domingo, 6 de mayo de 2012

LA TIA JULIA Y EL ESCRIBIDOR


ACUSO A VARGAS LLOSA
Por: Enrique Chirinos Soto

Mario Vargas Llosa

Este es la tercera o cuarta oportunidad, en la que, por culpa directa de Mario Vargas Llosa —en delito flagrante que tiene ya los caracteres de la contumacia—, paso una noche entera —no, como debería, en los brazos reparadores de Morfeo— sino de claro en claro, al modo de don Quijote, y entregado a la lectura, voraz e irrefrenable, de la más reciente de sus novelas.

La vena no simplemente satírica, irónica o humorística sino francamente jocosa, en la mejor tradición cervantina, de la que ya había asomo y traza en "Los Cachorros", y a la que debemos ese monumento a la alegría báquica o pánica que es "Pantaleón y las Visitadoras", nuevamente se desborda, se entretiene y se recrea consigo misma —para regocijo de lectores—, en "La Tía Julia y el Escribidor".

La ironía es el recato de la burla. Entiendo que el humor es, por su parte, la sonrisa. Don del ingenio, representa virtud eminentemente británica. No hace ruido, porque no está bien hacerlo, según los cánones del comportamiento victoriano. En cambio, la vena jocosa del primero de nuestros novelistas —por otra parte, tan mordaz, vivaz, inteligente y atrevida— es la carcajada. En el silencio medroso de la noche, cuando salen de su mansión los olvidados, como decía Rubén Darío, Vargas Llosa me hace desternillar de risa hasta la tos y el ahogo.

El primer Vargas Llosa que conocí fue el de "La Ciudad y los Perros". También me tuvo insomne, aunque espeluznado y con espanto. Era un nuevo Dostoiewski, en descenso hasta el fondo más hondo del trágico proyecto o la cabal miniatura de hombre que son los niños. Era patético y, a la vez, helado. Operaba una diligente y despiadada cirugía del espíritu. Por entonces, me desempeñaba yo como corresponsal de 'Visión" en Lima. Creo que estuve entre los primeros en saludar, con entusiasmo, para un auditorio continental, el orto de un talento deslumbrante, en el que muy bien podía encerrarse el genio.

Pero, cuando atraído acaso por el título, leí. "Pantaleón" — Einstein, cráneo. IBM de una logística inesperada cuanto puntual y eficientísima—, Vargas Llosa me dio llave de ingreso al mundo de su alerta travesura, que de nada se asombra y de todo toma nota. Temí que "Pantaleón" fuese nada más que paréntesis entre dos tragedias. O tanteo o experimento del autor para demostrarnos y demostrarse que podía hacernos reir cada vez que así lo quisiera. Pero "La Tía Julia y el Escribidor" confirma que Vargas Llosa da lo mejor de sí a la hora en que conjuga el talento y la asombrosa capacidad de observación con la bonhomía. Ha encontrado, creo, su venero. Confiamos en que brote, en que siga brotando, el chorro de la fuente. Lejos, como ahora, de prejuicios ideológicos, ajeno a resentimientos que en él serían postizos. El arte tiene, en sí, su propia justificación. De una manera u otra, la intención ultra-estética resulta fenicia o filistea.

Para ponerme ahora serio o, eventualmente, pedante, diré que, a mi juicio, "La Tía Julia y el Escribidor" se desarrolla en tres planos. El primero, el más superficial, es el autobiográfico. Si Vargas Llosa ha tenido necesidad de catarsis para confesarse, interesa, me parece, a la paleontología literaria. No a la Literatura propiamente dicha. A ésta interesa el puro resultado artístico. Vargas Llosa se confiesa —si se confiesa— con delicadeza y elegancia. En "La Tía Julia" nos hace entrever un adorable personaje femenino, tan seductor, en su estilo, como la Susan linda de Alfredo Bryce.

El segundo plano es el de la colosal y caótica peripecia del "Escribidor". Tampoco interesa si es o ha sido real o no. O si Vargas Llosa lo ha recreado, retocado, aderezado. Tal como no interesa si Cervantes conoció —o inventó— a un rústico socarrón llamado Sancho Panza. El "Escribidor" existe y existirá para siempre. En su diminuta estatura. En los atrevidos vuelos de la fantasía que a esa altura corresponden. En su patológica, sistemática, coherente, compacta aversión a los argentinos, uno de los elementos más cómicos del libro. Como para llorar de risa. A pesar de que, por ejemplo en mi caso, quiero a la Argentina como mi segunda Patria.

El tercer plano —y el verdadero, en mi opinión— es el de las múltiples novelas que Vargas Llosa compone por cuenta del "Escribidor", las cuales, como ríos separados pero adscritos a la misma hoya, confluyen hacia la entreverada corriente de la confusión más inenarrable. Aquí se nos ofrece una cantidad de personajes y destinos —yuxtapuestos, contrapuestos, interpuestos— que nada o poco tienen que envidiar al mundo de Macondo. Son como un corte vertical y también horizontal en la geología espiritual de Lima y hasta del Perú profundo.

La niña bien que se casa mal; el sargento de policía que a sangre fría mata al infeliz a quien la superioridad no encuentra clasificación administrativa; el testigo de Jehová acusado de estupro; el hijo de pioneros selváticos a quien el recuerdo de una desgracia familiar convierte en enemigo devastador y a muerte de la especie de los roedores; el propagandista médico cuya vida se tuerce en una curva de la carretera; los aristócratas provincianos y venidos a menos en la capital; el presbítero de vanguardia que utiliza en las barriadas el pugilato y hasta la chaveta como eficaz instrumento de apostolado; el hijo de papá que debería ser presidente de la república y asciende, en cambio, a árbitro de fútbol; el esmirriado y platónico trovador criollo que se enamora de la monjita angelical; ¿cuál es —me pregunto— el personaje que falta en esta comedia peruana que presenta nuestro Balzac? Como telón de fondo, aparece la hecatombe que de veras se produjo en el Estadio Nacional, pero que pudo producirse en la Plaza de Acho o en el Convento de los Descalzos.

Al procedimiento que consiste en utilizar episodios lúgubres, para arrancarnos carcajadas, en vez de lágrimas, supongo que se le llamará humor negro. El lenguaje es eficacísimo. La sintaxis, perfectamente articulada. El adjetivo se adhiere invariablemente al sustantivo o le da caza con la fuerza impregnadora del epíteto.

De los signos de puntuación, Vargas Llosa hace el uso que le da la gana para expresar, sugerir, insinuar lo que, en cada momento, le da la gana. El relato discurre con la misma facilidad que el agua al través de una red de microscópicos canales aparentemente entreverados, pero regidos por un designio geométrico, anticipado y superior.
En definitiva, se trata de una obra maestra. Por eso— como un Vigil o como un Emilio Zola al revés— la libertad de este laudatorio "Yo acuso".

(Tomado de: ''Historia de la República''. Tomo II, pp. 289-292. Lima, AFA Editores, 1985.)

Julia Urquidi Illanes, tía política y primera esposa de MVLL, la “tía Julia” de la vida real. 

martes, 1 de mayo de 2012

CÉSAR VALLEJO, EL POETA QUE RECORDABA SU MUERTE


César Vallejo y Georgette Philliphart, en Versalles, verano de 1929. Foto de Juan Domingo Córdoba Vargas.






César Vallejo, el gran poeta peruano (1892-1938), tuvo una visión de su muerte, 18 años antes de que ésta ocurriera.

Ese episodio tétrico de la vida del “poeta universal” lo ha relatado el filósofo y escritor Antenor Orrego en su libro Mi encuentro con César Vallejo.

Orrego, qué duda cabe, fue una persona seria y talentosa, que sería incapaz de inventar algo así. No hay ninguna razón para dudar de su credibilidad.

El episodio ocurrió en 1920, cuando César Vallejo se encontraba refugiado en la casa de Antenor Orrego, en Mansiche, Trujillo (costa norte peruana), eludiendo la persecución policial a raíz de una falsa acusación de vandalismo y asesinato. Orrego, que por primera vez veía al poeta, hizo rápidamente amistad con él. Vallejo, en un rapto de confidencia, le contó que a veces tenía visiones extrañas, en las que se veía participando en situaciones que no le habían ocurrido, pero que extrañamente le parecían recuerdos, y que tiempo después se cumplían. Pero hubo una visión en particular que llenaría de terror al poeta y que lo angustiaría por muchos días, y que ocurrió precisamente cuando se hallaba junto a Orrego. Leamos el relato que hace éste al respecto:

Antenor Orrego
“Algún tiempo después fui testigo presencial de una nueva manifestación de esta proclividad visionaria. Vallejo estaba asilado en mi rústica casa de campo —en Mansiche, pueblecillo rural cercano a Trujillo— que nuestros amigos la bautizaron con el nombre de "El Predio". El poeta eludía, por esa época, la persecución de la justicia a consecuencia de los sucesos de Santiago de Chuco. Dormíamos ambos en el único dormitorio de la casa. Una noche despertéme sobresaltado a los gritos angustiados de mi huésped que me llamaba desde su lecho. Cuando abrí los ojos en la penumbra, Vallejo estaba delante de mí, temblando como un azogado de la cabeza a los pies:

Acabo de verme en París —me dijo— con gentes desconocidas y, a mi lado, una mujer, también, desconocida. Mejor dicho, estaba muerto y he visto mi cadáver. Nadie lloraba por mí. La figura de mi madre, levitada en el aire, me alargaba la mano, sonriente.

Y añadió:

—Te aseguro que estaba despierto. He tenido la visión en plena vigilia y con caracteres tan animados como si fuera la realidad misma. Siento que voy a perder el juicio. Levántate, por favor.

Inútiles fueron mis esfuerzos para calmarlo. No dormimos ya el resto de la noche. Hicimos café. El alba nos sorprendió conversando.

Cada vez que recordaba esta circunstancia tenía la certeza que habían tenido su raíz en esa visión, aquellos bellísimos y admirable versos en que se siente batir un extraño aletazo de misterio y que comienzan así:

"Me moriré en París con aguacero,


un día del cual tengo ya el recuerdo...

Y aquellos otros en que el poeta anticipa la escena de sus propios funerales:

... mi defunción se va, parte mi cuna,
y, rodeada de gente, sola, suelta,
mi semejanza humana dése vuelta
y despacha sus sombras, una a una...

La confirmación me la dio el mismo Vallejo cuando me envió desde París, en las postrimerías de su vida casi, la copia de ambas composiciones, con una nota al pie que decía: "¿Recuerdas, Antenor, esa visión terrorífica que tuve una noche en tu casa y que me causó tan invencible pavor?”.


Este episodio es también narrado por un acucioso investigador de la vida del vate peruano, Juan Espejo Asturrizaga, en su libro “César Vallejo itinerario del hombre”. En un acápite de dicho libro, con el título de "Una visión premonitoria", se lee lo siguiente:

"… César tuvo una noche una visión que lo llenaría de terror y lo angustiaría por muchos días, siendo el tema de sus conversaciones.

"Estaba despierto, decía, cuando de pronto me encontré tendido, inmóvil, con las manos juntas, muerto. Gentes extrañas a quienes yo no había visto nunca antes rodeaban mi lecho. Destacaban entre éstas una mujer desconocida, cubierta con ropas oscuras y, mas allá en la penumbra difusa, mi madre corno saliendo del marco de un vacío de sombra, se me acercaba y sonriente me tendía sus manos... Estaba en París y la escena transcurría tranquila, serena, sin llantos.

La tremenda impresión que le produjo esta visión que, aseguraba la había tenido perfectamente despierto, lo llevó a llamar desesperadamente a Antenor que dormía plácidamente al otro extremo del dormitorio. Antenor trató de calmarlo, indicándole que se trataba de una pesadilla. “No, no -repetía César-, he estado despierto, como lo estoy ahora, despierto, despierto. Todo lo he visto como te veo a ti en este momento...”

Esto ocurrió, como ya dijimos, en 1920, cuando por más que lo soñara, asombrosamente la escena o el cuadro que refería Vallejo era muy preciso: ocurría en París, un lugar muy distante en el espacio, al que arribaría tres años después y donde fallecería 18 años más tarde, y la “mujer cubierta de ropas oscuras” es una descripción inconfundible de Georgette, su futura esposa francesa, a la que conocería recién en 1927.

Tal como lo señala Orrego, esa visión premonitoria de Vallejo explica los versos de su célebre poema “PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA” (1937, incluido luego en Poemas Humanos).

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

El segundo verso no sería pues, un absurdo, sino que, efectivamente, Vallejo ya tenía el recuerdo de su muerte. Y si bien no murió un Jueves, lo hizo en un Viernes Santo (15 de abril de 1938), algo que, para variar, ya lo había vaticinado en uno de sus poemas de Los Heraldos Negros (1918), "El POETA A SU AMADA" (ese mismo que fuera ridiculizado por Clemente Palma, como recordaran los conocedores de la poesía vallejiana), donde dice:

Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso,
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,
y que hay un viernesanto más dulce que ese beso.

En esta noche rara en que tanto me has mirado,
la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.


No hay duda, pues, que el poeta tenía habilidades premonitorias.