domingo, 20 de noviembre de 2011

JOSÉ DE LA RIVA AGÜERO Y OSMA




Por: Luis Alberto Sánchez



Es casi seguro que, de la generación del 905, el más importante por la rotundidad final de sus ideas y la actitud que adoptó en determinado momento de su existencia, es JOSE DE LA RIVA AGÜERO y OSMA (1885-1944). Muy lejos está de ser, como se le ha llamado con evidente hipérbole, "la figura mayor de las letras peruanas" (10). En una literatura donde figuran el Inca Garcilaso, Peralta y Barnuevo, Vigil, Felipe Pardo, Ricardo Palma, Manuel González-Prada, Chocano, Eguren, Vallejo, Mariátegui, por hablar sólo de los muertos, se deben evitar afirmaciones tan categóricas. Riva Agüero tiene la especial importancia de que, dentro de su generación (exceptuando a Gálvez, Tello y Valdizán) tuvo el valor de decir en voz alta lo que sus compañeros de grupo balbuceaban sotto voce, o no dijeron nunca.



Nacido en Lima, en un hogar de vieja alcurnia virreinal, Riva Agüero y Osma estudió, como los García Calderón y los Lavalle en el Colegio de los Sagrados Corazones (Recoleta) y, después, en la Universidad Mayor de San Marcos. En su educación hogareña influyeron varios elementos especiales: la singular y prematura muerte del padre, don José Carlos de la Riva Agüero; la tutoría exclusivista, llena de temores religiosos y de inhibiciones de diverso tipo ejercida por su devota madre; la velada y siempre pendiente acusación de que su bisabuelo, don José Mariano, había recibido una sentencia de muerte dictada por Bolívar, y una violenta carta firmada por San Martín; el orgullo de casta, y, por todas estas y otras razones, la infatigable curiosidad erudita que empujaba a Riva Agüero a hurgar toda clase de libros, en una verdadera angustia de reducir la vida del mundo a una inmensa y esclarecedora pesquisa bibliográfica. Francisco García Calderón había dicho, en famosa ocasión: "El Perú se salvará bajo el polvo de una biblioteca". Este aserto, desmesurado en principio, correspondía, sin embargo, a una necesaria reacción contra la improvisación ambiente. Riva Agüero escuchó el llamado de su compañero mayor en edad y experiencia, y lo cumplió con tenacidad innegable, hasta el punto de arrastrar por semejante camino a lo más granado de su generación, aunque fuera, a veces, por corto trecho: Gálvez, Belaúnde, Barreda, Lavalle, Tola, Valdizán, García Calderón, todos "hicieron erudición" por algún tiempo (11). El joven estudiante asombró, a sus maestros y condiscípulos cuando, en 1905, para graduarse de Bachiller en Letras, presentó a la Facultad respectiva una voluminosa tesis titulada "Carácter de la literatura del Perú Independiente", libro como no se había producido ninguno de tal laya entre nosotros, superior por mil conceptos a los trabajos de Carlos Price, Félix Cipriano Coronel Zegarra, las monografías de Ricardo Palma, José Toribio Polo y Eleazar Boloña sobre la materia, y un notable avance sobre el prólogo de Menéndez y Pelayo al tercer tomo de su "Antología de la poesía hispano-americana" (1894) . Esta intención de completar y seguir al insigne polígrafo español fue visible en Riva Agüero desde entonces. El estilo grandilocuente, la profusión de adjetivos arcaicos, el empaque afirmativo, la devoción por el dato bibliográfico, a menudo un visible alejamiento de la vida para ceder el paso a sólo el documento escrito, todo ello trasunta la presencia de Menéndez y Pelayo, en la obra juvenil y aun en la madura del historiador y ensayista peruano. Se diferenciaban entonces en que, mientras el santanderino se confesaba "católico a machamartillo", Riva Agüero se proclamaba libre pensador, anticlerical y heterodoxo. Una de las conclusiones de aquel primer trabajo suyo de largo aliento, se basa en las teorías sociológicas de Gabriel Tarde acerca de la fuerza creadora de la imitación. Riva Agüero, después de un meritorio análisis crítico de los principales escritores peruanos desde 1810 hasta 1895, declara su confianza en el porvenir de nuestra literatura, "eco de ecos y reflejo de reflejos" como él la llama, olvidando la originalidad balbuceante de Melgar y las circunstancias nacionales típicas que constituyen el cañamazo del pensamiento y el estilo de Palma y González-Prada, de Vigil y Felipe Pardo, de la Matto de Turner y de la Cabello de Carbonera. No obstante su expresa actitud anticlerical, subrayada en el capítulo sobre González-Prada, se advierte el peso de la tradición virreinal y aristocrática en la forma como enfoca y reduce a Melgar (al cual llama "momento curioso" de nuestras letras) y a Segura; y en su prescindencia de Rocca de Vergalo y su apresurada reseña de algunos románticos, entre ellos Salaverry y Márquez, cuyos perfiles esenciales pasan inadvertidos para el exegeta. De todos modos, aquel libro ordenador, no sólo resalta por el hecho meritísimo de ser la obra de un joven de veinte años, sino por su audacia constructiva y teórica, parte esta última en la que falla el crítico, por una notoria desinteligencia de la literatura contemporánea, que llega a los extremos de calificar a Verlaine como "nieto descastado de Lamartine".



Pero, es en su libro La Historia en el Perú (tesis para el doctorado en Letras, Lima, 1910), donde Riva Agüero luce sus mejores cualidades: la investigación profunda, la interpretación personal, el estilo claro (aunque en exceso oratorio), la lógica argumental tan cerrada que inspira a veces desconfianza por cuanto se aleja de la ilógica implícita en toda manifestación de vida auténtica.



Previamente, había publicado parte de su tesis en la "Revista Histórica" y había ventilado sus hipótesis acerca del Inca Garcilaso, a través de una polémica animada y erudita con don José Toribio Polo. "La Historia en el Perú" es el primer ensayo metódico y crítico de la marcha de esta disciplina en el país. Riva Agüero la redujo a unos pocos capítulos esenciales: sobre el Inca Garcilaso, los Cronistas de Convento, Pedro de Peralta, el general Mendiburu, don Mariano Felipe Paz Soldán, y, como subcapítulo, don José Eusebio de Llano Zapata y don Sebastián Lorente. La parte dedicada al Inca es la mejor. Riva Agüero, con un dominio cuasi perfecto de la bibliografía sobre los cronistas, reivindicó la veracidad de los "Comentarios Reales"; la importancia de la civilización incaica y aun de la preincaica; reconstruyó la personalidad del historiador; probó que la geografía de dicha obra, como ya lo había entendido Markham es precisa y veraz, y demostró que la cultura indígena poseía reservas dignas de ser tomadas en cuenta, tanto como la de los conquistadores. En el capítulo sobre los cronistas conventuales, insistió en su escepticismo acerca del llamado ascetismo colonial, y puso en evidencia las desviaciones imaginativas de Calancha, Torres, Córdova y Salinas y demás cronistas monacales. A propósito de Peralta, trazó un cuadro general de las costumbres durante el virreinato y defendió a don Pedro de las imputaciones que se hacían acerca de su independencia de criterio y solidez de informaciones: conviene destacar, para un contraste con ulteriores actitudes de Riva Agüero, sus conceptos acerca de la conducta de la Inquisición para con Peralta, cuando éste dio a la publicidad su "Vida y pasión de N. S. Jesucristo". Los capítulos sobre Mendiburu y Paz Soldán revelan al polemista. Quiso defender a dos personajes: a su bisabuelo del cargo de traidor, y a Piérola, por la misma causa; el uno en 1823; el otro, en 1879-81. Para lo primero pretendió sentar las bases del "peruanismo" de su antepasado, peruanismo que consideraba la intrusión de Bolívar más peligrosa que la permanencia de los españoles en el Perú. Para lo segundo, destacó la pertinacia de Piérola quien, después de que los chilenos ocuparon Lima, pretendió restaurar la alianza con Bolivia para mantener la resistencia nacional, en lo que no le acompañaron los "civilistas" a quienes representaba García Calderón (padre), ni el sector militar, de acuerdo con aquéllos, dirigido por Cáceres.



Puede afirmarse que "La Historia en el Perú" marca rumbos en la historiografía nacional: abre una época.



Naturalmente, entre uno y otro libro, Riva Agüero había publicado numerosos artículos y estudios, uno de ellos sobre su antepasado don José de Baquíjano y Carrillo, conde de Vista Florida, trabajo aparecido en 1907 y retocado para su reproducción, en 1928, encargo que recibí y ejecuté entonces.




Nombrado Catedrático adjunto de Historia Crítica del Perú (1910), cuyo principalato ejercía don CARLOS WIESE (1859-1945), Riva Agüero pronunció, en abril de 1916 en la Universidad de San Marcos el discurso de orden para conmemorar el tercer centenario de la muerte del Inca Garcilaso. Su "Elogio" del Inca historiador es uno de sus mejores trabajos, aunque excesivamente florido y perifrástico, no obstante lo cual, si algo olvida principalmente, es la personalidad humana del cronista, cuyas pasiones no investiga, en cuya psicología de desarraigado no penetra; a pesar de dicho "Elogio" un adolescente colaborador de "La Prensa" de Lima, bajo el pseudónimo de "Juan Chroniqueur" atacó la sintaxis y aun el léxico de Riva Agüero, quien replicó con notable aparato de erudición y menosprecio: el impugnante se llamaba José Carlos Mariátegui.



Para aquel entonces, muerto Piérola en 1913, Riva Agüero resolvió fundar un nuevo partido político, el Nacional Democrático, (del que hemos hablado), bajo su jefatura, apoyado por un grupo universitario de sus coetáneos y tratando de ganar el apoyo de los pierolistas mediante la inscripción de Amadeo de Piérola, hijo del caudillo, en las filas del nuevo partido. Pretendía desarrollar la idea democrática y oponerse al autoritarismo, pero sin perder de vista los intereses conservadores. Riva Agüero había perfilado su vocación política a raíz de un artículo suyo, atacando al gobierno de Leguía en 1911, artículo que le valió ser arrestado, por cuyo motivo los estudiantes universitarios organizaron una asonada, que terminó triunfalmente, pues lograron la inmediata libertad de Riva Agüero y, como reparación al ataque armado de un pelotón de caballería, consiguieron que la Cámara de Diputados, por instancia de José Matías Manzanilla, censurara al Ministro autor del abuso.



El nuevo Partido no monopolizó la actividad de su fundador, quien al año de 1914, había presentado al Congreso de Americanistas de Sevilla una valiosa monografía sobre Diego Mexía de Fernangil, escrita durante su visita a París. Pero, planteada la contienda electoral de 1915, Riva Agüero logró que su Partido apoyara al candidato de la oligarquía"civilista", José Pardo. Poco después pronunciaba el celebrado "Elogio" del Inca Garcilaso.



No hubo acuerdo pleno entre el Presidente Pardo y Riva Agüero. El desacuerdo, desapareció al perfilarse la candidatura de Leguía, que había sido el jefe del gobierno cuando Riva Agüero sufrió su fugacísima prisión de 1911. Leguía regresó, rodeado de un halo de popularidad indiscutible. Los universitarios por mayoría, le nominaron Maestro de la Juventud en 1919, año en el cual el gobierno de Pardo, para contrarrestar la creciente ola de descontento obrero, permitió organizarse una Guardia Blanca o Guardia Urbana, que apoyó a las tropas en los luctuosos días del Paro general de mayo de dicho año. La Prensa de oposición a Pardo emprendió una tendenciosa revisión de la historia peruana, especialmente "El Tiempo" de Lima, en que colaboraban Mariátegui y otros jóvenes escritores, y en ello implicaron al bisabuelo de nuestro historiador, quien se batió a duelo, actitud condenada por la Iglesia, con el director de aquel diario Pedro Ruiz Bravo. En vista de que el gobierno de Pardo pretendía alterar los resultados electorales, largamente favorables a Leguía, éste, anticipándose, dio el golpe de Estado militar del 4 de Julio, y organizó un régimen revolucionario. Riva Agüero protestó en un documento público, en nombre de su partido. No todos sus amigos le secundaron. Desengañado y temeroso de represalias, abandonó el país voluntariamente, despedido por la amarga burla de Luis Fernán Cisneros. Su autoproscripción duraría hasta 1930.



Los lugares de su residencia en Europa fueron Italia, España y Francia. En Italia asistió al auge del fascismo (1922). En España fué testigo de la jacarandosa dictadura de Primo de Ribera (1923-27). Poco antes, en 1921, había publicado un libro, a mi juicio el más jugoso y ameno de cuantos compuso: "El Perú histórico y artístico" (Santander, 1921), de erudición agradable, lleno de sugestiones y amenos datos. Ya se veía la tendencia genealogista que le habría de obsesionar ¿más tarde. No obstante su oposición al gobierno del Perú, aceptó ser designado por aquél como representante oficial en una reunión de historiadores, lo cual le daba derecho a penetrar en el archivo Vaticano. Parecían selladas las paces con el régimen de Leguía, que iba a inaugurar su tercer período con algunas rectificaciones. Riva Agüero se excusó de aceptar el Rectorado de la Universidad, que le ofreciera el gobierno. Después emprendía el regreso. Mientras él viajaba al Perú, estalló la revolución del 22 de agosto de 1930 en Arequipa. Se reintegró a Lima el mismo día que. Leguía dimitía el mando.



Durante varios meses, se mantuvo a la expectativa. Se negó a ser miembro de una Asamblea Constituyente que proyectaba nombrar el gobierno militar de Sánchez Cerro. Pero, aceptó ser Alcalde de Lima de signado también por decreto. La Reforma Universitaria de 1931 respetó su cargo de catedrático y le designó Presidente del Instituto de Historia, cuya secretaría desempeñaban el profesor Jorge Guillermo Leguía y el alumno Jorge Fernández Stoll. Más tarde, al ocurrir un bullicioso incidente que rodeó al hecho de que el catedrático Víctor A. Belaúnde, compañero de estudios, partido y generación de Riva Agüero, no fuera electo para un curso, al cual fue nominado por mayoría de votos el profesor Manuel G. Abastos, Riva Agüero renunció la Presidencia del Instituto y su cátedra, en una nota digna y violenta. La Universidad Católica le abrió los brazos.



Riva Agüero, abjurante de su antiguo laicismo retornó en 1932 al catolicismo y se proclamó totalitario. Escribió un prólogo entusiasta para el bello libro "Quince Plazuelas, una alameda y un callejón" de Pedro Benvenuto M. (1932) ; defendió a los propietarios urbanos de Lima; redactó un alusivo discurso sobre Goethe, con el objeto de probar que el insigne humanista amaba el orden por encima de la justicia (1932); polemizó con Luis Fernán Cisneros, quien le atacara a raíz de su autoproscripción de 1919, e hizo pública abjuración de liberalismo en una fiesta en el colegio de la Recoleta; dirigió la conmemoración del primer centenario del nacimiento de don Ricardo Palma, pero al publicar las colaboraciones respectivas, suprimió el discurso de Jorge Guillermo Leguía, que elogiaba a Palma como liberal; finalmente, en noviembre de 1933, aceptó el Ministerio de Educación y la presidencia del Consejo de Ministros.



A partir de esta fecha, su campaña oratoria le aparta de los estudios en que conquistara reputación unánime. Constantemente combatió a sus adversarios políticos, elogió francamente al régimen fascista en sus discursos en el Colegio Italiano (diciembre, 1933); en la Feria del Libro italiano (abril, 1934); en el homenaje a la fundación de Roma y en el encendido prólogo al libro de Carlos Miró Quesada, "In torno agli scriti e discorsi di Mussolini" (Milano, Fratelli Treves, 1937). Igualmente pronunció varios discursos de alabanza a la Alemania nazi. Durante la guerra civil española se puso ostensiblemente a favor de Franco. Habían cambiado totalmente su posición y su ideario.



A los cincuenta años, opulento de bienes materiales, exento de responsabilidades de familia, dueño de una biblioteca y una fortuna privada enormes, Riva Agüero se lanzaba a una activísima existencia de propagador de las ideas antidemocráticas, confundiendo el fascismo con los principios católicos, en una aparente cruzada contra todo el que no participase de sus puntos de vista. A la hora otoñal, coincidiendo con la acumulación de poder político y financiero en sus manos, se le otorgan los más variados honores, desde el de Presidente de la Academia Peruana de la Lengua, que le correspondía de derecho, hasta el de Decano del Colegio de Abogados, que no le incumbía por no haber ejercido jamás la profesión. Cada circunstancia le daba oportunidad a un discurso, en tanto que su obra, la de historiador, esperaba. Riva Agüero renunció la cartera de Instrucción y la Presidencia del Consejo, en apariencia, por negarse a firmar la ley que refrendaba el divorcio absoluto en el Perú (1934).



Entonces, Riva Agüero publica un enjundioso libro titulado "Civilización peruana: época prehispánica" (Lima, 1937), curso dictado en la Universidad Católica; poco después, los dos tomos de una miscelánica colección titulada "Por la Verdad, la Tradición y la Patria (1937-1938)". En 1944 se imprimieron sus "Estudios sobre literatura francesa", notoriamente inferiores a otros trabajos suyos. Ese mismo año, en la plena campaña por Franco y sus secuaces (elogio de J. M. Pemán, Eduardo Marquina, Eugenio Montes, etc.) fallece en soledad. Tenía cincuenta y nueve años.



La obra de Riva Agüero condensa la actitud de gran parte de su generación y pone remate a lo que podría denominarse el virreinalismo literario. Riva Agüero no comprendió el modernismo, pero se interesó por los problemas de su hora. Su vigoroso nacionalismo de buena cepa, se trocó en agresivo jinjoísmo, a base de supervivencia hispano-virreinales. No poseía un estilo dúctil para sugerir, sino uno sonoro, majestuoso y lapidario, para imponer. Escribía como señor que dicta órdenes intelectuales, irritado de antemano contra todo posible antagonista a quien él no concedía razón para objetarle. Esta inclinación al dogmatismo, data de sus últimos tiempos, a partir de 1932.



Hay dos Riva Agüero: el fecundo, entusiasta analista, imparcial, estudioso, leal con el objeto de sus pesquisas, concentrado, intelectualmente libre, el cual termina con "El Perú histórico" (1921); y el otro, un Riva Agüero alusivo, que utiliza la historia como arma arrojadiza, intolerante, clacista desmesurado, hiperbólico, que se inicia en 1932 y se exacerba hasta 1944.



Si algún escritor estuvo dotado con todos los dones para escribir una gran historia nacional, ese fué Riva Agüero. Le bastaba seguir en la línea de su espléndido "La Historia en el Perú", ya que el "Carácter de la Literatura del Perú Independiente" rezuma adolescencia, verdor. Fué lástima que en él pudieran más las pasiones que la inteligencia. Un evidente complejo determina en parte ese cambio. Su violencia indica retenciones no difíciles de descubrir. Su irascibilidad, muestra una ausencia de paz íntima, cuyo origen y derrotero se vislumbra con algún esfuerzo. Aunque excesivamente barrocos y obesos, sus "Paisajes Peruanos" (12), anunciaban a un descriptor certero, si bien mezclaba demasía de datos históricos a lo que debió de ser fresca impresión de la naturaleza y de la vida. No los concluyó nunca. Le atemoriza la obra acabada, de conjunto, y se desviaba por las empresas de menor aliento. Así como no tuvimos sino escasa novela, a cambio de muchedumbre de tradiciones, cuentos, crónicas y relatos evocativos, así tampoco tuvimos historia a cambio de numerosos cuadros de reconstrucción, comentarios anecdóticos, pregones, episodios y hermosas remembranzas. Esta falla es lamentable en Riva Agüero, a quien todos los elementos externos lo señalaban como el indicado a superarla.



Una de sus más patéticas declaraciones es la contenida en el discurso necrológico a su compañero de generación, José María de la Jara y Ureta, en el cual confiesa el "fracaso" de su grupo por haber creído demasiado en ciertas abstracciones generosas, como la libertad y la democracia. En realidad, el no haber creído firme y constantemente en ellas fue, quizá la causa de que talento tan singular y erudición tan rara no cuajasen en la obra que, desde su juventud, le confió la esperanza juvenil y que, vencida la madurez, se irguió como un reproche contra él mismo a lo largo de sus últimos acezantes y sañudos días de amargo y altanero combate.



Mirada la obra de Riva Agüero desde la distancia en que nos encontramos, y ya puesta en marcha la edición de sus Obras completas, de la que han aparecido cuatro tomos (1965), se corrobora su enjundia, vigor y empaque. Tuvo una cultura universal, ésta ceñida a un firme criterio unilateral. Alguna vez, en 1922, comentando una frase mía en que lo tildé como conservador él me respondió sonrientemente: "conservador, no; soy reaccionario" (13). Esta autocalificación significa mucho por la valentía con que fue expresada. El viraje posterior de Riva Agüero lo justifica. Literariamente su mayor legado es Paisajes Peruanos. Predominan allí el acucioso dato histórico-parroquial y el estilo amplio, prodigo en adjetivos a menudo arcaizantes; el firme propósito de captar la naturaleza del Perú; la elocuente sensibilidad de un cronista del siglo XVII resurrecto en el XX, erudito, solemne y, sin embargo, comunicativo y vivaz.



Tomado de: ''La literatura peruana. Derrotero para una historia cultural del Perú'', tomo IV. Cuarta edición y definitiva. Lima, P. L. Villanueva Editor, 1975.



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NOTAS:



(10) "Documenta", revista de la Sociedad peruana de historia, Año I, número I, Lima, 1948, p. 202.



(11) En el indicado número 1 de la revista histórica "Documenta", (Lima, 1948) se ha reunido la más copiosa y ordenada bibliografía sobre Riva Agüero. No obstante sus jóvenes directores y compiladores han incurrido en el error de dejar de lado algunas publicaciones indispensables, sintomáticamente algunas de ellas críticas, por ejemplo: todas las mías contenidas en Don Manuel, 1930; Ecce Riva Agüero, "La Noche", Lima, 1935; Balance y liquidación del 900, Chile, 1940; Preludio cervantino, Lima, 1947, el lucido trabajo de Luis F. Alarco, inserto en "La Prensa", Lima, 1946, y la crítica de González-Prada, citada en el texto, contra el Partido Nacional Democrático.



(12) Cfr. edición con prólogo de Raúl Porras, Lima, 1958. Reed. Lima, 1971.



(13) Sánchez, L. A., "Cómo conocí a Riva Agüero", en (Nueva Corónica). Año I, Lima, 1963.