domingo, 7 de junio de 2015

CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL

LA CUESTIÓN MORAL DEL PODER

Iniciamos un recorrido crítico por una de las más emblemáticas y logradas novelas de Mario Vargas Llosa: una ficción que es al mismo tiempo una manera de entender el Perú.

Texto: José Miguel Oviedo

¿Es "Conversación en La Catedral" (1969) una novela política? ¿Cabe dentro del bien conocido rubro de "novela de la dictadura", que tiene tantos ejemplos notables en nuestra literatura contemporánea? No son estas cuestiones fáciles de resolver aunque estemos inclinados a responderlas afirmativamente; la razón es que el peculiar enfoque narrativo de Vargas Llosa introduce un elemento heterodoxo en esas categorías. Por un lado, el dictador de la novela (cuyo referente real es Manuel A. Odría) es una entidad vaga y sin rasgos personales que le den el aura sobrehumana o mítica de los grandes dictadores que han inspirado a novelistas como Asturias, Carpentier y García Márquez; en la vasta obra sólo aparece discretamente en una línea: "Por fin se abrió el balcón de Palacio y salió el presidente" (Libro Dos, II). No vemos actuar o hablar al dictador si no a los secuaces que manejan en su nombre el sistema y que extienden su poder por todas partes, desde las altas esferas de su clientela civil hasta el submundo del periodismo de pacotilla, los bares y las prostitutas enredados en la maraña de la corrupción. Podredumbre y fealdad moral es lo que impera en la novela, que quiere subrayar el clima de decadencia general que el régimen de Odría trajo al país y que marcó la juventud del autor con una sensación de pesadumbre y rabioso desapego. 

"Conversación..." se abre con una memorable frase que sienta la atmósfera de la narración: "Desde la puerta de 'La Crónica' Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina. ¿En qué momento se había jodido el Perú?". El carácter traumático de esa desolada observación y esa desgarrada pregunta no se han borrado más de treinta años después: hasta hoy no tenemos respuesta.

Presidente Manuel Odría ingresando en la Catedral de Lima.

Por otro lado, si bien la trama está dominada por los ajetreos, maniobras y conspiraciones de la política de la época (que tampoco han cambiado demasiado en nuestros días), el objetivo de Vargas Llosa no es limitarse a la denuncia de un sistema Su interés es usar esa intriga para hacer una indagación moral sobre conductas, motivos, responsabilidades, abdicaciones, dudas. Lo más singular de la novela es el intenso entrecruzamiento de lo colectivo y lo privado para mostrar que la dictadura es como una infección que alcanza aun al más alejado, indiferente o puro; no hay salida a esa encrucijada que la ficción plantea y que está anunciada en el epígrafe balzaciano de la novela: "Le roman est l'histoire privée des nations" ["La novela es la historia privada de las naciones"]. De allí el escozor existencial que los individuos sufren en el relato, "debilitados por la mala conciencia" (la expresión es de Sartre) que los corroe, las cavilaciones y las vacilaciones con las que actúan o se abstienen.

Precisamente por eso, por la naturaleza inquisitiva de la obra, se aleja de los modelos canónicos de la novela de la dictadura o política, que se distinguen por sostener tesis ideológicas o estructuras dicotómicas (el mal y el bien nítidamente opuestos) y a veces posiciones militantes. La novela se abstiene de demostrar nada: sólo muestra y deja que cada uno saque —si puede— sus conclusiones. La objetividad del narrador es impecable y, en vez de ser un factor que "enfríe" la tumultuosa fuerza del relato, funciona como un estímulo para que siga sin interferencias su propia dinámica y se concentre en el implacable examen de los personajes. Éstos no pueden ser más distintos entre sí, pues provienen de sectores sociales del todo diversos, pero están retratados con imparcialidad y profunda comprensión: sean ministros o sirvientes, miembros de la alta burguesía o bailarinas de cabaret, el autor parece conocer todos los sombríos recovecos de su alma, sus coartadas y sus patéticos afanes por convencernos de su inocencia. Nos deja ver su terca pero impotente lucha contra la marea de la culpa colectiva que los invade y que les otorga un perfil agónico, no importa cuáles sean sus excusas o penitencias.

En su larga producción novelística Vargas Llosa ha escrito varias obras cuyo tema es, en grados diferentes, político. Aunque en "Historia de Mayta" (1984) se aparta de esa postura objetiva al implicarse deliberadamente en su relato e integra la acción con su propia función narrativa, el principio establecido en "Conversación..." se respeta fielmente en "La guerra del fin del mundo" (1981) y en la reciente "La fiesta del Chivo" (2000), que forman, con aquélla, una especie de trilogía sobre la gran cuestión del poder político en otros tantos países latinoamericanos (el Perú , Brasil, República Dominicana) en diferentes momentos de su historia. Esa cuestión ha sido una de las más permanentes y acuciantes para el escritor, especialmente en las últimas décadas, como un fruto de profundas vivencias y convicciones personales. Y no podemos negar que ésa es también la cuestión más candente del mundo contemporáneo en el que el absolutismo, la intolerancia y la corrupción se han arraigado, por desgracia, en la vida pública y la han separado brutalmente de su marco moral, como los peruanos bien podemos atestiguar. Los avatares de la historia han dado una nueva y significativa actualidad al esfuerzo esclarecedor que comenzó años atrás con la novela "Conversación en La Catedral".


SOBRE “LA CATEDRAL”

MVLL en el Bar La Catedral.

* "Conversación en la Catedral" es una de las grandes novelas clásicas de la literatura en lengua española. Los diálogos múltiples, los saltos en el tiempo y en el espacio y la minuciosidad de sus escenarios son elementos de una técnica literaria que aún sorprende a cualquier lector.

* Pero no sólo su técnica sino su visión de la historia son notables. Su redacción toma tres años y medio. La novela recuerda la juventud del escritor que en los años cincuenta fue estudiante de la Universidad de San Marcos y periodista de La Crónica (como su personaje Zavalita). En este último trabajo conoció el mundo nocturno de Lima, con sus bares, cantinas y prostíbulos, que aparecen en la novela.

* Es muy importante recordar el epígrafe que aparece al comienzo de Balzac: "La novela es la historia privada de las naciones". Vargas Llosa recoge la historia del odriísmo desde la experiencia privada de quienes vivieron en ella, empezando por la suya propia. Aunque basada en una época y hecho real, muchos de los personajes y eventos son ficticios.

* Sin embargo, para conocer mejor la atmósfera moral del régimen odriísta, Vargas Llosa se documentó cuidadosamente. Cuando la escribía dijo: "...estoy escribiendo una novela situada en el Perú entre 1948 y 1956 y en un afán de documentación he llegado a la infinita proeza de leerme los discursos del general Odría." Se sabe que no sólo leyó los discursos sino también los textos legales y tuvo entrevistas con los sobrevivientes del odriísmo.

* Vargas Llosa iba a un barcito en Miraflores, llamado "El Patio", donde recuerda haber visto a un grupo de cachascanistas y luchadores ("... me fascinaba escuchar a esos animales musculosos que caminaban en dos patas y usaban corbata"). Allí nace el personaje de Ambrosio como un guardaespaldas del gobierno retirado. Esta idea se conjuga con un hecho en su vida personal: casado con su primera esposa Julia Urquidi, Vargas Llosa tiene que ir a buscar a la mascota de ambos a la perrera ("Desde esa vez imaginé una historia que tendría como protagonista a un luchador, que luego de un pasado glorioso de guardaespaldas profesional, acaba sus días arruinado y escéptico, matando perros con un garrote por unos pocos centavos").

* El tema principal de la novela quizá es el de la frustración: Zavalita no puede ser escritor, Fermín no puede adquirir el dinero que buscaba, Ambrosio termina trabajando en la perrera. La realidad y la historia también se frustran.

* Se dice que Esparza Zañartu en quien esta basado el personaje de Cayo Bermúdez dijo al leer la novela: "Si Vargas Llosa hubiera venido a verme, le hubiera contado muchas historias". El profesor Juan Luis Orrego de la Universidad Católica nos lo recuerda: "Bajo el amparo de una ley de seguridad que dejaba suspendidas las garantías individuales reprimió brutalmente todo lo que pudiera implicar algún tipo de subversión, especialmente si venía de apristas o comunistas. A diferencia de experiencias recientes, Zañartu fue un personaje público. Primero ocupó el cargo de director de gobierno y luego fue ministro de Gobierno (hoy del Interior). Sobre su persona y accionar se tejieron una serie de misterios hasta transformarse en un individuo tenebroso. Circulaban, por ejemplo, toda clase de rumores en relación a los métodos que empleaba para "hacer hablar" a los sediciosos y del perfeccionamiento de las torturas empleadas por sus secuaces. (...) En diciembre de 1955 un levantamiento popular en Arequipa logró la destitución del odiado personaje. Le quedaba poco tiempo al Ochenio. A Esparza Zañartu no se le hizo juicio alguno, y sus últimos años los pasó en Chosica dedicado a obras de caridad y a cultivar su pequeño huerto. Paradojas de la corrupción."

(Publicado  en EL DOMINICAL de El Comercio, Lima, 01 de octubre 2000).


VARGAS LLOSA: LA FIESTA DE LA NOVELA



Dos escritores de generaciones distantes y distintas, Edgardo Rivera e Iván Thays, nos ofrecen una versión personal y literaria de Mario Vargas Llosa.


Texto: EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ

En algún momento, allá en los años 50, conocí a Mario Vargas Llosa. Fue en la antigua Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, donde ambos seguimos estudios. Es decir, no como compañeros de aula, pues él ingresó después que yo, sino en algún curso de lo que por entonces se llamaba Sección Doctoral. Me acuerdo muy claramente que ambos fuimos alumnos de Manuel Beltroy, en la asignatura de Literatura Moderna, y de un seminario de Luis Alberto Sánchez sobre literatura peruana. Quizás coincidimos en otras clases, pero no estoy seguro al respecto.

Por alguna razón recuerdo en particular una charla que tuvimos en una de las bancas del hermoso claustro, un mediodía soleado. Tal vez fue en espera de la llegada de un profesor, o después de una clase, o incluso pudo tratarse no de una conversación sino de varias. Tengo aún presente la claridad de su dicción, lo cuidado de su apariencia y lo penetrante de sus apreciaciones. Probablemente hablamos sobre las materias qué llevábamos, o sobre los docentes, pero acaso también nos referimos a esos autores que por entonces estaban tan en boga, como Sartre, Camus o Huxley. Sea como fuere, tuve la impresión de alguien muy ocupado –nunca se refirió a los trabajos que desempeñaba, ni a nada personal–, muy interesado en los estudios, gran lector, pero que no se integraba propiamente a San Marcos. Y yo debí ser para él uno de los tantos jóvenes provincianos que tarde o temprano abandonarían Letras para tener que dedicarse a la abogacía.

En una oportunidad, me acuerdo, el profesor Beltroy fijó fecha para un examen parcial, aviso que nadie, o casi nadie, tomó en cuenta, porque esa amable persona tenía la curiosa costumbre de dictar sus preguntas y marcharse luego, encargando a uno de los empleados de la Facultad que recogiese en el momento adecuado las hojas escritas con las respuestas. Una metodología que, por cierto, daba lugar a que los estudiantes no se tomasen la molestia de prepararse. Pero en esa ocasión, por algún motivo, el profesor decidió que la prueba fuera oral, lo cual se veía facilitado por el hecho de que éramos muy pocos los matriculados. Y, hasta donde recuerdo, el único que respondió puntual y correctamente a las preguntas fue Mario, evidencia de que sí había estudiado, y muy bien. Más aún, cuando me tocó a mí, tuvo la juvenil gentileza de "soplarme" por lo bajo una o dos respuestas.

En cuanto a ese seminario con Luis Alberto Sánchez, los alumnos inscritos eran poquísimos, e incluso en varias oportunidades sólo asistimos el hoy célebre novelista y yo. Pero fueron reuniones muy ilustrativas, en las que el viejo profesor desplegaba toda su chispa, y acaso también, se me ocurre, no se privaba de soltar alguna de esas apreciaciones mordaces a las que era tan inclinado. Mario le formulaba preguntas, y lo mismo hacía yo, pero con menor frecuencia. Y me parece que más de una vez, cuando el erudito docente se detenía en ciertas precisiones –fechas, títulos, detalles–, nosotros intercambiábamos una fugaz mirada, pues conocida era la frecuencia con que, en ese aspecto, Sánchez incurría en errores.

Pasó el tiempo, y no supe más de Vargas Llosa hasta 1958, en que hallándome yo con una beca en París, recibí una llamada telefónica de André Coyné, recién llegado del Perú, y que me invitaba a tomar un café y charlar en ese mismo día, citándome, me parece, en las puertas del Collège de France. Acudí puntual, y me di con la grata sorpresa de que lo acompañaba Mario.

Supe entonces que había ganado el Primer Premio del Concurso de Cuento convocado por la Revue Française, que incluía un viaje a París. Lo felicité, desde luego, y quizás tuve entonces la premonición de que aquél no era sino el primero de muchos y muy merecidos triunfos literarios. Me sentí impresionado también, de otra manera, por lo cuidado y elegante que se veía, con abrigo obscuro y guantes, pues hacía frío. ¿De qué conversamos los tres? No lo recuerdo.

Nuevamente transcurrió el tiempo. Regresé al Perú y me inicié en la docencia universitaria. En 1963 obtuve nuevamente una beca, esta vez para investigaciones que condujeron a la publicación de la obra gráfica sobre el Perú del gran viajero francés Leónce Angrand. Retorné, pues, a París, y seguramente me puse en comunicación telefónica con algunos peruanos cuyas señas había llevado, entre ellas las de Mario. Y cuando, muy pocos días después, caí con una fuerte gripe, quien acudió generosamente en mi auxilio fue él, llevándome creo que algo de comida y medicinas, a ese Hotel Wetter que le era muy conocido. Y no sólo eso, sino que me prestó un ejemplar, acabado de llegar, de La ciudad y los perros, que acababa de ganar el premio Biblioteca Breve. Leí la novela de un tirón, entre accesos de fiebre y dolor de cabeza, y aunque no se situaba en la línea de mis preferencias personales, no pude dejar de admirar su construcción, el trazo de sus personajes, la maestría en la conducción del acontecer, y lo que por ello, y por otras razones, aportaba a la narrativa peruana e hispanoamericana.

Vi a Mario semanas después, en dos o, tres ocasiones, una de ellas en una cena en su departamento parisino a la que fui invitado, en una noche glacial. Se habló mucho del Perú. Pude vislumbrar, nuevamente, la firme seriedad de su entrega a la creación literaria, fervorosa y sin concesiones. Y estuve seguro, ahora de modo más definido, de que llegaría muy lejos no sólo en éxitos editoriales sino en la plasmación de una vasta y original narrativa.

Posteriormente lo he visto sólo en poquísimos y fugaces encuentros, pues se había convertido ya en persona muy importante, pero en todas las cuales se mostró amable y cordial. Seguí, en cambio, y muy de cerca, su narrativa.

La casa verde fue un título que me dio mucha materia de admiración y de análisis. Conversación en la catedral lo fue menos, aunque no dejé de asombrarme ante sus brillantes audacias de estructura. Me embarqué en La guerra del fin del mundo y me dejé llevar por lo que puedo llamar, sin mengua de su originalidad, la tolstoyana fuerza que irradia. En cambio Historia de Mayta me dejó una impresión ambivalente, por varias razones.

Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto me han parecido logradas obras menores. Y ahora acabo de leer la magistral novela que es, en su género, La fiesta del Chivo. Magistral en su manejo del suspenso, en su tensión, en la construcción de sus personajes. Lecturas todas memorables, a pesar de que, en lo personal, me hallo muy lejos de la flaubertiana concepción de la novela que anima a Vargas Llosa.

Esa impresión de lejanía se ha visto acentuada, y mi caso debe ser el de muchos, por las posiciones asumidas por nuestro novelista en lo político.

No estuve en el Perú en las elecciones de 1990, cuyos resultados, de algún modo, no me sorprendieron. No comparto nada de su liberalismo. Pero no puedo dejar de reconocer la constancia, la vehemencia, el coraje incluso, con que defiende y predica sus ideas. Y me digo que el Perú perdió la oportunidad de ver aplicadas las medidas económicas y políticas que él propugnaba, y que puso en práctica después, faltando a sus promesas, don Alberto Fujimori, pero, a diferencia de éste, Vargas Llosa lo habría hecho con coherencia, con altura, con respeto a la institucionalidad y a los derechos humanos.

Ahora nuestro autor se halla en la cima de su carrera literaria, y son evidencia de ello la gran novela que es La fiesta del chivo, y los miles de lectores que esperan sus obras, y el impacto que produce su presencia.

Bien podemos decir, por ello, que asistimos a una celebración muy diferente a la de Santo Domingo, y en la que triunfan la creatividad, el sentido humano, la vida. Una fiesta de la novela.


UNA VISITA MUY PERSONAL


TEXTO: IVÁN THAYS

Los escritores jóvenes son naturalmente parricidas con los autores consagrados de sus países. Pero yo jamás pude serlo con los míos, para bien o para mal, pues los tres nombres importantes (Ribeyro, Bryce y Vargas Llosa) lo que me inspiraron siempre, además de admiración por su talento, fue un cariño inconmensurable que los parricidas no alcanzan a comprender, preocupados como están en afilar el hacha. ¿Cómo matar a un padre al que se quiere tanto? Incapaz de preparar una celada, decidí dedicarme a lo único que quería hacer toda mi vida: escribir frenéticamente, hasta terminar podrido de literatura. Y en la toma de esa decisión, qué duda cabe, Mario Vargas Llosa es el mayor responsable.

Hace un tiempo, escribí un artículo para un diario dé México donde recordaba mi primer acercamiento con Vargas Llosa, ocurrido unos años después del primer acercamiento auténtico que es el de leer sus libros. Era entonces un adolescente y caminaba religiosamente a su antigua casa, en un Malecón barranquino, para atisbar en su biblioteca de cortinas abiertas y tratar de verlo revisando alguno de sus libros. Yo aún estaba en el colegio, pero ya quería ser escritor, o más bien un narrador, una persona que contase historias tan bien como me las contaba Vargas Llosa. Esa cábala, creo yo, marcó mucho mi relación con mi propia literatura, entonces aún no más de un par de garabatos, en un sentido más profundo que el de la influencia de estilo. A partir de admirar a Vargas Llosa, descubrí que el oficio literario, capaz de crear mundos inverosímiles, se conseguía sólo a través del esfuerzo y el rigor absoluto, del esbozo de una arquitectura y el trabajo paciente de un obrero. Y es que el verdadero talento es insistir.

Con la misma paciencia y constancia con que me acercaba al Malecón, y con las mismas expectativas de verlo aparecer, me acercaba también a mis cuentos y arranques de novela con ganas de que asome el talento que confirme que vale la pena escribir. Y aunque Vargas Liosa nunca apareció como una sombra detrás de las cortinas para darme el consejo; el consejo ya estaba dado en su presencia invisible y la rutina del viaje hasta el Malecón. Insiste, me dijo esa sombra. Y yo, desde entonces, y espero que para siempre, insisto.


(Publicado  en EL DOMINICAL de El Comercio, Lima, 07 de mayo 2000).