domingo, 4 de octubre de 2015

COLÓNIDA Y EL MODERNISMO

Abraham Valdelomar, captado por el lente de Martín Chambi. Sicuani, mayo de 1919.

 Por: Ricardo González Vigil

En forma unánime la revista COLÓNIDA dirigida por Abraham Valdelomar en 1916, has sido destacada entre las más significativas de nuestro proceso literario. A pesar de ello, y de poseer la escasa envergadura que acostumbran (cuatro números que suman en total menos de 200 páginas) las revistas literarias de nuestro medio, ha tenido que pasar más de medio siglo para que sea reeditada en su integridad, enriquecida con una carta extensa de Alfredo González Prada y un prólogo de Luis Alberto Sánchez (Lima, Ed. Copé, 1981, 239 pp.).

La resonancia alcanzada por “Colónida” condujo a que se utilizara pronto el título de dicha revista para designar a un movimiento literario. Por ejemplo, José Carlos Mariátegui afirma que Colónida “no fue un grupo, no fue un cenáculo, no fue una escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de ánimo. Varios escritores hicieron “colonidismo” sin pertenecer a la capilla de Valdelomar”.

Aportando una serie de datos, Alfredo González Prada en una carta destinada a Sánchez en 1940, sostiene que si hubo un grupo Colónida, conformado por los ocho autores reunidos en la antología “LAS VOCES MÚLTIPLES”, también publicada en 1916: Valdelomar, A. González Prada, Federico More, Pablo Abril, Félix del Valle, Alberto Ulloa Sotomayor, Antonio Garland y Hernán Bellido. Lista que citamos en orden de la calidad literaria y a la participación efectiva en los números de la revista. Valdelomar, González Prada y More sobresalen claramente, identificándose plenamente los dos últimos con el espíritu del grupo.

Se impone una aclaración. En un pasaje de su carta, González Prada reconoce que “implícitamente” Valdelomar era el “jefe” del grupo (p.213). En otra dictamina: “Si bien el grupo colónida comenzó a formarse a mediados de 1915 (al tiempo de adquirir Durand “La Prensa”) el colonidismo tomó “conciencia de grupo” durante la polémica con Juan José Reinoso (en diciembre de 1915), cobró afirmación plena con la aparición de Colónida en Enero de 1916 y culminó con la publicación de “Las Voces Múltiples” en julio del mismo año” (pág. 207). Sin embargo, admite por otro lado que: “Cuando Valdelomar fundó “Colónida”, no lo hizo con intención de que significara vocero exclusivo de nuestro grupo… Nosotros pensamos fundar una revista más representativa y más combativa que “Colónida”, pero en el proyecto quedó”. (pág. 213).

En consecuencia, en la selección “Las Voces Múltiples” la que corresponde plenamente al “grupo” señalado por González Prada. Mientras que la revista “Colónida” de alguna manera la supera y deseaba superarlo, abierta a los exponentes de otras generaciones (Eguren, Chocano, Enrique A. Carrillo, Bustamente y Ballivián, etc.) y a voces jóvenes que González Prada prefiere considerar “colonidistas” y no “colónidas” en sentido estricto (Mariátegui, Percy Gibson, etc.) La revista se sitúa más en la línea de un movimiento que de un grupo. Lo cual en gran medida se explica por la personalidad de Valdelomar, muchísima más compleja que la de cualquier “colónida”; Valdelomar no solo estimulaba el esteticismo y el europeísmo de los “colónidas”, sino que, a la vez, se complacía en sus cuentos y poemas más famosos en prodigar sencillez, peruanidad y vibración social.

Con acierto, González Prada retrata al colonidismo como “el estado espiritual de una generación; el eco, en la mocedad de 1916, de ciertas actitudes intelectuales y artísticas de Europa. De una Europa que ya no existía; pero que, como luz de estrella, nos llegaba rezagada en el tiempo” (p. 214).

El colonidismo se aferraba a las propuestas europeas de fines del siglo XIX: simbolismo, parnasianismo, impresionismo, decadentismo… Ya la vanguardia literaria había zarpado en Europa desde 1908-1909: futurismo, cubismo, unanimismo, imagismo, dadaísmo… El mismo año de 1918, el chileno Vicente Huidobro estaba ya inaugurando el vanguardismo  hispanoamericano, aunque en forma  marginal todavía. El movimiento colónida, en cambio, permaneció dentro de la órbita del modernismo.

La polémica que había tenido el grupo de “futuros colónidas” el año de 1916, contra Reinoso, giraba precisamente en torno de la defensa apasionada que hacían del Modernismo. Dentro de los cuatro números de “Colónida”, además, resulta fácil detectar la admiración por los poetas franceses elogiados por los modernistas, así como por autores modernistas consagrados, como Darío, Rodó o Chocano. Reivindican a Della Roca de Vergalo como un “extraño y grande espíritu que soñara la poética nueva” (núm. I, p. 8) la cual no es otra que la francesa de fines de siglo. Conceptos similares brotan cuando proponen como maestros a Manuel González Prada y José María Eguren.

Conforme a la generalizada periodificación del modernismo en tres etapas (premodernismo, apogeo y postmodernismo), “Colónida” surgió durante el postmodernismo, fechable entre 1905 y 1916 aproximadamente (en el Perú habría que atrasar las fechas: 1911 y 1922, en atención a “Simbólicas” de Eguren y “Trilce” de Vallejo, respectivamente). Los innegables rasgos postmodernistas de los cuentos “criollos” (verbigracia, “El Caballero Carmelo”) y los poemas familiares de Valdelomar, favorecen la inclusión de “Colónida” dentro del postmodernismo.

Sin embargo, “Colónida” difiere mucho del postmodernismo de un Darío, un Lugones o una Gabriela Mistral. Sánchez, a quien debemos los mejores estudios sobre el modernismo peruano (a pesar de su deficiente apreciación de Eguren) ha hecho notar que nuestro modernismo fue tardío y débil. Manuel González Prada no publicó a tiempo sus libros, ocultando al gran premodernista que había en él. Eguren demoró también en difundir su modernismo o postmodernismo hondo y original. La figura laureada, imitada, aplaudida, era Chocano, cuyo estilo fue madurando, no dentro del modernismo, sino en discrepancia abierta con rasgos capitales de dicho movimiento.

Valdelomar y los jóvenes de 1916 (habría que añadir al Grupo Norte de Trujillo, los cenáculos de Arequipa, etc.) encontraron un modernismo poco y mal asimilado. Respetaron a Chocano, pero ponderaron la novedad de Manuel González Prada y Eguren. Si el título “Colónida” (y el dibujo de las carabelas en la carátula) nos alerta de que estábamos ante “una secuela de la obra de Colón, un pie en un nuevo mundo: el de la nueva literatura” (prólogo de Sánchez, p.7) entendemos que la “nueva literatura” seguía siendo la que los premodernistas hispanoamericanos ensayaron desde 1875, aproximadamente.

Portada del primer número de Colónida, con al imagen de José Santos Chocano

De ahí que, con perspicacia, Sánchez asevere que “Colónida es una franca apertura hacia la literatura francesa, en una especie de reconstrucción del premodernismo” (p.9). Claro que la trayectoria cumplida por el modernismo y sus modelos europeos, permitía una mayor conciencia y decisión en “Colónida” que en premodernistas como Manuel González Prada, José Asunción Silva o José Martí. Su espíritu combativo e insurrecto, su actitud externa los aproxima a los grupos vanguardistas. Su sensibilidad tenía un atraso de dos, tres o cuatro décadas; un ejemplo mayúsculo es la impresión que demuestran hacia el cine, el lenguaje más representativo de la presente centuria.

En toodo caso, nuestro medio languidecía anémico, retórico, ligado fuertemente al costumbrismo y romanticismo. Como observa Mariátegui, Colónida supuso “una insurrección”, una necesaria “fuerza negativa, disolvente, beligerante”. Autores como Vallejo y Alberto Hidalgo, próximos al colonidismo al comienzo de su obra, podrán un lustro después instalar la “nueva literatura” tan buscada.

(Del suplemento dominical de El Comercio, 14 de febrero de 1982).


domingo, 7 de junio de 2015

CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL

LA CUESTIÓN MORAL DEL PODER

Iniciamos un recorrido crítico por una de las más emblemáticas y logradas novelas de Mario Vargas Llosa: una ficción que es al mismo tiempo una manera de entender el Perú.

Texto: José Miguel Oviedo

¿Es "Conversación en La Catedral" (1969) una novela política? ¿Cabe dentro del bien conocido rubro de "novela de la dictadura", que tiene tantos ejemplos notables en nuestra literatura contemporánea? No son estas cuestiones fáciles de resolver aunque estemos inclinados a responderlas afirmativamente; la razón es que el peculiar enfoque narrativo de Vargas Llosa introduce un elemento heterodoxo en esas categorías. Por un lado, el dictador de la novela (cuyo referente real es Manuel A. Odría) es una entidad vaga y sin rasgos personales que le den el aura sobrehumana o mítica de los grandes dictadores que han inspirado a novelistas como Asturias, Carpentier y García Márquez; en la vasta obra sólo aparece discretamente en una línea: "Por fin se abrió el balcón de Palacio y salió el presidente" (Libro Dos, II). No vemos actuar o hablar al dictador si no a los secuaces que manejan en su nombre el sistema y que extienden su poder por todas partes, desde las altas esferas de su clientela civil hasta el submundo del periodismo de pacotilla, los bares y las prostitutas enredados en la maraña de la corrupción. Podredumbre y fealdad moral es lo que impera en la novela, que quiere subrayar el clima de decadencia general que el régimen de Odría trajo al país y que marcó la juventud del autor con una sensación de pesadumbre y rabioso desapego. 

"Conversación..." se abre con una memorable frase que sienta la atmósfera de la narración: "Desde la puerta de 'La Crónica' Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina. ¿En qué momento se había jodido el Perú?". El carácter traumático de esa desolada observación y esa desgarrada pregunta no se han borrado más de treinta años después: hasta hoy no tenemos respuesta.

Presidente Manuel Odría ingresando en la Catedral de Lima.

Por otro lado, si bien la trama está dominada por los ajetreos, maniobras y conspiraciones de la política de la época (que tampoco han cambiado demasiado en nuestros días), el objetivo de Vargas Llosa no es limitarse a la denuncia de un sistema Su interés es usar esa intriga para hacer una indagación moral sobre conductas, motivos, responsabilidades, abdicaciones, dudas. Lo más singular de la novela es el intenso entrecruzamiento de lo colectivo y lo privado para mostrar que la dictadura es como una infección que alcanza aun al más alejado, indiferente o puro; no hay salida a esa encrucijada que la ficción plantea y que está anunciada en el epígrafe balzaciano de la novela: "Le roman est l'histoire privée des nations" ["La novela es la historia privada de las naciones"]. De allí el escozor existencial que los individuos sufren en el relato, "debilitados por la mala conciencia" (la expresión es de Sartre) que los corroe, las cavilaciones y las vacilaciones con las que actúan o se abstienen.

Precisamente por eso, por la naturaleza inquisitiva de la obra, se aleja de los modelos canónicos de la novela de la dictadura o política, que se distinguen por sostener tesis ideológicas o estructuras dicotómicas (el mal y el bien nítidamente opuestos) y a veces posiciones militantes. La novela se abstiene de demostrar nada: sólo muestra y deja que cada uno saque —si puede— sus conclusiones. La objetividad del narrador es impecable y, en vez de ser un factor que "enfríe" la tumultuosa fuerza del relato, funciona como un estímulo para que siga sin interferencias su propia dinámica y se concentre en el implacable examen de los personajes. Éstos no pueden ser más distintos entre sí, pues provienen de sectores sociales del todo diversos, pero están retratados con imparcialidad y profunda comprensión: sean ministros o sirvientes, miembros de la alta burguesía o bailarinas de cabaret, el autor parece conocer todos los sombríos recovecos de su alma, sus coartadas y sus patéticos afanes por convencernos de su inocencia. Nos deja ver su terca pero impotente lucha contra la marea de la culpa colectiva que los invade y que les otorga un perfil agónico, no importa cuáles sean sus excusas o penitencias.

En su larga producción novelística Vargas Llosa ha escrito varias obras cuyo tema es, en grados diferentes, político. Aunque en "Historia de Mayta" (1984) se aparta de esa postura objetiva al implicarse deliberadamente en su relato e integra la acción con su propia función narrativa, el principio establecido en "Conversación..." se respeta fielmente en "La guerra del fin del mundo" (1981) y en la reciente "La fiesta del Chivo" (2000), que forman, con aquélla, una especie de trilogía sobre la gran cuestión del poder político en otros tantos países latinoamericanos (el Perú , Brasil, República Dominicana) en diferentes momentos de su historia. Esa cuestión ha sido una de las más permanentes y acuciantes para el escritor, especialmente en las últimas décadas, como un fruto de profundas vivencias y convicciones personales. Y no podemos negar que ésa es también la cuestión más candente del mundo contemporáneo en el que el absolutismo, la intolerancia y la corrupción se han arraigado, por desgracia, en la vida pública y la han separado brutalmente de su marco moral, como los peruanos bien podemos atestiguar. Los avatares de la historia han dado una nueva y significativa actualidad al esfuerzo esclarecedor que comenzó años atrás con la novela "Conversación en La Catedral".


SOBRE “LA CATEDRAL”

MVLL en el Bar La Catedral.

* "Conversación en la Catedral" es una de las grandes novelas clásicas de la literatura en lengua española. Los diálogos múltiples, los saltos en el tiempo y en el espacio y la minuciosidad de sus escenarios son elementos de una técnica literaria que aún sorprende a cualquier lector.

* Pero no sólo su técnica sino su visión de la historia son notables. Su redacción toma tres años y medio. La novela recuerda la juventud del escritor que en los años cincuenta fue estudiante de la Universidad de San Marcos y periodista de La Crónica (como su personaje Zavalita). En este último trabajo conoció el mundo nocturno de Lima, con sus bares, cantinas y prostíbulos, que aparecen en la novela.

* Es muy importante recordar el epígrafe que aparece al comienzo de Balzac: "La novela es la historia privada de las naciones". Vargas Llosa recoge la historia del odriísmo desde la experiencia privada de quienes vivieron en ella, empezando por la suya propia. Aunque basada en una época y hecho real, muchos de los personajes y eventos son ficticios.

* Sin embargo, para conocer mejor la atmósfera moral del régimen odriísta, Vargas Llosa se documentó cuidadosamente. Cuando la escribía dijo: "...estoy escribiendo una novela situada en el Perú entre 1948 y 1956 y en un afán de documentación he llegado a la infinita proeza de leerme los discursos del general Odría." Se sabe que no sólo leyó los discursos sino también los textos legales y tuvo entrevistas con los sobrevivientes del odriísmo.

* Vargas Llosa iba a un barcito en Miraflores, llamado "El Patio", donde recuerda haber visto a un grupo de cachascanistas y luchadores ("... me fascinaba escuchar a esos animales musculosos que caminaban en dos patas y usaban corbata"). Allí nace el personaje de Ambrosio como un guardaespaldas del gobierno retirado. Esta idea se conjuga con un hecho en su vida personal: casado con su primera esposa Julia Urquidi, Vargas Llosa tiene que ir a buscar a la mascota de ambos a la perrera ("Desde esa vez imaginé una historia que tendría como protagonista a un luchador, que luego de un pasado glorioso de guardaespaldas profesional, acaba sus días arruinado y escéptico, matando perros con un garrote por unos pocos centavos").

* El tema principal de la novela quizá es el de la frustración: Zavalita no puede ser escritor, Fermín no puede adquirir el dinero que buscaba, Ambrosio termina trabajando en la perrera. La realidad y la historia también se frustran.

* Se dice que Esparza Zañartu en quien esta basado el personaje de Cayo Bermúdez dijo al leer la novela: "Si Vargas Llosa hubiera venido a verme, le hubiera contado muchas historias". El profesor Juan Luis Orrego de la Universidad Católica nos lo recuerda: "Bajo el amparo de una ley de seguridad que dejaba suspendidas las garantías individuales reprimió brutalmente todo lo que pudiera implicar algún tipo de subversión, especialmente si venía de apristas o comunistas. A diferencia de experiencias recientes, Zañartu fue un personaje público. Primero ocupó el cargo de director de gobierno y luego fue ministro de Gobierno (hoy del Interior). Sobre su persona y accionar se tejieron una serie de misterios hasta transformarse en un individuo tenebroso. Circulaban, por ejemplo, toda clase de rumores en relación a los métodos que empleaba para "hacer hablar" a los sediciosos y del perfeccionamiento de las torturas empleadas por sus secuaces. (...) En diciembre de 1955 un levantamiento popular en Arequipa logró la destitución del odiado personaje. Le quedaba poco tiempo al Ochenio. A Esparza Zañartu no se le hizo juicio alguno, y sus últimos años los pasó en Chosica dedicado a obras de caridad y a cultivar su pequeño huerto. Paradojas de la corrupción."

(Publicado  en EL DOMINICAL de El Comercio, Lima, 01 de octubre 2000).


VARGAS LLOSA: LA FIESTA DE LA NOVELA



Dos escritores de generaciones distantes y distintas, Edgardo Rivera e Iván Thays, nos ofrecen una versión personal y literaria de Mario Vargas Llosa.


Texto: EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ

En algún momento, allá en los años 50, conocí a Mario Vargas Llosa. Fue en la antigua Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, donde ambos seguimos estudios. Es decir, no como compañeros de aula, pues él ingresó después que yo, sino en algún curso de lo que por entonces se llamaba Sección Doctoral. Me acuerdo muy claramente que ambos fuimos alumnos de Manuel Beltroy, en la asignatura de Literatura Moderna, y de un seminario de Luis Alberto Sánchez sobre literatura peruana. Quizás coincidimos en otras clases, pero no estoy seguro al respecto.

Por alguna razón recuerdo en particular una charla que tuvimos en una de las bancas del hermoso claustro, un mediodía soleado. Tal vez fue en espera de la llegada de un profesor, o después de una clase, o incluso pudo tratarse no de una conversación sino de varias. Tengo aún presente la claridad de su dicción, lo cuidado de su apariencia y lo penetrante de sus apreciaciones. Probablemente hablamos sobre las materias qué llevábamos, o sobre los docentes, pero acaso también nos referimos a esos autores que por entonces estaban tan en boga, como Sartre, Camus o Huxley. Sea como fuere, tuve la impresión de alguien muy ocupado –nunca se refirió a los trabajos que desempeñaba, ni a nada personal–, muy interesado en los estudios, gran lector, pero que no se integraba propiamente a San Marcos. Y yo debí ser para él uno de los tantos jóvenes provincianos que tarde o temprano abandonarían Letras para tener que dedicarse a la abogacía.

En una oportunidad, me acuerdo, el profesor Beltroy fijó fecha para un examen parcial, aviso que nadie, o casi nadie, tomó en cuenta, porque esa amable persona tenía la curiosa costumbre de dictar sus preguntas y marcharse luego, encargando a uno de los empleados de la Facultad que recogiese en el momento adecuado las hojas escritas con las respuestas. Una metodología que, por cierto, daba lugar a que los estudiantes no se tomasen la molestia de prepararse. Pero en esa ocasión, por algún motivo, el profesor decidió que la prueba fuera oral, lo cual se veía facilitado por el hecho de que éramos muy pocos los matriculados. Y, hasta donde recuerdo, el único que respondió puntual y correctamente a las preguntas fue Mario, evidencia de que sí había estudiado, y muy bien. Más aún, cuando me tocó a mí, tuvo la juvenil gentileza de "soplarme" por lo bajo una o dos respuestas.

En cuanto a ese seminario con Luis Alberto Sánchez, los alumnos inscritos eran poquísimos, e incluso en varias oportunidades sólo asistimos el hoy célebre novelista y yo. Pero fueron reuniones muy ilustrativas, en las que el viejo profesor desplegaba toda su chispa, y acaso también, se me ocurre, no se privaba de soltar alguna de esas apreciaciones mordaces a las que era tan inclinado. Mario le formulaba preguntas, y lo mismo hacía yo, pero con menor frecuencia. Y me parece que más de una vez, cuando el erudito docente se detenía en ciertas precisiones –fechas, títulos, detalles–, nosotros intercambiábamos una fugaz mirada, pues conocida era la frecuencia con que, en ese aspecto, Sánchez incurría en errores.

Pasó el tiempo, y no supe más de Vargas Llosa hasta 1958, en que hallándome yo con una beca en París, recibí una llamada telefónica de André Coyné, recién llegado del Perú, y que me invitaba a tomar un café y charlar en ese mismo día, citándome, me parece, en las puertas del Collège de France. Acudí puntual, y me di con la grata sorpresa de que lo acompañaba Mario.

Supe entonces que había ganado el Primer Premio del Concurso de Cuento convocado por la Revue Française, que incluía un viaje a París. Lo felicité, desde luego, y quizás tuve entonces la premonición de que aquél no era sino el primero de muchos y muy merecidos triunfos literarios. Me sentí impresionado también, de otra manera, por lo cuidado y elegante que se veía, con abrigo obscuro y guantes, pues hacía frío. ¿De qué conversamos los tres? No lo recuerdo.

Nuevamente transcurrió el tiempo. Regresé al Perú y me inicié en la docencia universitaria. En 1963 obtuve nuevamente una beca, esta vez para investigaciones que condujeron a la publicación de la obra gráfica sobre el Perú del gran viajero francés Leónce Angrand. Retorné, pues, a París, y seguramente me puse en comunicación telefónica con algunos peruanos cuyas señas había llevado, entre ellas las de Mario. Y cuando, muy pocos días después, caí con una fuerte gripe, quien acudió generosamente en mi auxilio fue él, llevándome creo que algo de comida y medicinas, a ese Hotel Wetter que le era muy conocido. Y no sólo eso, sino que me prestó un ejemplar, acabado de llegar, de La ciudad y los perros, que acababa de ganar el premio Biblioteca Breve. Leí la novela de un tirón, entre accesos de fiebre y dolor de cabeza, y aunque no se situaba en la línea de mis preferencias personales, no pude dejar de admirar su construcción, el trazo de sus personajes, la maestría en la conducción del acontecer, y lo que por ello, y por otras razones, aportaba a la narrativa peruana e hispanoamericana.

Vi a Mario semanas después, en dos o, tres ocasiones, una de ellas en una cena en su departamento parisino a la que fui invitado, en una noche glacial. Se habló mucho del Perú. Pude vislumbrar, nuevamente, la firme seriedad de su entrega a la creación literaria, fervorosa y sin concesiones. Y estuve seguro, ahora de modo más definido, de que llegaría muy lejos no sólo en éxitos editoriales sino en la plasmación de una vasta y original narrativa.

Posteriormente lo he visto sólo en poquísimos y fugaces encuentros, pues se había convertido ya en persona muy importante, pero en todas las cuales se mostró amable y cordial. Seguí, en cambio, y muy de cerca, su narrativa.

La casa verde fue un título que me dio mucha materia de admiración y de análisis. Conversación en la catedral lo fue menos, aunque no dejé de asombrarme ante sus brillantes audacias de estructura. Me embarqué en La guerra del fin del mundo y me dejé llevar por lo que puedo llamar, sin mengua de su originalidad, la tolstoyana fuerza que irradia. En cambio Historia de Mayta me dejó una impresión ambivalente, por varias razones.

Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto me han parecido logradas obras menores. Y ahora acabo de leer la magistral novela que es, en su género, La fiesta del Chivo. Magistral en su manejo del suspenso, en su tensión, en la construcción de sus personajes. Lecturas todas memorables, a pesar de que, en lo personal, me hallo muy lejos de la flaubertiana concepción de la novela que anima a Vargas Llosa.

Esa impresión de lejanía se ha visto acentuada, y mi caso debe ser el de muchos, por las posiciones asumidas por nuestro novelista en lo político.

No estuve en el Perú en las elecciones de 1990, cuyos resultados, de algún modo, no me sorprendieron. No comparto nada de su liberalismo. Pero no puedo dejar de reconocer la constancia, la vehemencia, el coraje incluso, con que defiende y predica sus ideas. Y me digo que el Perú perdió la oportunidad de ver aplicadas las medidas económicas y políticas que él propugnaba, y que puso en práctica después, faltando a sus promesas, don Alberto Fujimori, pero, a diferencia de éste, Vargas Llosa lo habría hecho con coherencia, con altura, con respeto a la institucionalidad y a los derechos humanos.

Ahora nuestro autor se halla en la cima de su carrera literaria, y son evidencia de ello la gran novela que es La fiesta del chivo, y los miles de lectores que esperan sus obras, y el impacto que produce su presencia.

Bien podemos decir, por ello, que asistimos a una celebración muy diferente a la de Santo Domingo, y en la que triunfan la creatividad, el sentido humano, la vida. Una fiesta de la novela.


UNA VISITA MUY PERSONAL


TEXTO: IVÁN THAYS

Los escritores jóvenes son naturalmente parricidas con los autores consagrados de sus países. Pero yo jamás pude serlo con los míos, para bien o para mal, pues los tres nombres importantes (Ribeyro, Bryce y Vargas Llosa) lo que me inspiraron siempre, además de admiración por su talento, fue un cariño inconmensurable que los parricidas no alcanzan a comprender, preocupados como están en afilar el hacha. ¿Cómo matar a un padre al que se quiere tanto? Incapaz de preparar una celada, decidí dedicarme a lo único que quería hacer toda mi vida: escribir frenéticamente, hasta terminar podrido de literatura. Y en la toma de esa decisión, qué duda cabe, Mario Vargas Llosa es el mayor responsable.

Hace un tiempo, escribí un artículo para un diario dé México donde recordaba mi primer acercamiento con Vargas Llosa, ocurrido unos años después del primer acercamiento auténtico que es el de leer sus libros. Era entonces un adolescente y caminaba religiosamente a su antigua casa, en un Malecón barranquino, para atisbar en su biblioteca de cortinas abiertas y tratar de verlo revisando alguno de sus libros. Yo aún estaba en el colegio, pero ya quería ser escritor, o más bien un narrador, una persona que contase historias tan bien como me las contaba Vargas Llosa. Esa cábala, creo yo, marcó mucho mi relación con mi propia literatura, entonces aún no más de un par de garabatos, en un sentido más profundo que el de la influencia de estilo. A partir de admirar a Vargas Llosa, descubrí que el oficio literario, capaz de crear mundos inverosímiles, se conseguía sólo a través del esfuerzo y el rigor absoluto, del esbozo de una arquitectura y el trabajo paciente de un obrero. Y es que el verdadero talento es insistir.

Con la misma paciencia y constancia con que me acercaba al Malecón, y con las mismas expectativas de verlo aparecer, me acercaba también a mis cuentos y arranques de novela con ganas de que asome el talento que confirme que vale la pena escribir. Y aunque Vargas Liosa nunca apareció como una sombra detrás de las cortinas para darme el consejo; el consejo ya estaba dado en su presencia invisible y la rutina del viaje hasta el Malecón. Insiste, me dijo esa sombra. Y yo, desde entonces, y espero que para siempre, insisto.


(Publicado  en EL DOMINICAL de El Comercio, Lima, 07 de mayo 2000).

viernes, 30 de enero de 2015

OSCAR WILDE: ¿UN BUEN HOMBRE Y UNA OBRA PERFECTA?



Ya todo parecía sabido acerca del talento devastador y la heterodoxia escandalosa del escritor irlandés Oscar O'Flahertie Wills Wilde (1856-1900). Se sabe de su fina vida refinada, despilfarradora y anticonvencional. Hasta se recuerda el clavel verde que llevaba en la solapa. Pero nada de esto impidió que Richard Ellmann "el mejor biógrafo de nuestro tiempo" le dedicase un monumental volumen: "OSCAR WILDE" (Londres 1987). El novelista Gore Vidal leyó este libro. Y aquí nos da una detallada opinión sobre él, pero más que nada sobre el modelo que lo inspira.


En "Cuatro dublineses", Richard Ellmann publicó ensayos sobre Yeats, Joyce, Wilde y Beckett. Y admite: "Configuran un consorcio extraño. Sin embargo, aparecen unas similitudes de las que no eran concientes": A los 18 años, Yeats oía las conferencias de Wilde, en tanto que Joyce a los 20, conoció a Yeats y lo encontró demasiado viejo. En 1928, el joven Beckett conoció a Joyce y se hicieron amigos.

Algo más concreto: Wilde y Yeats revisaban el uno la obra del otro con consideración mutua y a veces trataron los mismos temas. Joyce recordaba a Wilde como una heroica víctima y solía referirse a él en sus escritos. Beckett se saturó de toda la obra de Joyce. "Desplazados, ocurrentes, complejos, salvajes, ellos se acompañan uno al otro".

LEER A WILDE

El problema en el caso de Wilde es que no necesita explicación. Sólo necesita ser leído o escuchado. No apela a otro juego de palabras que no sea el más mecánico truco verbal, la paradoja. Cuando se alza hasta lo sublime en la poesía o en la prosa, hay tanta púrpura derramada que se extraña la austeridad límpida de Swimburne.

En esas ocasiones en que Wilde es un verdadero maestro, el inventor de una obra perfecta acerca de nada y de todo, no requerimos que expliquen sus chistes. Simplemente nos reímos, y nos preguntamos porqué nadie más ha sido capaz de mantener un motivo verbal con tanta elegancia.

En resumen, Wilde proporciona poca ocasión para el formidable aparato crítico de Ellmann. Donde éste nos mostraba nuevas formas de considerar a Yeats y a Joyce, no puede hacer con Wilde más que meterlo dentro de un contexto histórico y contar, una vez más, el relato profano tan conocido ya.

¿Merece la pena? No estoy seguro. Ellmann se alza hasta lo comezón esencial, y es interesante saber que a los 31 años, luego de una vida de heterosexualidad vigorosa, que le había dado no sólo dos hijos sino también una sífilis, Wilde fue seducido en Oxford, por Robert Ross, entonces un jovencito de 17 años. También es interesante saber que Wilde, a diferencia de Byron, Carlomagno y otros, no practicaba la sodomía sino que prefería la sexualidad oral. Las futuras generaciones estarán en deuda con él. Si es que las hay. La prensa británica de los 80, apestados de SIDA, piensa que no.

MISTERIOS TRIBALES

Por tanto, ahora es necesario sacar a relucir un Wilde a tono con nuestros tiempos azotados por la calamidad. En los últimos 40 años Wilde se ha convertido, a pasos agigantados, en un héroe víctima de una sociedad hipócrita, cuyas supersticiones más entrañables sobre el sexo habrían de ser violentamente sacudidas, primero, por la guerra, y segundo, por el doctor Alfred C. Kinsey, quien hizo pública que más de una tercera parte de la población masculina había participado en los misterios tribales.

La revolución de las conciencias, atribuida a los Beatles y a otras confusiones de los años 60, en realidad se concretó en los años 40: la guerra y Kinsey, la penicilina y la píldora. En consecuencia, Wilde dejó de ser visto como un criminal: no había sido más que una persona mal adaptada a una sociedad que no merecía el esfuerzo de adaptación. El propio Wilde se convirtió en un símbolo de salud mental, sino física: Ellmann apunta con precisión el cuándo y cómo la sífilis que lo mató, se vacío en una habitación de hotel en París.

Aunque Ellmann, sin duda, no asume la tarea de reciclar a Wilde para nuestros tiempos deprimidos, su biografiado es protagonista de un relato más ejemplarizante que la historia de un mártir. Y ahí está el obligatorio freudianismo. Se permite lo de "cherchez la mere"; y legítimamente, lo supongo.

Jane Wilde fue bastante más longeva que él término medio. Protestante, Lady Wilde mantenía un salón literario en Dublín; era una irlandesa agraciada e independiente y escribió versos tonantes dignos de su hijo. Era una mujer a la que le gustaba ser noticia sensacionalista y los juicios fueron sus golosinas, por ejemplo, aquel por seducción que le inició su marido, el oculista Sir William Wilde. Su hijo experimentaba una profunda admiración por la madre y viceversa.

Lo que Wilde aprendió de su madre, sin embargo, no fue la forma de ser una mujer, sino la importancia de ser un Exhibicionista, un Poeta y un Contestatario. También heredó de ella el talento para la mala poesía. A su debido tiempo, él se re-creó a sí mismo como una celebridad y fue bien conocido mucho antes de que en verdad hubiese hecho algo notable.

El don angloirlandés de la labia, combinado con una habilidad actoral lo hizo descollante en Oxford e inevitable en las tertulias de Londres en el decenio de 1880. Se inventó una voz nueva (Beerbohm habla de su "voz de mezzo, provista de todas las variantes tonales posibles"). Se entregó a los trajes espléndidos que acompañaban su figura desgarbadamente robusta con gran desventaja. Y a la muerte de Sir William recibió una pequeña herencia, gustos caros y ninguna otra ambición definida que no fuese la poesía, enfermedad común de su tiempo; también, como dice Yeats,"el goce de su propia espontaneidad".

PROUST Y MALLARMÉ

Gracias a una colección de cuentos de hadas, "El Príncipe Feliz", Wilde se hizo famoso tanto por escribir como por exhibirse, y París se estremeció como lo haría algunas otras veces, ante un inglés. Los franceses quedaron perplejos y al mismo tiempo encantados al ver que el viento de la cultura soplaba desde la margen equivocada del Canal. Wilde se dedicó a conquistar la vida literaria parisina con la misma fórmula que utilizó para Londres y las salas de conferencias de los Estados Unidos.
 
Portada de la primera edición inglesa de Salomé
El asedio de París fue rápido; la victoria, total. El simbolismo no necesitó sitiar a Wilde, que se rindió al movimiento. Amigo de Mallarmé, a quien habla visitado en 1891, se apropió de la inacabada "Herodías" para su pieza "Salomé", escrita en francés y dedicada a la Bernhardt. No llegaría a la actriz, pero la obra fue admirada.

Durante el hechizo parisino, quedó abrumado por "Al revés" de Huysmans y el joven Proust le hizo gran impresión, a causa de su entusiasmo por la literatura inglesa, en especial por Ruskin y George Eliot. Ante el pope local, Edmond de Goncourt, Wilde no fue menos dominante. En un texto periodístico, Goncourt habla hallado inexactos todos sus comentarios sobre Swinburne, al tiempo que lo encarnecía, personalmente ("individuo de sexo dudoso, con lenguaje de actor melodramático, actor de cuentos exagerados").

Wilde prefirió ignorar el ataque personal, pero puso las cosas en su sitio: "En la obras de Swinburne encontramos por primera vez el grito de la carne atormentada por el deseo y la memoria, por el gozo y el remordimiento, por la fecundidad y la esterilidad. El público inglés, por lo común, hipócrita, gazmoño y filisteo, no ha sabido hallar el arte en la obra de arte". ¡Tiens!, como lo hubiera dicho Henry James apuntando en su cuaderno de notas. El biógrafo tiene licencia para dar caza al hombre; el crítico, no; el lector... ¿no se limita a leer lo que esta escrito?

HISTORIA CONOCIDA
 
Oscar Wilde y Bosie
Wilde, el comediante es debidamente registrado y celebrado. Ellmann proporciona algún chiste de camerino para los que gustan de estas cosas. También, ciertamente, se hallará cantidad de datos sobre la relación amorosa de Wilde con un aburrido jovencito a quien llamaba Bosie hijo del marqués de Queensberry. A esta altura de las cosas, ya no es una historia digna de ser contada, y si hay algo nuevo en esta versión no lo he percibido. El juicio, La cárcel. El exilio. Lo sabido.

Sospecho que una de las razones para crear ficción está en presentar el sexo como algo excitante. El encuentro ficticio de Vautrin y Luciano de Rubempré en la cochera, narrado por Balzac, es uno de los más eróticos que se hayan escrito jamás. Pero los detalles de los encuentros en la cama de Oscar y Bosie en carne y hueso no provocan en el lector ni erección mi humedad; antes bien, nuestros pensamientos se vuelven, sombríos, hacia la lavandería y hacia el horror brutal de la vida en un mundo sin lavado en seco.

VIRTUD Y PERDÓN

La crítica literaria de Ellmann es mejor que su forma de narrar un relato ya contado. Es particularmente buena cuando trata de "Dorian Gray", libro subversivo de verdad respecto de la sociedad debla que, como su autor, es producto. El biógrafo se interesa en convertir a Wilde a cierta clase de socialismo a partir de uno de los ensayos del escritor: "El alma del hombre bajo el socialismo". Pero hay indicios de que Wilde estaba preocupado por la actitud autoritaria, que a menudo es la concubina del socialismo.

Por fin, Wilde recaló en una especie de anarquía y definió al enemigo así: "Existen tres clases de déspotas. Está el déspota que tiraniza al cuerpo. Está el que tiraniza al alma. Está al que tiraniza al alma y al cuerpo por igual. El primero se llama Príncipe. El segundo se llama Papa. El tercero se llama Pueblo". Joyce se sintió impresionado por este pasaje, y lo tomó en préstamo para su "Ulises". Sin darse cuenta (sospecho), Ellmann pone en claro que, por desordenada que haya sido su vida, jamás Wilde, en el sentido wordsworthiano, fue "negligente con el corazón universal".

Yeats pensaba que Wilde, como Byron había sido un hombre de acción que fue abordado por la literatura, Wilde desdeñó esta opinión. Pero Yeats sintió bien en Wilde la energía del actor, antes que la de quien simple y pensativamente es únicamente el artista. A pesar de lo que todo lo que hubiera o no hubiera podido hacer y ser, Wilde fue un hombre extremadamente bueno, y su deseo de subvertir una sociedad de maldad extrema era virtuoso.

El cardenal Newman escribiendo sobre el tiempo común a ambos, decía: "La época es tan indolente que no te oirá a menos que rujas; primero debes pisarle los pies y después pedir disculpas". Pero el comportamiento adecuado para un entremetido eclesiástico no lo fue para Wilde, cuyo único error fue el pedir disculpas por su bella obra y buena vida.

(Publicado en el diario “Hoy” de Lima, Perú, 1987).