Ya todo parecía sabido acerca del talento devastador y la
heterodoxia escandalosa del escritor irlandés Oscar O'Flahertie Wills Wilde
(1856-1900). Se sabe de su fina vida refinada, despilfarradora y anticonvencional.
Hasta se recuerda el clavel verde que llevaba en la solapa. Pero nada de esto
impidió que Richard Ellmann "el mejor biógrafo de nuestro tiempo" le
dedicase un monumental volumen: "OSCAR WILDE" (Londres 1987). El
novelista Gore Vidal leyó este libro.
Y aquí nos da una detallada opinión sobre él, pero más que nada sobre el modelo
que lo inspira.
En "Cuatro dublineses", Richard Ellmann publicó
ensayos sobre Yeats, Joyce, Wilde y Beckett. Y admite: "Configuran un
consorcio extraño. Sin embargo, aparecen unas similitudes de las que no eran
concientes": A los 18 años, Yeats oía las conferencias de Wilde, en tanto
que Joyce a los 20, conoció a Yeats y lo encontró demasiado viejo. En 1928, el
joven Beckett conoció a Joyce y se hicieron amigos.
Algo más concreto: Wilde y Yeats revisaban el uno la obra
del otro con consideración mutua y a veces trataron los mismos temas. Joyce
recordaba a Wilde como una heroica víctima y solía referirse a él en sus
escritos. Beckett se saturó de toda la obra de Joyce. "Desplazados,
ocurrentes, complejos, salvajes, ellos se acompañan uno al otro".
LEER A WILDE
El problema en el caso de Wilde es que no necesita
explicación. Sólo necesita ser leído o escuchado. No apela a otro juego de
palabras que no sea el más mecánico truco verbal, la paradoja. Cuando se alza
hasta lo sublime en la poesía o en la prosa, hay tanta púrpura derramada que se
extraña la austeridad límpida de Swimburne.
En esas ocasiones en que Wilde es un verdadero maestro, el
inventor de una obra perfecta acerca de nada y de todo, no requerimos que
expliquen sus chistes. Simplemente nos reímos, y nos preguntamos porqué nadie
más ha sido capaz de mantener un motivo verbal con tanta elegancia.
En resumen, Wilde proporciona poca ocasión para el
formidable aparato crítico de Ellmann. Donde éste nos mostraba nuevas formas de
considerar a Yeats y a Joyce, no puede hacer con Wilde más que meterlo dentro
de un contexto histórico y contar, una vez más, el relato profano tan conocido
ya.
¿Merece la pena? No estoy seguro. Ellmann se alza hasta lo
comezón esencial, y es interesante saber que a los 31 años, luego de una vida
de heterosexualidad vigorosa, que le había dado no sólo dos hijos sino también
una sífilis, Wilde fue seducido en Oxford, por Robert Ross, entonces un
jovencito de 17 años. También es interesante saber que Wilde, a diferencia de
Byron, Carlomagno y otros, no practicaba la sodomía sino que prefería la
sexualidad oral. Las futuras generaciones estarán en deuda con él. Si es que
las hay. La prensa británica de los 80, apestados de SIDA, piensa que no.
MISTERIOS TRIBALES
Por tanto, ahora es necesario sacar a relucir un Wilde a
tono con nuestros tiempos azotados por la calamidad. En los últimos 40 años
Wilde se ha convertido, a pasos agigantados, en un héroe víctima de una
sociedad hipócrita, cuyas supersticiones más entrañables sobre el sexo habrían
de ser violentamente sacudidas, primero, por la guerra, y segundo, por el
doctor Alfred C. Kinsey, quien hizo pública que más de una tercera parte de la
población masculina había participado en los misterios tribales.
La revolución de las conciencias, atribuida a los Beatles y
a otras confusiones de los años 60, en realidad se concretó en los años 40: la
guerra y Kinsey, la penicilina y la píldora. En consecuencia, Wilde dejó de ser
visto como un criminal: no había sido más que una persona mal adaptada a una
sociedad que no merecía el esfuerzo de adaptación. El propio Wilde se convirtió
en un símbolo de salud mental, sino física: Ellmann apunta con precisión el
cuándo y cómo la sífilis que lo mató, se vacío en una habitación de hotel en
París.
Aunque Ellmann, sin duda, no asume la tarea de reciclar a
Wilde para nuestros tiempos deprimidos, su biografiado es protagonista de un
relato más ejemplarizante que la historia de un mártir. Y ahí está el
obligatorio freudianismo. Se permite lo de "cherchez la mere"; y
legítimamente, lo supongo.
Jane Wilde fue bastante más longeva que él término medio.
Protestante, Lady Wilde mantenía un salón literario en Dublín; era una
irlandesa agraciada e independiente y escribió versos tonantes dignos de su
hijo. Era una mujer a la que le gustaba ser noticia sensacionalista y los
juicios fueron sus golosinas, por ejemplo, aquel por seducción que le inició su
marido, el oculista Sir William Wilde. Su hijo experimentaba una profunda
admiración por la madre y viceversa.
Lo que Wilde aprendió de su madre, sin embargo, no fue la
forma de ser una mujer, sino la importancia de ser un Exhibicionista, un Poeta
y un Contestatario. También heredó de ella el talento para la mala poesía. A su
debido tiempo, él se re-creó a sí mismo como una celebridad y fue bien conocido
mucho antes de que en verdad hubiese hecho algo notable.
El don angloirlandés de la labia, combinado con una
habilidad actoral lo hizo descollante en Oxford e inevitable en las tertulias
de Londres en el decenio de 1880. Se inventó una voz nueva (Beerbohm habla de
su "voz de mezzo, provista de todas las variantes tonales posibles").
Se entregó a los trajes espléndidos que acompañaban su figura desgarbadamente
robusta con gran desventaja. Y a la muerte de Sir William recibió una pequeña
herencia, gustos caros y ninguna otra ambición definida que no fuese la poesía,
enfermedad común de su tiempo; también, como dice Yeats,"el goce de su
propia espontaneidad".
PROUST Y MALLARMÉ
Gracias a una colección de cuentos de hadas, "El
Príncipe Feliz", Wilde se hizo famoso tanto por escribir como por
exhibirse, y París se estremeció como lo haría algunas otras veces, ante un
inglés. Los franceses quedaron perplejos y al mismo tiempo encantados al ver
que el viento de la cultura soplaba desde la margen equivocada del Canal. Wilde
se dedicó a conquistar la vida literaria parisina con la misma fórmula que
utilizó para Londres y las salas de conferencias de los Estados Unidos.
El asedio de París fue rápido; la victoria, total. El
simbolismo no necesitó sitiar a Wilde, que se rindió al movimiento. Amigo de
Mallarmé, a quien habla visitado en 1891, se apropió de la inacabada
"Herodías" para su pieza "Salomé", escrita en francés y
dedicada a la Bernhardt. No llegaría a la actriz, pero la obra fue admirada.
Durante el hechizo parisino, quedó abrumado por "Al
revés" de Huysmans y el joven Proust le hizo gran impresión, a causa de su
entusiasmo por la literatura inglesa, en especial por Ruskin y George Eliot.
Ante el pope local, Edmond de Goncourt, Wilde no fue menos dominante. En un
texto periodístico, Goncourt habla hallado inexactos todos sus comentarios
sobre Swinburne, al tiempo que lo encarnecía, personalmente ("individuo de
sexo dudoso, con lenguaje de actor melodramático, actor de cuentos
exagerados").
Wilde prefirió ignorar el ataque personal, pero puso las
cosas en su sitio: "En la obras de Swinburne encontramos por primera vez
el grito de la carne atormentada por el deseo y la memoria, por el gozo y el
remordimiento, por la fecundidad y la esterilidad. El público inglés, por lo
común, hipócrita, gazmoño y filisteo, no ha sabido hallar el arte en la obra de
arte". ¡Tiens!, como lo hubiera dicho Henry James apuntando en su cuaderno
de notas. El biógrafo tiene licencia para dar caza al hombre; el crítico, no;
el lector... ¿no se limita a leer lo que esta escrito?
HISTORIA CONOCIDA
Wilde, el comediante es debidamente registrado y celebrado. Ellmann
proporciona algún chiste de camerino para los que gustan de estas cosas.
También, ciertamente, se hallará cantidad de datos sobre la relación amorosa de
Wilde con un aburrido jovencito a quien llamaba Bosie hijo del marqués de
Queensberry. A esta altura de las cosas, ya no es una historia digna de ser
contada, y si hay algo nuevo en esta versión no lo he percibido. El juicio, La
cárcel. El exilio. Lo sabido.
Sospecho que una de las razones para crear ficción está en
presentar el sexo como algo excitante. El encuentro ficticio de Vautrin y Luciano
de Rubempré en la cochera, narrado por Balzac, es uno de los más eróticos que
se hayan escrito jamás. Pero los detalles de los encuentros en la cama de Oscar
y Bosie en carne y hueso no provocan en el lector ni erección mi humedad; antes
bien, nuestros pensamientos se vuelven, sombríos, hacia la lavandería y hacia
el horror brutal de la vida en un mundo sin lavado en seco.
VIRTUD Y PERDÓN
La crítica literaria de Ellmann es mejor que su forma de
narrar un relato ya contado. Es particularmente buena cuando trata de
"Dorian Gray", libro subversivo de verdad respecto de la sociedad
debla que, como su autor, es producto. El biógrafo se interesa en convertir a
Wilde a cierta clase de socialismo a partir de uno de los ensayos del escritor:
"El alma del hombre bajo el socialismo". Pero hay indicios de que
Wilde estaba preocupado por la actitud autoritaria, que a menudo es la
concubina del socialismo.
Por fin, Wilde recaló en una especie de anarquía y definió
al enemigo así: "Existen tres clases de déspotas. Está el déspota que
tiraniza al cuerpo. Está el que tiraniza al alma. Está al que tiraniza al alma
y al cuerpo por igual. El primero se llama Príncipe. El segundo se llama Papa.
El tercero se llama Pueblo". Joyce se sintió impresionado por este pasaje,
y lo tomó en préstamo para su "Ulises". Sin darse cuenta (sospecho),
Ellmann pone en claro que, por desordenada que haya sido su vida, jamás Wilde,
en el sentido wordsworthiano, fue "negligente con el corazón
universal".
Yeats pensaba que Wilde, como Byron había sido un hombre de
acción que fue abordado por la literatura, Wilde desdeñó esta opinión. Pero Yeats
sintió bien en Wilde la energía del actor, antes que la de quien simple y
pensativamente es únicamente el artista. A pesar de lo que todo lo que hubiera
o no hubiera podido hacer y ser, Wilde fue un hombre extremadamente bueno, y su
deseo de subvertir una sociedad de maldad extrema era virtuoso.
El cardenal Newman escribiendo sobre el tiempo común a
ambos, decía: "La época es tan indolente que no te oirá a menos que rujas;
primero debes pisarle los pies y después pedir disculpas". Pero el
comportamiento adecuado para un entremetido eclesiástico no lo fue para Wilde,
cuyo único error fue el pedir disculpas por su bella obra y buena vida.
(Publicado en el diario “Hoy” de Lima, Perú, 1987).
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