquirido por sí misma y comprende con una
admirable inteligencia. La pobre mujer perdió a su madre en la infancia y desde
entonces la desgracia comenzó para ella. Educada por una tía dura y soberbia,
su vida fue tan miserable que, deseando sustraerse a ese yugo y sin tener más
alternativa que el matrimonio o el claustro, por el que no sentía ninguna
vocación, decidió casarse con el hijo de una hermana de mi padre. Este había
pedido su mano atraído por el cebo de una rica dote. Mi primo era un hombre muy
guapo, muy amable, pero jugador y libertino, que despilfarró su fortuna y la de
su esposa en desórdenes de toda especie. Doña Carmen, orgullosa y arrogante,
hubo de sufrir todas las torturas imaginables durante los diez años que duró
esta unión. Quería a su marido, a este hombre que no vivía sino para los sentidos,
que rechazaba su amor con brutalidad, que la humillaba con su conducta y la
ultrajaba con las explicaciones que le daba. En muchas ocasiones la dejó para
vivir públicamente con amantes. Esas mujeres pasaban bajo las ventanas de doña
Carmen, la miraban con cinismo y reían burlonamente del insulto. Cuando los
primeros tiempos del matrimonio la joven esposa trató de hacer escuchar algunas
quejas, ya sea en la familia de su marido o a amigos comunes, se le respondió
que debía estimarse feliz con tener a un hombre tan guapo por marido y que
debía soportar su conducta sin quejarse. Esas personas encontraban en la
fealdad de la mujer y en la hermosura del marido razones suficientes para
justificar la expoliación de su fortuna y los continuos ultrajes de que era víctima
aquella desgraciada. Tal es la moral que resulta de la indisolubilidad del
matrimonio. Después, no sé por qué horrible disposición de espíritu, ocurre que
hay hombres más crueles que la naturaleza, quienes creen que todos se les está
permitido en contra de los seres deformes a las que prodigan sarcasmos e
insultos. Su conducta es tan impía como malvada e insensata. Los defectos, cuya
corrección está en nuestro poder, deben ser los únicos objetos del ridículo. No
hay monstruos a los ojos de Dios. El árbol derecho y el árbol torcido tienen su
razón de ser. Esopo, así como Alcibíades, fueron dotados por la Providencia de
las formas más convenientes al destino que les estaba reservado. Censurar la
obra del Creador es poner a nuestra inteligencia por encima de la suya. El
hombre en demencia, que al aspecto de la sociedad lanza una risa convulsiva, es
menos insensato que el individuo que ve, en la configuración de una planta, de
un hombre o de un ser cualquiera salido de las manos de Dios, un objeto de burla
y de ultraje. Después de esta infructuosa tentativa, doña Carmen no profirió
nuevas quejas, no dejó oír una murmuración y, exagerando la perversidad humana,
expulsó desde entonces todo afecto de su corazón para no dejar más que
sentimientos de desprecio y de odio. Mi prima, con el fin de aturdirse, se
consagró al mundo. Y aunque privada de fortuna y de belleza, su espíritu atraía
siempre a su alrededor a un círculo de adoradores. Doña Carmen tenía demasiado
discernimiento para no comprender la causa de las adulaciones que le estaban
dirigidas y aprendió así, en el curso de sus coqueterías, a conocer el corazón
humano. Mientras más avanzaba en este conocimiento aumentaba más su desprecio
por la raza humana. Si mi primo hubiese tenido el menor sentimiento religioso,
en lugar de espiar los vicios de los hombres con el objeto de alimentar su
odio, debería haber tratado de descubrir sus inclinaciones al bien y de
esforzarse en hacerlos mejores. Pero Dios no entraba en sus pensamientos; tenía
necesidad de la sociedad de esos mismos hombres a quienes despreciaba y les
prodigaba lisonjas para a su vez ser lisonjeada.
Al cabo de diez años de matrimonio su marido,
que entonces tenía treinta, volvió donde ella. Había disipado toda la fortuna
que ambos poseían, se había endeudado en todas partes y era presa de una
horrible enfermedad que ningún médico pudo conocer. Mientras había tenido
dinero, las cortesanas y hasta las hermosas señoras se habían disputado a este
guapo mozo. Mas cuando no le quedó ni un peso, aquellas mujeres desvergonzadas
lo rechazaron con desprecio, le dirigieron risas burlonas y censuraron en alta
voz su conducta. El infortunado pudo entonces apreciar los seres inmundos a
quienes había prodigado sus riquezas. Sin recursos y abandonado por todos, regresó
por instinto donde la mujer a quien había humillado y abandonado a pedirle
asilo. Ella lo recibió, no con cariño, pues ese sentimiento no podía ya renacer
en su corazón, sino con aquel secreto placer que sienten las personas de su
carácter de ejercer una noble venganza que exalta su superioridad. El
desgraciado pagó caro los desórdenes de su vida. Estuvo en cama dieciséis meses
sufriendo las torturas. Durante ese tiempo su esposa no lo dejó un instante.
Fue a la vez su enfermera, su médico, su sacerdote. Había hecho colocar un sofá
cerca del lecho de dolor, de noche y de día estaba allí, pronta a asistirlo en
todo. ¡Qué espectáculo para ella! ¡Qué aversión y desprecio abrigaba hacia la
especie humana! Veía morir en la flor de la edad a ese joven a quien había
amado, pero en estado de decrepitud, pues hasta ese punto lo había envejecido
el libertinaje. Y lo veía morir con cobardía. En esta circunstancia doña Carmen
mostró una fuerza de carácter no desmentida una sola vez. Sufrió con una
paciencia admirable los caprichos, las repulsas y los accesos de desesperación
del moribundo. Esta larga enfermedad agotó los últimos recursos de mi
desgraciada prima. Después de la muerte de su marido quedó reducida a vivir de
nuevo donde su tía junto con su hija, único vástago que había tenido.
Desde entonces su vida fue un suplicio de todo
momento. Sin fortuna deseaba siempre vivir en sociedad, mantener un rango y se
veía sin cesar obligada a recurrir a una tía dura y avara. La pobre Carme
apenas tenía con qué hacer frente a sus necesidades, aunque presentaba las
apariencias del lujo. Cuando llegué a Arequipa hacía doce años que era viuda y
doce años que vegetaba, ocultando su miseria real bajo las apariencias de la
opulencia. Cada año pasaba seis meses donde su tía en un ingenio azucarero
situado en Camaná, cerca del de mi tío Pío. A ella no le agradaba vivir en el
campo, al que la necesidad la obligaba a ir; en la época de mi llegada una
causa inesperada la había retenido en la ciudad, por primera vez. Vimos ella y
yo en esta circunstancia el dedo de la Providencia, pues si por una ocurrencia
fortuita mi prima no hubiese estado en Arequipa no habría yo encontrado a nadie
para recibirme en casa de mi tío.
Si en un principio la sequedad y la frialdad
de mi pobre pariente produjeron sobre mi un efecto desagradable, muy pronto
descubrí en el fondo de aquella alma un género de nobleza y de superioridad que
me inspiró simpatía. Desde mi llegada mi prima me demostró mucho afecto, tuvo
para mí todas las atenciones imaginables y se ofreció a ser mi maestra de
idiomas. Gracias a ella pude aprender el español en poco tiempo. Tenía una
paciencia admirable para enseñarme y corregirme cuando me equivocaba. Su casa
estaba situada frente a la de mi tío, de manera que siempre estábamos la una
donde la otra. Por la mañana ella me enviaba el desayuno y a las tres iba yo a
comer donde ella. Siempre doña Carmen tenía la atención de invitar a algunos
amigos a fin de que tuviese compañía para distraerme, pero prefería estar a
solas con ella porque encontraba sin cesar en su conversación la manera de
instruirme sobre las personas y las cosas del lugar.
Desde la mañana siguiente a mi llegada a
Arequipa había escrito a mi tío que estaba en su casa porque mi salud no me
permitía ir a buscarlo a Camaná y que esperaba su regreso con la más viva
impaciencia.
Transcurrieron quince días sin respuesta de
don Pío. Estaba inquieta y mi prima otro tanto. Temía a mi tío y se imaginaba
que su silencio podía indicar la desaprobación de la conducta que había observado
conmigo. La manera de proceder de mi tío respecto de mí renovaba la agitación
producida por mi llegada entre sus amigos y enemigos. Los unos decían que tenía
miedo de mí; los otros pensaban que maquinaba alguna mala pasada, alguna trampa
para cogerme. Los alarmistas llegaban hasta a decir que podía hacerme detener.
Mi cuarto estaba lleno desde la mañana hasta la noche con estos oficiosos
amigos, quienes venían a comunicarnos sus temores, sus consejos o sus
extravagantes proyectos. Escribí carta sobre carta. Mi prima, la señorita de
Goyeneche, y otras personas escribieron también. Don Pío no daba ninguna
respuesta. Estaba en aquel momento en completo descrédito; esta circunstancia,
feliz para mí, ponía de mi parte a todo el mundo. Por fin, el vigésimo primer
día después de mi llegada, todos recibieron una contestación y todas aquellas
misivas estaban escritas con tanto arte que el ilustre Talleyrand hubiese
podido reivindicar el mérito de haber concebido estas obras de arte en
diplomacia. Mi tío estaba hecho para ser primer ministro de una monarquía
absoluta. En los tiempos difíciles había dejado muy lejos, tras de si, por la
superioridad de su talento, a los hombres de estado más notables.
Los Nesselrod y los Metternich palidecían a su
lado. Él se quejaba también a menudo del destino que lo reducía a intrigar
sordamente, para llegar a la dirección de los negocios de una miserable
republiquita, cuando se sentía con las dotes necesarias para dirigir los de una
gran monarquía. Me decía a veces "si sólo tuviese cuarenta o cincuenta
años me iría inmediatamente a Madrid y en sólo dos meses podría destronar a los
grandes dirigentes de San Ildefonso, en tal forma que tendría todos los
resortes del gobierno entre mis manos".
Esta primera carta de mi tío tuvo el resultado
que probablemente esperaba. Me demostraba tanta benevolencia, recordaba con
tanta gratitud los servicios que mi padre le había hecho, que creí su corazón
abierto a todo mi afecto y que podía contar con su justicia. Era necesario ser
tan ignorante del mundo como yo lo era para dejarme engañar por las hermosas
palabras de don Pío. ¡Ay! Tenía necesidad de cariño, creía en la probidad, en
el agradecimiento, y si por instantes me venían ideas de desconfianza contra mi
tío, las rechazaba con todas mis fuerzas obstinándome en no ver el mal que me
decían de él. Toda su correspondencia durante los tres meses de espera conservó
el mismo tono afectuoso, bondadoso y leal. Al fin comprendí que me engañaba.
Sus acciones no tenían relación alguna con sus cartas, y esa contradicción me
hizo descubrir aquello que se tomaba tanto trabajo en ocultar. La
correspondencia con los otros miembros de la familia era muy amable y, según
creo, un poco más franca.
Mientras permanecí sola en casa de mi tío no
tuve tiempo de aburrirme. Estaba siempre ocupada en recibir o en hacer visitas,
en escribir o ver todo cuanto había de curioso en el lugar, de modo que el
tiempo transcurría muy rápidamente.
Había llegado a Arequipa el 13 de septiembre.
El 18 del mismo mes sentí por primera vez en mi vida un temblor. Fue aquél tan
famoso por sus desastres que destruyó por completo Tacna y Arica. La primera
sacudida tuvo lugar a las seis de la mañana: duró dos minutos. Me desperté
sobresaltada y casi fui arrojada fuera de mi lecho. Creí estar todavía a bordo,
mecida por las olas, y no tuve miedo. Pero enseguida la negra se levantó
gritando: Señora, ¡temblor! ¡temblor!
Abrió la puerta y salió al patio donde me precipité tras de ella, echándome el
peinador sobre los hombros. Los movimientos eran tan violentos que nos vimos
obligadas a echarnos al suelo para no caer. El más valiente hubiese tenido
miedo al sentir agitarse así la tierra y ver la oscilación de las casas. Todos
los esclavos estaban en el patio de rodillas, rezando, petrificados y como
resignados a morir.
Regresé a acostarme. Mi prima vino enseguida.
El terror había trastornado su rostro. ¡Ah, Florita!, me dijo, ¡qué horrible
terremoto! Estoy segura de que una parte de la ciudad se ha derrumbado. Un día
voy a quedar sepultada bajo las ruinas de mi vieja casa. Y a usted, mi querida
amiga, que no está acostumbrada a semejantes convulsiones, ¿qué efecto le ha
producido?
—Prima, creía estar todavía en un navío. Es
así como se siente el movimiento de las olas, y no he tenido miedo sino cuando
me encontré en el patio y vi inclinarse las casas sobre mí, estremecerse el
piso y el cielo vacilar como cuando uno está en el mar. Entonces comprendí todo
el horror que se apodera del corazón humano en presencia de una plaga que le
hace sentir tan profundamente su impotencia. ¿Son frecuentes estos temblores en
el país?
—Hay a veces tres o cuatro en el mismo día. Es
raro que pase una semana sin que se sienta uno más o menos fuerte. Debemos esto
a la vecindad del volcán.
Doña Carmen se quedó conversando conmigo.
Sentada, sobre mi cama, fumaba sus cigarrillos y me refería todas las
desgracias innumerables que en diferentes ocasiones los temblores habían
causado en la región.
Como a las siete se dejó sentir un ruido sordo
que parecía venir de las entrañas de la tierra: ¡era su voz! Mi prima lanzó un
grito de espanto y se precipitó fuera de la habitación. En aquel momento, tenía
yo los ojos fijos en una grieta bastante pequeña que había en el centro de la
bóveda. Esta grieta se entreabrió de repente y las enormes piedras se
dislocaron. Creí que toda esa masa iba a desplomarse sobre mi cabeza y huí
espantada. Esta sacudida fue menos fuerte que la primera. Regresamos de nuevo
y, angustiada, me acosté. Confieso que estaba trastornada. Mi prima se sentó
cerca de mí. La expresión de su rostro me dio miedo. -¡Execrable país!, exclamó
con un acento de furor contenido. ¡Y pensar que estoy condenada a quedarme en
él!
—Prima, si le parece tan execrable ¿por qué se
queda usted?
—¿Por qué, Florita? Por orden de la más dura
de las leyes, la de la necesidad. Todo ser privado de fortuna depende de otro,
es esclavo y debe vivir donde su amo lo ate.
Y mi prima rechinó los dientes con un
movimiento de rebeldía que me probó que no estaba organizada para la
esclavitud.
La miré y le dije con un sentimiento de
superioridad cuya expresión no pude reprimir:
—Prima, tengo menos fortuna que usted. ¡He
querido venir a Arequipa y aquí estoy!
—¿Y qué deduce usted de esto?, me preguntó con
un movimiento de envidia.
—Que la libertad no existe realmente sino en
la voluntad. Quienes han recibido de Dios esta voluntad fuerte que hace
sobreponerse a todos los obstáculos, son libres. Mientras que aquellos cuyo
débil deseo se cansa o cede ante las contrariedades, son esclavos y lo serían aun
si la caprichosa fortuna les colocase sobre un trono.
Mi prima no supo qué responder. Sentía
instintivamente que tenía razón. Sin embargo, no podía explicarse qué era lo
que me daba fuerza para sostener semejante lenguaje. Me contempló largo rato en
silencio, soplando el humo de su cigarro en forma de plumillas y dibujos
fantásticos que yo seguía maquinalmente con los ojos. De repente se incorporó
bruscamente y dijo con mal humor:
—Que Dios me perdone, Florita; usted también
me da miedo. ¿Dónde iré a refugiarme? No me atrevo a entrar en mi casa por
temor de que se me caiga sobre la cabeza y, por la Santísima Virgen, no me
atrevo a quedarme sentada junto a usted y oírla pronunciar, con aire tranquilo,
las palabras que harían temblar a un monje y la harían tomar por loca...
—¿De veras, querida prima? ¡Ah! No tenga
miedo, venga a sentarse aquí bien cerca de mí para poder extenderme bajo su
mantilla y dígame ¿por qué me toma usted por loca?
—Pero, querida Florita, usted pretende que
basta una voluntad firme para ser libre. Y es usted, débil mujer, esclava de
las leyes, de los prejuicios, sujeta a mil sufrimientos, con una debilidad
física que la hace incapaz de luchar contra el menor obstáculo ¿Es usted quien
se atreve a avanzar semejante paradoja? ¡Ay, Florita! Se ve que usted no ha
estado dominada por una familia altanera y poderosa, ni expuesta a la negra
maldad de los hombres. Soltera, sin familia, usted ha sido libre en todas sus
acciones, dueña absoluta de sí misma. Sin estar sujeta a ningún deber, no tenía
obligaciones para con el mundo y la calumnia no podía alcanzarla. Florita, hay
pocas mujeres en su feliz posición. Casi todas, casadas muy jóvenes, han tenido
sus facultades marchitas, alteradas por la opresión más o menos fuerte que sus
amos han hecho pesar sobre ellas. Usted no sabe cuántos de estos penosos
sufrimientos está una obligada a ocultar a los ojos del mundo, a disimular aun
en el interior y cómo paralizan y debilitan la moral del ser más felizmente
dotado. Al menos, tales son los efectos que aquellos sufrimientos producen
sobre nosotras, pobres mujeres, poco avanzadas en civilización. ¿Será de otro
modo entre las mujeres de Europa?
—Prima, hay sufrimientos en donde hay opresión
y opresión donde el poder de ejercitarla existe. En Europa, como aquí, las
mujeres están sometidas a los hombres y tienen que sufrir aun más su tiranía.
Pero en Europa se encuentra más que acá, mujeres a quienes Dios ha concedido
suficientes fuerzas para sustraerse al yugo.
Al decir estas palabras arrastradas por el
sentimiento que me inspiraba, el tono de mi voz y la expresión de mi mirada
excitaron la sorpresa de mi prima.
—Por esta vez, Florita, la admiro, ¡Está usted
soberbia así! En mi vida he visto una criatura que exprese sus sentimientos con
tanto calor. Es usted muy buena en irritarse así por la suerte de las mujeres.
Son en efecto muy desgraciadas y, sin embargo, querida amiga, no puede usted
juzgar de ello sino imperfectamente. Para tener una idea justa del abismo de
dolor en que está condenada a vivir, hay que estar o haber estado casada. ¡Oh,
Florita! El matrimonio es el único infierno que reconozco.
Como me sentía enrojecer por la indignación
que esta conversación despertaba en mi alma, oculté la cara en una de las
puntas de la mantilla de doña Carmen. Y mientras ella continuaba sólo estaba
atenta para calmarme.
Esta primera conversación me bastó para
adivinar todo lo que esta mujer había tenido que sufrir durante la vida de mi
primo. Las mujeres de acá, pensaba, son por el matrimonio tan desgraciadas como
en Francia. Encuentran igualmente la opresión en ese lazo y la inteligencia con
que Dios las ha dotado queda inerte y estéril.
La mañana del temblor recibí una multitud de
visitas. Todos esos buenos arequipeños estaban curiosos por conocer la impresión
que había producido sobre mí. Muchos de ellos parecían decirme con su aire:
ustedes no tienen esas cosas tan bonitas en Francia.
Ese temblor destruyó por completo la ciudad de
Tacna, situada en la costa. Todas las casas quedaron derrumbadas. La iglesia,
terminada recientemente y abierta al público desde hacía quince días, se
desplomó. Dieciocho personas perecieron y veinticinco fueron heridas
gravemente. La ciudad de Arica sufrió casi lo mismo. La comarca de Sama, los
departamentos de Moquegua y de Tarata fueron devastados. En Locumba la tierra
se entreabrió y tragó casas íntegras. En todos estos lugares muchas personas
murieron o estuvieron heridas de más o menos gravedad. Arequipa sufrió poco.
Las casas de esta ciudad estaban tan sólidamente edificadas, que para
derribarlas se necesitaría un temblor que deshiciese todo el Perú. Esta
sacudida se dejó sentir igualmente en Lima y en Valparaíso, pero muy
amortiguada, y no causó ningún desastre. Hay que haber habitado los países
donde son frecuentes estos temblores para tener una idea justa del terror que
inspiran y de las desgracias que ocasionan; cuando estas espantosas
convulsiones remueven la tierra, en todo sentido la hacen ondular como las olas
o la entreabren como abismos.
El 24 de septiembre, para festejar a Nuestra
Señora, una gran procesión recorrió la ciudad, una de aquellas procesiones en
las que el clero del país despliega más ostentación. Son las únicas diversiones
del pueblo. Las fiestas de la iglesia peruana dan una idea de lo que debían de
ser las Bacanales y las Saturnales del paganismo. La religión católica, desde
los tiempos de la más profunda ignorancia, no ha expuesto nunca a toda luz tan
indecentes bufonadas ni desfiles más escandalosamente impíos. A la cabeza de la
procesión marchaban las bandas de músicos y de bailarines, todos disfrazados.
Algunos negros y zambos se alquilan por un real al día para representar un
papel en esta farsa religiosa. La iglesia los disfraza con las vestimentas más
burlescas. Los viste de pierrot, de arlequines, de tontos o de otros caracteres
del mismo género, y les da para cubrirse la cara malas máscaras de todos
colores. Los cuarenta o cincuenta bailarines hacían gestos y contorsiones de
una cínica desvergüenza y molestaban a las negras y a las muchachas de color
formadas en fila dirigiéndoles toda clase de frases obscenas. Éstas,
mezclándose en la broma, intentaban por su lado reconocer a las máscaras. Era
una confusión grotesca donde se oían gritos y risas convulsas y aparté los ojos
con disgusto. Después de los bailarines aparecía la Virgen vestida con
magnificencia. Su traje de terciopelo estaba guarnecido de perlas. Tenía
diamantes sobre la cabeza, en el cuello y en las manos. Veinte o treinta negros
cargaban esta imagen detrás de la cual iba el obispo seguido de todo el clero.
Enseguida venían los religiosos de todos los conventos, reunidos aquel día para
ir juntos en el santo paseo. Las autoridades terminaban la fila oficial a la
que seguía sin ningún orden la masa del pueblo que reía, gritaba y creía estar
nada menos que en oración.
Estas fiestas y la magnificencia que las
caracteriza hacen la felicidad de los habitantes del Perú. Dudo que sea posible
espiritualizar su culto antes de mucho tiempo.
Por la tarde se representó un Misterio al aire libre, en la plaza de
las Mercedes. Lamento no haber podido conseguir el manuscrito de ese drama
religioso. Si se puede juzgar por lo poco que vi y oí contar, debía de ser un
modelo en su género. Doña Carmen se volvía loca por cualquier espectáculo y me
dejé arrastrar por ella a la representación, pero nos fue imposible acercarnos
a la escena. Los primeros sitios estaban ocupados por las mujeres del pueblo,
quienes esperaban allí desde la mañana. Las empujamos para tener un rincón
desde donde poder ver. Jamás había sido testigo de tanto entusiasmo. Con la
ayuda de los señores que nos acompañaban logré subir sobre un poste y desde mi
pedestal vi con comodidad el magnífico cuadro que la plaza ofrecía. Se había
levantado sobre el pórtico de la iglesia una especie de teatro por medio de
tablas colocadas sobre toneles. Algunos decorados, sacados del teatro de la
ciudad, formaban la escena que debía de estar alumbrada por cuatro o cinco
quinqués, pero los rayos argentados de la luna suplían la economía de los
empresarios y en el hermoso cielo de Arequipa la luna esparcía brillantes
claridades.
Era una cosa nueva para mí, hija del siglo
XIX, recién llegada de París, la representación de un Misterio bajo el pórtico
de una iglesia en presencia de una inmensa multitud de pueblo. Pero el
espectáculo más lleno de enseñanzas era la brutalidad, los vestidos groseros y
los harapos de ese mismo pueblo cuya extrema ignorancia y estúpida superstición
retrotraían la imaginación a la Edad Media. Todas esas caras blancas, negras o
cobrizas expresaban una ferocidad salvaje y un fanatismo exaltado. El Misterio
se parecía mucho (no diré nada de las bellezas del diálogo, pues las palabras
llegaban imperfectamente a mis oídos) a los que se representaban con gran pompa
en el siglo XV, en la sala del Palacio de Justicia de París para edificación
del pueblo, representación a la cual nos hace asistir Víctor Hugo en su Nuestra Señora. Con ayuda de algunas
palabras cogidas al vuelo, de algunas explicaciones que me fueron dadas por los
iniciados en los bastidores y, en fin, por la pantomima de los actores, logré
comprender el argumento.
Los cristianos van a la tierra del Islam a
combatir a los turcos y sarracenos a fin de atraerlos a la verdadera fe. Los musulmanes se defienden con obstinación. Tienen a
su favor la ventaja del número. Los cristianos hacen la señal de la cruz, pero
a pesar de todo están a punto de sucumbir cuando la Virgen Nuestra Señora, dando el brazo a San José y acompañada de un
gran séquito de niñas, llega junto al ejército cristiano. Esta celeste
aparición reanima su entusiasmo. Se precipitan enseguida sobre los musulmanes
gritando: ¡Milagro! ¡Milagro! La ocasión es propicia, pues éstos, petrificados,
parecen haber olvidado el uso de sus armas y su admiración es motivada por la
vista de esa multitud de bonitas muchachas de todos los matices de colores que
se mezclan con los soldados y que llevan la cabeza ceñida por una aureola de
papel amarillo. Los musulmanes temen herir a estas huríes del paraíso y hay, me
parece, deslealtad de los cristianos en aprovechar de estas circunstancias para
caerles encima. En suma, el sultán y el emperador de los sarracenos son
derrotados y despojados, con ultraje, de las insignias de su dignidad. En aquel
estado de miseria prefieren ser reyes cristianos que monarcas destronados,
imploran la misericordia de la Virgen Nuestra Señora y se hacen bautizar, así
como todos los soldados.
Creí comprender que la gloria de esta
conversión en masa correspondía más a las compañeras de la Virgen que a los
soldados de su hijo. Sea lo que fuere, la Virgen parece encantada con esta
conversión general. Hace muchas cortesías al sultán y al emperador; nombra al
primero al patriarca de Constantinopla y al segundo arcipreste de Mauritania,
conservándoles su poder temporal. Uno y otro juran sobre el crucifijo, que
traen sobre una fuente de plata, hacer pagar anualmente el diezmo al clero
católico en sus vastos estados y el dinero de San Pedro al Papa de Roma. A una
señal dada por la Santísima Virgen, el coro de jóvenes entona himnos y cánticos
a los que responden, a voz en cuello, los soldados turcos, cristianos y
sarracenos. Enseguida se ponen a zarandear a los judíos que se encuentran en
gran número en el ejército musulmán donde han acudido de todas partes para
comprar los despojos de los cristianos. Como no quieren convertirse, los
cristianos y los nuevos convertidos los golpean, les quitan su dinero, se
apoderan de sus vestidos y les dan harapos en cambio. Estas escenas burlescas
son muy aplaudidas. Después empiezan de nuevo los cánticos, mientras se quitan
al emperador y al sultán sus vestidos impíos y la Virgen les reviste con gran
ceremonia con las vestiduras sacerdotales de sus nuevas dignidades. Llegan
entonces Jesucristo, la Santísima Virgen, San José, San Mateo los generales
cristianos, el emperador de los sarracenos y el sultán. Hay trece cubiertos, y
un judío, para aprovechar la comida, se desliza furtivamente en el decimotercer
asiento que queda desocupado. Jesús ha partido el pan y ha hecho pasar la copa
a los convidados cuando se dan cuenta del fraude. Inmediatamente arrojan al
judío de su sitio y los soldados lo ahorcan (a lo menos en efigie). Continúa la
comida y la atención es cautivada por la acción de Jesucristo que renueva el
milagro de las bodas de Canaan y cambia el agua en vino de Canarias. En
realidad, un negro oculto bajo la mesa sustituye con bastante habilidad un vaso
de agua por otro lleno de vino. Durante la comida el coro de vírgenes canta
himnos. Es así como termina la representación de la cual, imperfectamente sin
duda, acabo de trazar un esbozo.
El pueblo estaba como loco. Aplaudía, saltaba
de alegría y gritaba con todas sus fuerzas: ¡Viva Jesucristo! ¡Viva la
Santísima Virgen! ¡Viva nuestro Señor don
José! ¡Viva Nuestro Santo Padre el
Papa! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Con estos medios es como se mantiene en sus
prejuicios a los pueblos de América. El clero ha ayudado a la revolución, pero
no ha pensado en abandonar el poder y lo conservará por mucho tiempo todavía.
Doña Carmen, cuya pasión por los espectáculos
de toda clase era tal que tendría fuerza para ir en la misma tarde a ver
crucificar a Jesucristo, representación que se da en las iglesias de América
durante la Semana Santa, enseguida al teatro a admirar a las bailarinas de
cuerda y después a la pelea de gallos, mi querida prima, aunque miraba
desdeñosamente al populacho reunido en la plaza de las Mercedes, no había
dejado de sentir una buena parte del placer que la multitud experimentaba al
ver maniobrar a la Virgen y a sus soldados. Pero se guardó muy bien de
confesarlo. Criticó en alta voz ese adefesio
y estuvo, en el fondo, muy contrariada de que yo lo hubiese presenciado.
Los franceses que asistieron con nosotros a la
representación del Misterio se
contentaron con burlarse y reírse sin impresionarse en otra forma. Por lo que
pude ver, fui la única en regresar entristecida de ese espectáculo. Siempre me
he interesado vivamente por el bienestar de las sociedades en medio de las
cuales el destino me ha transportado y sentía un verdadero pesar por el
embrutecimiento de aquel pueblo. Su felicidad, me decía, no ha entrado jamás
dentro de las combinaciones de los gobernantes. Si hubiesen querido realmente
organizar una república habrían tratado de hacer germinar, por medio de la
instrucción, las virtudes cívicas hasta entre las últimas clases de la
sociedad. Pero como el poder y no la libertad es el objetivo de esa multitud de
intrigantes, que se suceden en la dirección de los negocios públicos, continúan
la obra del despotismo y para asegurarse de la obediencia del pueblo, a quien
explotan, se asocian con los sacerdotes para mantenerlo con todos los
prejuicios de la superstición, Ese país desangrado por veinte años de guerras
civiles se halla en un estado deplorable y busca, en vano, en la clase que por
su fortuna ocupe el primer rango, la esperanza de un porvenir mejor. Pero no se
encuentra en ella sino la más orgullosa presunción unida a la más profunda
ignorancia y un lenguaje de baladronada del que sonríe con piedad el último
marinero europeo. Hay sin duda algunas excepciones entre los peruanos, pero
estas personas gimen por la situación de su país y en cuanto lo pueden dejar
apresúranse a hacerlo. El verdadero patriotismo y la abnegación no existen en
ninguna parte. No será sino por medio de las más grandes calamidades como se
hará la educación política y moral de este pueblo. Quizá la miseria, que se
acrecienta cada día, hará nacer el amor al trabajo y las virtudes sociales que
de él resulta. Quizá también la Providencia suscitará en este pueblo un hombre
con brazo de hierro que lo conduzca a la libertad como Bolívar había comenzado
a hacerlo.
Todos los domingos era preciso que desde las
diez de la mañana estuviese en gran toilette
en el salón para recibir visitas hasta las tres, momento en que íbamos a la
mesa a almorzar y, enseguida, desde las cinco hasta las once de la noche —jamás
he tenido tarea más fatigosa—, las señoras venían para lucir sus galas, los
hombres por ociosidad y todos tenían en su fisonomía la expresión de un tedio
permanente. Como el país no ofrece ningún recurso para alimentar las
conversaciones resulta que la charla es siempre fría, afectada y monótona.
Están reducidos a murmurar el uno del otro, a hablar de la salud de cada uno o
de la temperatura. El fastidio la hace a uno curiosa. Me fue fácil ver que
todos mis visitantes tenían curiosidad por saber el motivo de mi viaje; pero mi
carácter cortés y reservado hizo que, a la vez, me observase con mayor cuidado
del que me creí capaz. Nadie supo una palabra de mis asuntos, ni aun mi prima,
la persona con quien mayor confianza tenía.
El 28 de octubre, M. Viollier, francés
empleado en la casa de M. Le Bris, vino a anunciarme la llegada del Mexicano a Islay y me informó que se
dirigía allí inmediatamente y que estaría de regreso al día siguiente con M.
Chabrié, quien deseaba venir a Arequipa. Desde mi partida de Valparaíso apenas
me había aventurado en detener mi pensamiento en M. Chabrié. Su amor que no
podía corresponder y la promesa que me había arrancado, que por mi parte no
podía cumplir, pesaban sobre mi corazón. Temía considerar las consecuencias de
todo ello. Sentía un dolor tan profundo que, no atreviéndome a confesar que
Chabrié existía todavía, casi hubiese deseado que una muerte funesta me
permitiera derramar por él dulces lágrimas. ¡Cuántas veces durante la noche,
cuando el sueño huía de mis párpados, había hecho vanos esfuerzos para
adormecer mi memoria! A pesar de mí, los recuerdos me llevaban de nuevo al
Mexicano. Veía a Chabrié apoyado al borde de mi lecho hablándome de sus
esperanzas de felicidad y pintándome la dicha de que gozaríamos en la hermosa
California. Esos cuadros arrebatadores de amor y de tranquilidad se me
aparecían con todo su encanto. Un poder invisible parecía presentarme su imagen
para excitar mis pesares. Entonces se renovaban en mí los combates que había
soportado en Valparaíso. El interés personal luchaba con obstinación contra las
inspiraciones generosas. Un espíritu de tinieblas y un ángel agitaban mi alma.
Pero el poder celeste vencía siempre.
Cuando M. Viollier me anunció esta nueva, me
puse roja y temblorosa, después tan pálida que no pudo contenerse y me preguntó
si estaba contrariada.
—No, en lo absoluto. Quiero mucho a ese
valiente capitán. Es un poco brusco, pero me ha demostrado tanto interés durante
mis cinco meses de sufrimiento a bordo que siento hacia él la más sincera
adhesión.
A pesar de la emoción que no pude ocultar, M.
Viollier no concibió ninguna sospecha. Nadie, en efecto, hubiese podido creer
que yo pensaba en M. Chabrié consintiendo en pasar sobre los enormes defectos
de su carácter en favor de las cualidades de su corazón.
Esa noche, y el día siguiente, mi agitación
fue extrema. Invocaba a Dios, pues sentía debilitarse mi valor. M. Chabrié no
vino en la mañana, de modo que tuve una noche y un día más para reafirmarme en
mi resolución y prepararme a recibirlo. El sábado, hacia las ocho de la noche,
me paseaba en el salón de mi prima y hablaba con ella de filosofía, según
nuestra costumbre, cuando vi entrar a Chabrié... Vino hacia mí, me tomó de las
manos, las estrechó y besó con ternura mientras que gruesas lágrimas caían
sobre ellas en precipitadas gotas. Felizmente era de noche. Mi prima, que se
hallaba en la extremidad del salón, podía ver sus gestos, mas no su llanto. La
conduje a mi departamento. Allí fue incapaz de contener su alegría y en él la
alegría y el dolor se manifestaban con lágrimas. Estaba sentado cerca de mí, me
apretaba las manos, ponía, su cabeza sobre mis rodillas, tocaba mis cabellos y
repetía con un acento de amor que hacía vibrar hasta mi última fibra:
—¡Oh, mi Flora, mi querida Flora! ¡Por fin la
veo! ¡Dios mío, tenía ansia de verla! Querida mía, hábleme, quiero oír su voz.
Dígame que me quiere, que no soy víctima de un sueño. ¡Oh! Dígamelo, déjeme
oírlo. ¡Ah! ¡Me ahogo!...
Yo no podía respirar. Una cadena de hierro me
oprimía el pecho. Apoyaba su cabeza contra mí, pero no podía encontrar una
palabra que decirle.
Nos quedamos así fascinados el uno por el otro
en muda contemplación. Chabrié fue el primero en romper el silencio y fue para
decirme:
—¡Y usted, Flora, usted no llora!...
Esta pregunta me hizo sentir que Chabrié jamás
podría comprender la extensión de mis sentimientos. Mi silencio y mi expresión
probaban mi amor con más elocuencia que sus lágrimas... Su alma me amaba tanto
como podía hacerlo, pero, ¡ay!, se hallaba lejos de la mía. Suspiré
dolorosamente y pensé con amargura que no me había sido dado encontrar sobre la
tierra un afecto que correspondiese al que yo sentía que podía dar a cambio.
No conversamos mucho tiempo. M. Viollier vino
a buscar a Chabrié, quien se alojó en casa de M. Le Bris los seis días de su
estancia en Arequipa. Ambos se retiraron. Estaban rendidos de cansancio, pues
habían hecho el viaje galopando a rienda suelta. M. Miota y Fernando no habían
podido seguirlos y se habían quedado en Congata.
El día siguiente, domingo, no pude decir una
sola palabra a M. Chabrié. Estuve continuamente rodeada de gente hasta las doce
de la noche. El lunes vino a verme y lo dejé exponer sus proyectos: eran los
mismos de Valparaíso. Deseaba, además, que nos casáramos enseguida para que se
convencieran de que se casaba conmigo por amor, puesto que lo hacía antes de
tener ninguna esperanza por el lado de mi tío. No había yo previsto esta nueva
exigencia que aumentaba las molestias de mi situación. No sabía qué decirle y
me sentía atormentada como para perder la cabeza.
Por la tarde quise evitar encontrarme a solas
con él y lo conduje a una casa donde se tocaba música. Cantó por complacerme,
pero su mal humor fue tal que todo el mundo lo notó. El martes vino a abrumarme
de reproches por haberlo hecho perder así una tarde, cuando teníamos apenas
tiempo para ocuparnos de nuestros asuntos. Los gastos diarios del Mexicano ascendían a 110 ó 120 francos y
a Chabrié correspondía la tercera parte. M. David me escribía carta sobre carta
rogándome despedir a Chabrié enseguida, y este último me declaraba formalmente
que no se iría antes de que se realizara nuestro matrimonio.
En mi vida me había encontrado en una posición
tan difícil como esta en la que me ponía la obstinación de Chabrié. Le dije
todo cuanto pude imaginar para hacerle entender la razón. Me contestaba a todo
con este perpetuo estribillo:
—Si me ama, deme la prueba. Si está usted
contenta con la unión que le propongo, ¿para qué retardarla? Voy a verme
obligado a dejarla de nuevo. Mi profesión me expone a perecer a cada instante,
quizá no la volveré a ver más. ¿Por qué no aprovechar de la vida mientras
gozamos de ella?...
Se puede creer que en esta circunstancia
empleé toda mi influencia sobre Chabrié para hacerlo sentir cuánto iba en
nuestro interés y en nuestra felicidad esperar que él hubiese acabado sus
negocios y yo los míos antes de celebrar este matrimonio. Pero no sé qué
demonio se había apoderado de su espíritu. Mis palabras, mis ruegos y mis más
vivas instancias quedaron sin éxito. Chabrié había sido cruelmente engañado
varias veces y se había vuelto desconfiado. Además, los celos lo privaban de la
facultad de razonar.
Pasé la noche del miércoles al jueves en una
perplejidad de las más penosas, no porque vacilase en sacrificar a la felicidad
de Chabrié el afecto que me inspiraba, sino porque estaba preocupada e inquieta
por la razón que habría de darle para motivar mi negativa a casarme con él.
Tenía la firme convicción de que si le decía la verdad vería en eso una razón
más para apresurar nuestra unión para protegerme y asegurarme un descanso que
tanto necesitaba. A bordo, yo había pensado de distinta manera. Había creído
que decirle que era casada era alejarlo de mí, y quién sabe si esta revelación
habría entonces producido aquel efecto. Después su amor había tomado sobre él
un imperio que dominaba todo su ser. Chabrié respetaba los prejuicios, puesto
que para desafiarlos me proponía vivir fuera de Francia. Religioso observador
de las leyes en todo lo referente a la propiedad, creía que les correspondía
regular la posesión de las cosas mas no les concedía el poder de esclavizar las
inclinaciones del corazón y, lejos de su país, hubiese igualmente sacudido el
yugo de esa tiranía. Si me engañaba en esta suposición y si mi matrimonio fuese
un obstáculo que no osara franquear, no podía confiárselo en estos momentos sin
comprometer un secreto que me interesaba no divulgar, pues su indignación contra
mí por haberlo hecho creer que era soltera no habría tenido límites, como más
tarde lo pude comprobar.
La idea de que al aceptar el amor de Chabrié
iba a reducirlo a la miseria, y al pesar eterno de abandonar su país y su
familia para relegarse conmigo a las costas de California, me devolvió todo mi
valor y me hizo buscar en la mente un medio para separarlo de mí para siempre.
Lo conocía íntegro y de una rigurosa probidad; por eso concebí el pensamiento
de atacarlo de este punto. ¡Ah! Necesité de la ayuda de Dios en la prosecución
de un proyecto cuya ejecución sobrepasaba toda la fuerza humana. Al emprender
la tarea de que Chabrié renunciara a su amor corrí el riesgo de perder también
su estimación y su afecto que, desde hacía ocho meses, habían sido los únicos y
dulces consuelos de mi alma. ¡Pues bien! ¡Tuve ese valor! ¡Sólo Dios ha
comprendido la extensión de mi sacrificio!
El jueves por la tarde Chabrié llegó a casa
con apuro. Le había prometido la víspera darle una respuesta definitiva al
siguiente día.
—¿Cuál es, pues, su determinación?, me dijo al
entrar con la expresiva emoción de un hombre impaciente por conocer su suerte.
—Aquí está, señor Chabrié, mi determinación:
si usted me ama tanto como me asegura deme la prueba y sírvame como le voy a indicar.
Usted sabe que mi partida de bautismo no basta para hacerme reconocer como hija
legítima. Necesito otro acto que compruebe el matrimonio de mi madre con mi
padre. Si no lo puedo presentar, no debo contar ni con un peso, mi tío no me
dará nada. ¡Pues bien! Usted puede darme un millón. Encárguese de hacer
confeccionar una partida de matrimonio por algún viejo misionero de California.
Él le pondrá fecha anterior y por cien pesos tendremos un millón. Tal es,
Chabrié, la condición de la que hago depender mi amor y mi mano.
El desgraciado quedó anonadado. Con el codo
apoyado sobre la mesa me contemplaba sin hablar como un hombre inocente a quien
una funesta sentencia acaba de condenar a muerte. Me paseaba de largo en largo
y evitaba encontrar su mirada, sufriendo mil muertes por el dolor atroz que
causaba a un hombre a quien amaba con el más tierno afecto. Al fin me dijo con
acento de una profunda indignación:
—Así es que, cuando quiero casarme con usted
sin fortuna, en la posición en que se encuentra, con un hijo, cuando estoy
listo a sacrificar todo, todo... Usted pone condiciones a su amor... ¡Y qué
condiciones!...
—Señor Chabrié, ¿vacila usted?
—Vacilar, señorita, ¡no!, ¡no! En tanto que
este viejo corazón palpite en mi pecho no vacilaré jamás entre el honor y la
infamia.
—¿En dónde está la infamia de mi propuesta
cuando le pido, señor, que me ayude a hacerme devolver lo que me pertenece con
toda equidad?
—No soy el juez de sus acciones. Usted quiere
hacer de mí un instrumento, hacerme servir sus proyectos de ambición. Es así
como corresponde usted a mi amor...
—Si usted me amara, señor Chabrié no vacilaría
un instante en hacerme el servicio que le pido, y usted me lo niega.
—Pero Flora, mi querida Flora, ¿está usted
bien despierta? ¿No consume la fiebre su cerebro? ¿La ambición la hace olvidar
todo? ¡Y qué! ¡Usted exige mi deshonra! ¡Ah, Flora! La amo bastante para
sacrificarle mi vida. Con usted soportaría la miseria y la soportaría sin
quejarme. Pero no me pida envilecerme, pues por el amor que siento por usted no
lo consentiría jamás.
Esta respuesta de Chabrié era la que esperaba.
Con un hombre semejante hubiese podido vivir en el fondo de un desierto y gozar
momentos deliciosos. ¡Qué delicadeza! ¡Qué amor! Sentí entonces vacilar mis
fuerzas. Hice un último esfuerzo y tomando un tono irónico y áspero continué la
conversación en forma de torturar un amor propio herido ya tan vivamente con mi
proposición.
La exasperación de Chabrié fue tal que me
abrumó con los reproches más amargos, con las maldiciones más espantosas y se
abandonó con tal ímpetu a la violencia del dolor que le causaba esta última
decepción, que por un momento creí que iba a emplear las vías de hecho contra
mí.
Por fin se retiró y yo caí agotada. Fue la
última vez que lo vi. Estas fueron las últimas palabras que me dirigió:
"¡La odio tanto como la he amado!"...
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