Dos escritores de generaciones distantes y
distintas, Edgardo Rivera e Iván Thays, nos ofrecen una versión personal y
literaria de Mario Vargas Llosa.
Texto: EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ
En algún momento, allá en los años 50, conocí
a Mario Vargas Llosa. Fue en la antigua Facultad de Letras de la Universidad de
San Marcos, donde ambos seguimos estudios. Es decir, no como compañeros de
aula, pues él ingresó después que yo, sino en algún curso de lo que por
entonces se llamaba Sección Doctoral. Me acuerdo muy claramente que ambos
fuimos alumnos de Manuel Beltroy, en la asignatura de Literatura Moderna, y de
un seminario de Luis Alberto Sánchez sobre literatura peruana. Quizás
coincidimos en otras clases, pero no estoy seguro al respecto.
Por alguna razón recuerdo en particular una
charla que tuvimos en una de las bancas del hermoso claustro, un mediodía
soleado. Tal vez fue en espera de la llegada de un profesor, o después de una
clase, o incluso pudo tratarse no de una conversación sino de varias. Tengo aún
presente la claridad de su dicción, lo cuidado de su apariencia y lo penetrante
de sus apreciaciones. Probablemente hablamos sobre las materias qué llevábamos,
o sobre los docentes, pero acaso también nos referimos a esos autores que por
entonces estaban tan en boga, como Sartre, Camus o Huxley. Sea como fuere, tuve
la impresión de alguien muy ocupado –nunca se refirió a los trabajos que
desempeñaba, ni a nada personal–, muy interesado en los estudios, gran lector,
pero que no se integraba propiamente a San Marcos. Y yo debí ser para él uno de
los tantos jóvenes provincianos que tarde o temprano abandonarían Letras para
tener que dedicarse a la abogacía.
En una oportunidad, me acuerdo, el profesor
Beltroy fijó fecha para un examen parcial, aviso que nadie, o casi nadie, tomó
en cuenta, porque esa amable persona tenía la curiosa costumbre de dictar sus
preguntas y marcharse luego, encargando a uno de los empleados de la Facultad
que recogiese en el momento adecuado las hojas escritas con las respuestas. Una
metodología que, por cierto, daba lugar a que los estudiantes no se tomasen la
molestia de prepararse. Pero en esa ocasión, por algún motivo, el profesor
decidió que la prueba fuera oral, lo cual se veía facilitado por el hecho de
que éramos muy pocos los matriculados. Y, hasta donde recuerdo, el único que
respondió puntual y correctamente a las preguntas fue Mario, evidencia de que
sí había estudiado, y muy bien. Más aún, cuando me tocó a mí, tuvo la juvenil
gentileza de "soplarme" por lo bajo una o dos respuestas.
En cuanto a ese seminario con Luis Alberto
Sánchez, los alumnos inscritos eran poquísimos, e incluso en varias
oportunidades sólo asistimos el hoy célebre novelista y yo. Pero fueron
reuniones muy ilustrativas, en las que el viejo profesor desplegaba toda su
chispa, y acaso también, se me ocurre, no se privaba de soltar alguna de esas
apreciaciones mordaces a las que era tan inclinado. Mario le formulaba
preguntas, y lo mismo hacía yo, pero con menor frecuencia. Y me parece que más
de una vez, cuando el erudito docente se detenía en ciertas precisiones
–fechas, títulos, detalles–, nosotros intercambiábamos una fugaz mirada, pues
conocida era la frecuencia con que, en ese aspecto, Sánchez incurría en
errores.
Pasó el tiempo, y no supe más de Vargas Llosa
hasta 1958, en que hallándome yo con una beca en París, recibí una llamada
telefónica de André Coyné, recién llegado del Perú, y que me invitaba a tomar
un café y charlar en ese mismo día, citándome, me parece, en las puertas del
Collège de France. Acudí puntual, y me di con la grata sorpresa de que lo
acompañaba Mario.
Supe entonces que había ganado el Primer
Premio del Concurso de Cuento convocado por la Revue Française, que incluía un
viaje a París. Lo felicité, desde luego, y quizás tuve entonces la premonición
de que aquél no era sino el primero de muchos y muy merecidos triunfos
literarios. Me sentí impresionado también, de otra manera, por lo cuidado y
elegante que se veía, con abrigo obscuro y guantes, pues hacía frío. ¿De qué
conversamos los tres? No lo recuerdo.
Nuevamente transcurrió el tiempo. Regresé al
Perú y me inicié en la docencia universitaria. En 1963 obtuve nuevamente una
beca, esta vez para investigaciones que condujeron a la publicación de la obra
gráfica sobre el Perú del gran viajero francés Leónce Angrand. Retorné, pues, a
París, y seguramente me puse en comunicación telefónica con algunos peruanos
cuyas señas había llevado, entre ellas las de Mario. Y cuando, muy pocos días
después, caí con una fuerte gripe, quien acudió generosamente en mi auxilio fue
él, llevándome creo que algo de comida y medicinas, a ese Hotel Wetter que le
era muy conocido. Y no sólo eso, sino que me prestó un ejemplar, acabado de
llegar, de La ciudad y los perros,
que acababa de ganar el premio Biblioteca Breve. Leí la novela de un tirón,
entre accesos de fiebre y dolor de cabeza, y aunque no se situaba en la línea
de mis preferencias personales, no pude dejar de admirar su construcción, el
trazo de sus personajes, la maestría en la conducción del acontecer, y lo que
por ello, y por otras razones, aportaba a la narrativa peruana e
hispanoamericana.
Vi a Mario semanas después, en dos o, tres
ocasiones, una de ellas en una cena en su departamento parisino a la que fui
invitado, en una noche glacial. Se habló mucho del Perú. Pude vislumbrar,
nuevamente, la firme seriedad de su entrega a la creación literaria, fervorosa
y sin concesiones. Y estuve seguro, ahora de modo más definido, de que llegaría
muy lejos no sólo en éxitos editoriales sino en la plasmación de una vasta y
original narrativa.
Posteriormente lo he visto sólo en poquísimos
y fugaces encuentros, pues se había convertido ya en persona muy importante,
pero en todas las cuales se mostró amable y cordial. Seguí, en cambio, y muy de
cerca, su narrativa.
La casa
verde fue un título que me dio mucha materia de
admiración y de análisis. Conversación en
la catedral lo fue menos, aunque no dejé de asombrarme ante sus brillantes
audacias de estructura. Me embarqué en La
guerra del fin del mundo y me dejé llevar por lo que puedo llamar, sin
mengua de su originalidad, la tolstoyana fuerza que irradia. En cambio Historia de Mayta me dejó una impresión
ambivalente, por varias razones.
Elogio
de la madrastra y Los
cuadernos de don Rigoberto me han parecido logradas obras menores. Y ahora
acabo de leer la magistral novela que es, en su género, La fiesta del Chivo. Magistral en su manejo del suspenso, en su
tensión, en la construcción de sus personajes. Lecturas todas memorables, a
pesar de que, en lo personal, me hallo muy lejos de la flaubertiana concepción
de la novela que anima a Vargas Llosa.
Esa impresión de lejanía se ha visto
acentuada, y mi caso debe ser el de muchos, por las posiciones asumidas por
nuestro novelista en lo político.
No estuve en el Perú en las elecciones de
1990, cuyos resultados, de algún modo, no me sorprendieron. No comparto nada de
su liberalismo. Pero no puedo dejar de reconocer la constancia, la vehemencia,
el coraje incluso, con que defiende y predica sus ideas. Y me digo que el Perú
perdió la oportunidad de ver aplicadas las medidas económicas y políticas que
él propugnaba, y que puso en práctica después, faltando a sus promesas, don
Alberto Fujimori, pero, a diferencia de éste, Vargas Llosa lo habría hecho con
coherencia, con altura, con respeto a la institucionalidad y a los derechos
humanos.
Ahora nuestro autor se halla en la cima de su
carrera literaria, y son evidencia de ello la gran novela que es La fiesta del chivo, y los miles de
lectores que esperan sus obras, y el impacto que produce su presencia.
Bien podemos decir, por ello, que asistimos a
una celebración muy diferente a la de Santo Domingo, y en la que triunfan la
creatividad, el sentido humano, la vida. Una fiesta de la novela.
UNA
VISITA MUY PERSONAL
TEXTO: IVÁN THAYS
Los escritores jóvenes son naturalmente
parricidas con los autores consagrados de sus países. Pero yo jamás pude serlo
con los míos, para bien o para mal, pues los tres nombres importantes (Ribeyro,
Bryce y Vargas Llosa) lo que me inspiraron siempre, además de admiración por su
talento, fue un cariño inconmensurable que los parricidas no alcanzan a
comprender, preocupados como están en afilar el hacha. ¿Cómo matar a un padre
al que se quiere tanto? Incapaz de preparar una celada, decidí dedicarme a lo
único que quería hacer toda mi vida: escribir frenéticamente, hasta terminar podrido
de literatura. Y en la toma de esa decisión, qué duda cabe, Mario Vargas Llosa
es el mayor responsable.
Hace un tiempo, escribí un artículo para un
diario dé México donde recordaba mi primer acercamiento con Vargas Llosa,
ocurrido unos años después del primer acercamiento auténtico que es el de leer
sus libros. Era entonces un adolescente y caminaba religiosamente a su antigua
casa, en un Malecón barranquino, para atisbar en su biblioteca de cortinas
abiertas y tratar de verlo revisando alguno de sus libros. Yo aún estaba en el
colegio, pero ya quería ser escritor, o más bien un narrador, una persona que contase
historias tan bien como me las contaba Vargas Llosa. Esa cábala, creo yo, marcó
mucho mi relación con mi propia literatura, entonces aún no más de un par de
garabatos, en un sentido más profundo que el de la influencia de estilo. A
partir de admirar a Vargas Llosa, descubrí que el oficio literario, capaz de
crear mundos inverosímiles, se conseguía sólo a través del esfuerzo y el rigor
absoluto, del esbozo de una arquitectura y el trabajo paciente de un obrero. Y
es que el verdadero talento es insistir.
Con la misma paciencia y constancia con que me
acercaba al Malecón, y con las mismas expectativas de verlo aparecer, me
acercaba también a mis cuentos y arranques de novela con ganas de que asome el
talento que confirme que vale la pena escribir. Y aunque Vargas Liosa nunca
apareció como una sombra detrás de las cortinas para darme el consejo; el
consejo ya estaba dado en su presencia invisible y la rutina del viaje hasta el
Malecón. Insiste, me dijo esa sombra. Y yo, desde entonces, y espero que para
siempre, insisto.
(Publicado
en EL DOMINICAL de El Comercio, Lima, 07 de mayo 2000).
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