miércoles, 11 de agosto de 2010

ENSAYO SOBRE LA FLORIDA DEL INCA


A continuación, un ensayo sobre LA FLORIDA DEL INCA, la magistral obra del Inca GARCILASO DE LA VEGA, escrito por el crítico y escritor limeño LUIS LOAYZA (n. 1934) y publicado en la revista “Amaru” (publicación de la UNI) en enero de 1971.


LA FLORIDA DEL INCA, POR LUIS LOAYZA


Garcilaso no menciona en LA FLORIDA, ni parece que haya utilizado, las otras dos crónicas sobre la expedición de Hernando de Soto, la RELACIÓN VERDADERA...del hidalgo de Elvas y la crónica de Rodrigo Rangel, inserta en la obra de Oviedo. Sus fuentes fueron, además del testimonio de Gonzalo Silvestre, las brevísimas crónicas manuscritas de otros dos conquistadores, Juan Coles y Alonso de Carmona, que por azar llegaron a sus manos. Las leyó ya terminado su libro y afirma que volvió a escribirlo para incorporar los datos que contenían. Lo más probable es que se limitase a añadir las referencias a sus nuevas fuentes; en efecto, las menciones –o en algún caso las citas– de Coles y Carmona aparecen al final de los episodios y no intercaladas en la narración; sirven para confirmar la versión de Garcilaso o para agregarle detalles insignificantes. No es exagerado decir que Gonzalo Silvestre fue no sólo la fuente principal de Garcilaso sino prácticamente la única. LA FLORIDA es lo que hoy podríamos llamar un "reportaje", los recuerdos de un testigo directo recogidos por un escritor. Esto debe tenerse en cuenta porque, como trataremos de probar, muchos de sus defectos, sobre todo en cuanto a la precisión histórica, fueron inevitables y estaban ya en la versión oral de Silvestre.

Terminada la expedición de la Florida Gonzalo Silvestre había pasado al Perú, donde tampoco tuvo suerte. Participó en las guerras civiles, estuvo muchas veces a punto de perder la vida, se quebró una pierna, no hizo fortuna; asegura que el virrey Hurtado de Mendoza lo embarcó con engaños a España –seguramente para quitarse de en medio a un pedigüeño–. Cuando Garcilaso lo encontró estaría envejecido, enfermo, un poco amargado porque no se le reconocían sus méritos y se le negaban beneficios y pensiones. Debía ser uno de esos narradores inagotables de la propia vida. Sus años con De Soto le parecerían muy dignos de honra, la justificación del reconocimiento que buscaba en vano. Una de las mejores cosas que podía pasarle es que alguien se animase a redactar la historia –su historia– de la Florida. Garcilaso había traducido los DIÁLOGOS DE AMOR, una obra de filosofía neoplatónica que nada tenía que ver con América; escribía ya, o se preparaba a escribir, sobre el Perú y los recuerdos de Silvestre eran una espléndida oportunidad de probarse como escritor y medir sus fuerzas. La redacción de LA FLORIDA fue un proyecto que interesaba a los dos; ambos tenían algo que ganar. Además los uniría cierta solidaridad de indianos venidos de lejos, los recuerdos del Perú, la sensación de ser víctimas de una injusticia.

Como es natural Silvestre recordaba sobre todo los muchos trabajos, los actos de heroísmo que quedaron sin compensación, y destacaba en ellos su propio papel. Aunque Garcilaso no nombra nunca a su "autor" bastaría para sospechar su identidad -confirmada por otras pruebas- el lugar excepcional que ocupa Silvestre en el relato. Silvestre está retratado como se veía a sí mismo desde España y la vejez. y seguramente el aprecio de sí, los años, la amargura, habían mejorado y embellecido la realidad. Ya la primera noche después de salir de Sanlúcar, leemos, De Soto dejó la nave capitana al mando del joven Silvestre, soldado bisoño, inexperto en navegación. Uno de los otros barcos cambió de rumbo y se puso "a tiro de cañón y a barlovento de la capitana" (I, 7). Al parecer esto es grave; Silvestre no encontró nada mejor que hacer disparar contra ella y provocó mucha alarma y daños. De Soto recriminó airadamente a los de la nave que se habían desviado y no se dice si elogio o censuró a Silvestre, aunque se da a entender que la conducta de éste fue impecable. Más adelante, ya en plena expedición, De Soto encarga a Silvestre una misión peligrosa: "A vos os cupo en suerte el mejor caballo de todo nuestro ejército y fue para mayor trabajo vuestro, porque hemos de encomendaros las tareas más dificultosas que se nos ofrezcan" (II, 1, 13). Silvestre tiene éxito, como en todo lo que emprende, aunque su compañero pone sus vidas en peligro. Luego de Soto "ofreció para más adelante la gratificación de tanto mérito" (II, 1, 15). En otras ocasiones Silvestre es el último en pasar un río, asediado por los enemigos (II, 2, 12) o mata a un indio que ya ha derribado a dos españoles menos expertos (IV, 15). Cuando los españoles se ven arrastrados a una batalla desventajosa mientras bajan al mar por el Río Grande (el Mississippi) Silvestre aconseja a su capitán que no vaya a pelear y se ofrece a ir en lugar suyo. Guzmán rechaza la advertencia, le prohíbe acompañarlo (detalle que deja a salvo el honor de Silvestre), salta a la canoa, corre a su muerte (VI, 7). En fin, para que nada le falte, Silvestre tiene sentido del humor. Los españoles están muriéndose de hambre. Cuatro soldados "de los más principales y valientes" se reparten unos cuantos granos de maíz. Silvestre es el único que no los devora de inmediato. Cuando le preguntan si lleva algo de comer responde: "Si, que unos mazapanes muy buenos, recién hechos, me trujeron ahora de Sevilla" y "Una rosca de Utrera tengo muy buena, tierna y recién sacada del horno"; luego regala casi todos sus alimentos a los compañeros (III, 8) porque también es austero y desprendido.

Silvestre construye su propio personaje, lo vamos descubriendo y tal vez llegamos a conocerlo mejor de lo que él podía suponer. Es muy distinto a Garcilaso, que cuando recuerda su vida suele presentarse como simple testigo, no como un héroe, aunque no le faltaron aventuras. No seria difícil, pero tampoco justo, hacer ironías sobre Silvestre, que fue uno de tantos conquistadores bravos y sin suerte. Garcilaso lo menciona varias veces en los COMENTARIOS REALES y lo llama soldado famoso, testigo fidedigno, "hombre de mucha verdad". Era un buen soldado aunque, como él mismo había de contarlo, en la batalla de Huarina Gonzalo Pizarro le hirió malamente el caballo "con un desenfado y una desenvoltura como si estuviese en un juego de cañas" (HISTORIA GENERAL V, 19). Fue también, no cabe duda, aficionadísimo a los caballos y ya en España, inválido –esa pierna que nunca sanó del todo– se acordaba con cariño de los muchos y excelentes que tuvo. Tal vez si su mejor rasgo era ser capaz de pensar en sus enemigos sin rencor y hasta repetir anécdotas que los enaltecían (por ejemplo en HISTORIA GENERAL V, 25).

Pero la verdad es que no fue para Garcilaso una fuente muy rica ni muy exacta. Recordaba nítidamente sus hazañas pero no el extraño país que recorrió, donde nunca antes habían llegado europeos. Los datos geográficos de LA FLORIDA son muy imprecisos. Garcilaso se da cuenta de este defecto y se disculpa en varias oportunidades, aduciendo que lo duro de la campaña impidió a los españoles levantar cartas de los territorios que atravesaban: “Y aún ha sido mucho sacar en limpio esto poco, al cabo de tantos años que ha que pasó y por gente que su fin no era andar demarcando la tierra, aunque la andaban descubriendo, sino buscar oro y plata. Por lo cual se me podrá admitir en este lugar el descargo que en otros he dado de las faltas que esta historia lleva en lo que toca a la cosmografía, que yo quisiera haberla escrito muy cumplidamente para dar mayor y mejor noticia de aquella tierra" (VI, 9, otro texto semejante en II, 1, 12). También el paisaje es algo borroso, porque Garcilaso no lo conocía y Silvestre no supo verlo. La diferencia con los COMENTARIOS REALES es muy clara; en ellos una frase, un adjetivo bastan para que tengamos un lugar ante los ojos; en LA FLORIDA las descripciones están construidas con términos generales, aunque las defiende la elegancia del gran escritor "Al fin de los tres días paró el ejército en un muy hermoso sitio de tierra fresca de mucha arboleda de morales y otros árboles fructíferos cargados de fruta" (III, 9).

Por otra parte Silvestre no parece haberse interesado mucho por las culturas indígenas que encontró. Todos eran indios, con pocas diferencias entre si, "de donde, visto un pueblo los habremos visto casi todos y no será menester pintarlos en particular" (II, 1, 30). Es verdad que, contra la opinión de quienes tenían a los indios en "poco más que bestias", se insiste en que eran capaces de valor e inteligencia en grado tan extraordinario que Garcilaso dedica todo un capítulo (II, 1, 27). "En que se responde a una objeción") para asegurar que no inventa nada, que los indios pueden llegar a tales alturas. Estos testimonios de Silvestre debieron interesar mucho a Garcilaso, quien ya preparaba su obra sobre el Perú y debía temer que sus elogios de los Incas pasaban por una exageración: las maravillas de los naturales del Norteamérica le servirán de un apoyo anticipado. Desgraciadamente es poco lo que podía comunicarle en tal sentido Silvestre que no tenía las dotes de un Cieza y mucho menos; para él los indios debieron ser adversarios en el campo –y sobre esto sí podía contar infinitas historias– o bien siervos silenciosos, Garcilaso como se advierte en los COMENTARIOS REALES, era por vocación un historiador de la cultura debió hacer muchas preguntas que Silvestre no pudo contestarle, y al cabo no logró ofrecer en LA FLORIDA una exposición minuciosa de instituciones y usos. Un breve capítulo acerca de las costumbres y armas de los naturales (I, 4), una nota sobre el castigo impuesto a las adúlteras (III, 24), otro sobre las supersticiones (V, 2, 2), unas cuantas observaciones al pasar y no mucho más.

Esta primera aproximación nos revela las debilidades de Silvestre, que necesariamente tendrían que influir sobre el texto de Garcilaso. Pero hay más, Aurelio Miró Quesada ha señalado, con mucho acierto, los elementos novelescos en LA FLORIDA. Uno de estos elementos, lo fantástico, nos parece en relación directa con el testimonio de Silvestre. Citemos por ejemplo el caso del indio al que no le entraban lanzazos: "Los castellanos y su capitán, no pudiendo sufrir ya tanta desvergüenza, le dieron tantas cuchilladas y lanzadas que lo dejaron por muerto; aunque se notó una cosa extraña, y fue que las espadas y hierros de las lanzas entraban y cortaban en él tan poco que parecía encantado, que muchas cuchilladas hubo que no le hicieron más herida que el verdugón que suele hacer una vara de membrillo o de acebuche cuando dan con ella" (II, 2, 6). Esto ocurrió a un pequeño destacamento de españoles entre los que se hallaba Gonzalo Silvestre. O bien una hazaña, digna de novelas de caballerías, con la que acaba un duelo: "...apartando la hacha con la rodela, metió la espada por deajo de ella y, de revés, le dió una cuchillada por la cintura que, por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos que el indio llevaba, ni aún de hueso, que por aquella parte del cuerpo tenga, y también por el buen brazo del español, se la [¿partió?] toda con tanta velocidad y buen cortar de la espada que, después de haber ella pasado, quedó el indio en pie y dijo al español "Quédate en paz". Y dichas estas palabras, cayó muerto en dos mitades" (IV, 15). La estocada ya es increíble, la despedida lo increíble compuesto. Miró Quesada piensa que Garcilaso escribió esas frases "en pleno arrebato novelesco". Pero el español que dio ese golpe descomunal, y a quien el indio saludó tan cortésmente no es otro que Gonzalo Silvestre.

Ya se advierte adónde quiero llegar. Creo que lo fantástico de LA FLORIDA viene, no de la imaginación de Garcilaso, sino de la frágil memoria de Silvestre, que adornaba el pasado. Silvestre contó estos detalles y Garcilaso recogió respetuosamente su versión, sin quitar ni poner nada. No podía hacer otra cosa. El propio Garcilaso nos ha dicho cómo trabajaban: "yo escribo de relación ajena, de quien lo vio y manejó personalmente. El cual quiso ser tan fiel en su relación que, capítulo por capítulo, como se iban escribiendo los iba corrigiendo, quitando o añadiendo lo que faltaba o sobraba de lo que él había dicho, que ni una palabra ajena por otra de las suyas nunca las consistió, de manera que yo no puse más de la pluma, como escribiente. Por lo cual, con verdad podrá negar que sea ficción mía, porque toda mi vida –sacada la buena poesía– fui enemigo de ficciones como son libros de caballerías y otros semejantes" (II, 1, 27). En otras palabras Silvestre tenía cierto control sobre el texto y es explicable que Garcilaso no pudiera omitir sus proezas, por más increíbles que fuesen.

Esta hipótesis parece confirmarse porque el ánimo crítico reaparece cuando no se trata de Silvestre. Por ejemplo, en una oportunidad un grupo de españoles dejó que se le fuese de las manos Capasi, el cacique de Apalache, que huyó de noche y a gatas, ya que por excesiva gordura y otros achaques no podía caminar. Al volver donde De Soto los soldados juraron que esa noche habían sentido cosas extrañísimas, y que Capasi tenía que haber huido por los aires, llevado por los diablos. Como ya no había remedio el gobernador contestó que los indios eran tan hechiceros que podían hacer eso y mucho más, y fingió aceptar las explicaciones de sus hombres, que Garcilaso califica de "fábulas en cargo de su descuido y en abono de su honra" (II, 2, 12). Gonzalo Silvestre se hallaba lejos en esa ocasión; Garcilaso, tan aparentemente ingenuo otras veces, tiene ahora libertad para desbaratar fantasías sin contradecir a su amigo. Esto confirma que lo maravilloso podía estar en el ánimo de Garcilaso pero que debió también mucho, si no todo, a Silvestre.

Más importante es otro aspecto de lo novelesco que parece propio de Garcilaso, ya que no se trata de los hechos que le comunicó Silvestre sino de su interpretación. Pensamos en el relieve psicológico de algunos personajes. Garcilaso pasa a veces del punto de vista del historiador al del novelista, trata a los personajes no solamente en sus actos sino en su interioridad. Un ejemplo aclarará esto: los sueños y deseos que tenía a solas, sin comunicarlos con nadie, el cacique Vitachuco: "Ya le parecía verse adorar de las naciones comarcanas y de todo aquel gran reino por los haber libertado y conservado sus vidas y haciendas; imaginaba ya oír los loores y alabanzas que los indios, por hecho tan famoso, con grandes aclamaciones le habían de dar. Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños en sus corros, bailando delante de él, habían de cantar, compuestos en loor y memoria de sus proezas, cosa muy usada entre aquellos indios" (II, 1, 23). Es evidente que no puede haber ninguna prueba documental de estas suposiciones; estamos en la técnica de la novela que permite redondear un personaje desde dentro.

Pero hay otro ejemplo, todavía más claro y de mayor alcance, porque ilustra la visión que tenía Garcilaso de la historia: el factor decisivo en el fracaso de la expedición española será, según Garcilaso, de orden psicológico. El lector moderno puede dudar de esta explicación y encontrar otras causas. De Soto había participado en la conquista del Perú y quizá se imaginaba encontrar otro imperio como el de los Incas, en el que habría riquezas al alcance de la mano y una población trabajadora y disciplinada, fácil de explotar si se conseguía abatir a sus reyes. Si lo creía, lo cual parece probable, la expedición estaba en grave peligro antes de comenzar, por más que con mis hombres, trescientos caballos y muchas armas y pertrechos fuese la más fuerte de todas las emprendidas hasta entonces en América. De Soto hizo recorrer a sus hombres distancias enormes, enviando continuamente emisarios en busca del oro que no aparecía, resistiendo los ataques de los indios que iban disminuyéndolo. No tenía otro plan que no fuese encontrar oro y plata; no se asentó sino para pasar los inviernos, pensaba vagamente en "poblar" pero lo dejaba siempre para más adelante, ni siquiera se ocupó –como lo señala Garcilaso en varias oportunidades– de evangelizar a los naturales, aunque llevaba consigo gente de religión. Así lo sorprendió la muerte y poco después sus compañeros ya no pensaban sino en volverse. Esta falta de plan es fundamental pero descubrimos también serios errores de organización. Los españoles llevan consigo un cañón que no les sirvió de nada y acabaron por dejar con un cacique amigo; en cambio, sólo después de la batalla de Mauvila se dieron cuenta de que en todo el ejército había solamente un cirujano " y ese no tan hábil y diligente como fuera menester, antes torpe y casi inútil" (III, 29) por lo que murieron muchos de los heridos; por último, De Soto descuidó sus líneas de aprovisionamiento, y aunque envió algunos de sus hombres a Cuba, con ánimo de esperar su vuelta en la costa, no acudió a la cita y al final los sobrevivientes llegaron a México casi desnudos. En una palabra, los españoles vagaron por todo el sudoeste de Norteamérica, buscando un imperio que no existía, hasta que los deshicieron la ancha tierra y sus habitantes, y el fracaso nos parece inevitable. Pero Garcilaso prefiere una explicación más acorde con su idea de la historia, y también novelesca, interior, personal: la desmoralización De Soto.

La figura de De Soto en LA FLORIDA exigiría por sí sola todo un ensayo. Baste decir que Garcilaso lo ve como un jefe sin tacha, hombre prudente que procura ganarse cuando puede la amistad de los naturales y reprime todo abuso pero qué, a la hora de pelear, es gran guerrero "que de cuatro lanzas, las mejores que a las Indias Occidentales hayan pasado o pasen, fue la suya una de ellas" (II, 1, 24). Su único defecto es que, por ser el primero en alarmas y combates, se arriesga demasiado y su ejército puede quedarse sin cabeza en cualquier momento. "No deben ser los caudillos tan arriscados" comenta Garcilaso (Ibid). Pero hay en él una debilidad: De Soto desfallece cuando siente que le falta el apoyo incondicional de sus hombres. Después de la batalla de Mauvila algunos soldados, hartos de tantos sufrimientos, quieren abandonar la empresa y sus protestas y murmuraciones llegan a oídos de De Soto. Garcilaso marca aquí el momento central de la expedición, la falta irreparable que determina el desastre: "Este fue el primer principio y la causa principal de perderse este caballero y todo su ejército. Y, desde aquel día, como hombre descontento a quien los suyos mesmos habían falsado las esperanzas y cortado el camino a sus buenos deseos y borrado la traza que para poblar y perpetuar la tierra tenía hecha, nunca más acertó a hacer cosa que bien le estuviese, ni se cree que la pretendiese, antes, instigado del desdén, anduvo de allí adelante gastando el tiempo y la vida sin fructo alguno, caminando siempre de unas partes a otras sin orden ni concierto, como hombre aborrido de la vida, deseando se le acabase, hasta que falleció según veremos adelante. Perdio su contento y esperanzas y, para sus descendientes y sucesores, perdió lo que en aquella conquista había trabajado y la hacienda que en ella había empleado; causó que se perdiesen todos los que con él habían ido a ganar aquella tierra" (II, 33).

No importa que De Soto no haya informado a nadie de su estado de ánimo y que por lo tanto Garcilaso no pudiese conocerlo, ni tampoco que los hechos no se acuerden con la interpretación, pues revelan la misma falta de plan antes y después de este suceso. Lo importante es que pasamos del relato exterior a lo psicológico, al espíritu del héroe que para Garcilaso es, en gran medida, el lugar donde se hace la historia. Garcilaso cree que los jefes han de ser prudentes y valerosos, como lo era De Soto, y que sus hombres les deben –les va en ello el honor– lealtad incondicional hasta la muerte. Ya en otros capítulos ha señalado y comentado antes algunos ejemplos de esta lealtad entre los indios y tales casos contrastan con la falta de fe de los españoles. De Soto no puede sobreponerse al desánimo cuando se siente abandonado, como lo hicieron Cortés y Pizarro en ocasiones semejantes, y se derrota a si mismo y pierde a los demás. Todo es coherente dentro de una visión heroica de la historia. El recurso novelesco es útil y hasta necesario, porque nos permite entrar en el alma del protagonista es decir en el centro mismo de la acción histórica.

En cambio no puede decirse lo mismo de los largos discursos que, a la manera de los historiadores clásicos y de otros cronistas de América, pone Garcilaso en boca de sus personajes. La impresión de irrealidad es total cuando se trata de indios. Aún sabiendo que esta retórica es frecuente en la época en que escribe Garcilaso –el hidalgo de Elvas también abusa de ella en su RELACIÓN VERDADERA...– es difícil no sonreír cuando Garcilaso reitera una otra y otra vez -no debía sentirse muy seguro- la veracidad fundamental de sus versiones. No puede creerse que Silvestre recordara tan minuciosamente el contenido, ni mucho menos las palabras textuales, de tantas conversaciones y embajadas, en muchas de las cuales ni siquiera estuvo presente; lo más probable es que sobre el terreno nadie sacara gran cosa en limpio de esos diálogos entre interlocutores tan distantes, que además solían efectuarse a través de uno o de varios intérpretes. Por más que sepamos que el artificio consiste en dar forma noble a ideas que se expresaron más torpemente, esos guerreros americanos que hablan con estilo sutil y complicado y con exquisita cortesía son increíbles desde que abren la boca. Luego caemos en la cuenta de que hay algo más grave, que Garcilaso no se ha limitado a mejorarles la gramática. Los indios son en realidad españoles disfrazados; no sólo su estilo sino todas sus ideas son europeas. Cabe suponer que Garcilaso habla por ellos y los hace exponer sus propias opiniones sobre el honor, la fama, la lealtad, el valor, la religión natural, tal vez las injusticias de la conquista. Por ejemplo esos "mozos de poca edad" que, capturados después de mucho resistir, pronuncian un largo discurso en que se descubre ya la imagen que Garcilaso tenía de los Incas y su sentido aristocrático del deber: "Estas fueron las causas, invencible capitán, de habernos hallado en esta empresa, y también lo han sido de la rebeldía y pertinacia que dices hemos tenido, si así se puede llamar el deseo de la honra y fama y el cumplimiento de nuestra obligación y deuda natural, la cual, conforme a la mayor calidad y estado, es mayor en los príncipes, señores y caballeros, que en la gente común" (II, 1, 26). O bien Anilco, que habla como un hidalgo orgulloso de su ascendencia: "A lo que decís que soy de vil y bajo linaje, bien sabéis que no dijistes verdad que, aunque mi padre y mi abuelo no fueron señores de vasallos, lo fue mi bisabuelo, y todos sus antepasados, cuya nobleza hasta mi persona se ha conservado sin haberse estragado en cosa alguna, de suerte que, en cuanto a la calidad y linaje, soy tan bueno como voy y como todos cuantos señores de vasallos sois en toda la comarca" (V, 2, 10).

Más grave que estos largos discursos, que interrumpen la narración y afectan su veracidad es la acusación de parcialidad que en ocasiones se ha dirigido contra Garcilaso. José Durand lo ha señalado con todo acierto: Garcilaso es un “historiador apasionado” y en ello está, justamente, el interés de su obra. Por lo demás, todos los cronistas de América lo son, de una u otra manera, y entre las primeras tareas del lector está precisar el punto de vista para corregir deformaciones. En el caso de Garcilaso, no puede negarse apasionamiento, evidente cuando se trata del Perú, y presente también en LA FLORIDA. A pesar de todas sus protestas Garcilaso no es nunca un historiador objetivo, lo cual no quiere decir, por supuesto, que falte deliberadamente a la verdad ni que sea insincero. Su personalidad impregna todo lo que toca. Ya hemos aludido antes a su presentación de los indios norteamericanos; Garcilaso los ve a través de sus recuerdos de los peruanos, y los exalta tal vez si para preparar el camino a su defensa de los Incas; para ello no tiene que deformar el relato de Silvestre sino tan sólo destacar los elementos que corroboraban su propia visión. Pero el punto de vista apasionadamente personal de Garcilaso se nota sobre todo en su idea de la conquista.

Naturalmente, lo primero que encontramos en LA FLORIDA es la interpretación oficial: la conquista de América se justifica, si es necesario justificarla, por la evangelización de los indios y el engrandecimiento de España. Uno de los fines declarados del libro es animar a los españoles a que ganen todo el continente norteamericano antes de que lleguen a él otras potencias. Pero también se esbozan algunas criticas, dirigidas contra De Soto y los suyos. En primer lugar, el desmedido afán de riquezas los hizo olvidar su misión religiosa, y fue tal vez lo que atrajo sobre ellos el castigo divino: "que cierto se perdieron ocasiones muy dispuestas para ser predicado y recibido el evangelio y no se espanten que se pierdan los que las pierden" (II, 2, 17). Además los españoles descuidaron otras posibilidades de colonización, porque aunque no hubiese oro y plata –que seguramente se hallara más adelante– Garcilaso insiste en que la tierra era muy fértil y digna de poblarse. Pero el hambre de riquezas que, como dice Garcilaso desde un principio, es "insaciable" (I, 5) hizo olvidar a los conquistadores los fines de la expedición y alteró profundamente su conducta. Un destacamento, enviado por De Soto, consigue reunirse después de muchos trabajos con sus compañeros: "Recibiéronlos con muchos abrazos y común regocijo de todos, y fue de notar que, a las primeras palabras que hablaron los que estaban, sin haber preguntado por la salud del ejército ni del gobernador ni de otro amigo particular, preguntaron casi todos a una, con grande ansia de saberlo, si había mucho oro en la tierra. La hambre y deseo de este metal muchas veces pospone y niega los parientes y amigos" (II, 2, 16).

Garcilaso narra además, en varias oportunidades, cobardías y abusos de los conquistadores. Todavía esto podría cargarse a la cuenta de algunos soldados que estaban lejos de las virtudes caballerescas del jefe. Pero cabe recordar otras anotaciones sobre lo que podría llamarse la técnica de la conquista, no exenta de crueldad. Al producirse el levantamiento de Vitachuco los españoles obligan a sus criados indios a participar en la matanza de los rebeldes, menos por necesidad que por aumentar su poder sobre ellos y comprometerlos, porque "metiesen prendas" como dice Garcilaso, que cuenta el hecho sin comentarlo: "Y para que los indios intérpretes, y otros que en el ejército había de ser servicio llevados de las provincias que atrás habían dejado, metiesen prendas y se enemistasen con los demás indios de la tierra y no osasen adelante huirse de los españoles, les mandaban que los flechasen y los ayudasen a matar y así lo hicieron" (II, 1, 29).

Hay todavía otro aspecto que conviene señalar y es la crítica de la conquista desde el punto de vista de los indios. El cacique Acuera responde al requerimiento de los españoles diciendo que "tenía larga noticia de quién ellos eran y sabía muy bien su vida y costumbres, que era tener por oficio andar vagabundos de tierra en tierra viviendo de robar y saquear y matar a los que no les habían hecho ofensa alguna... Y a lo que decían de dar la obediencia al rey de España, respondía que él era rey en su tierra y que no tenía necesidad de hacerse vasallo de otro quien tantos tenía como él; que por muy viles y apocados tenía a los que se metían debajo de yugo ajeno pudiendo vivir libres" (II, 1, 16). También el cacique Vitachuco contesta a sus propios hermanos, que lo invitan a la amistad con De Soto: "¿No miráis que estos cristianos no pueden ser mejores que los pasados, que tantas crueldades hicieron en esta tierra, pues son de una misma nación y ley? ¿No advertís en sus traiciones y alevosías? Si vosotros fuérades hombres de buen juicio, viérades que su misma vida y obras muestran ser hijos del diablo y no del Sol y Luna, nuestros dioses, pues andan de tierra en tierra, matando, robando y saqueando cuanto hallan, tomando mujeres y hijas ajenas, sin traer de las suyas. Y para poblar y hacer asiento no se contentan de tierra alguna de cuantas ven y huellan, por que tienen por deleite andar vagamundos, manteniéndose del trabajo y sudor ajeno. Si, como decís, fueran virtuosos, no salieran de sus tierras, que en ellas pudieran usar de su virtud sembrando, plantando y criando para sustentar la vida sin sin perjuicio ajeno e infamia propia, pues andan hechos salteadores, adúlteros, homicidas, sin vergüenza de los hombres ni temor de algún Dios" (II, 1, 21). Imposible saber si con estas palabras Garcilaso reproduce realmente mensajes enviados por los caciques, si su talento de novelista lo lleva a completar sus personajes exponiendo las ideas que podían tener o si, en fin, una parte de su conciencia habla libremente, protegida por una máscara.

Una parte de su conciencia solamente, porque seria apresurado decir que Garcilaso está en contra de la conquista; tampoco estaba a favor de ella como podía estarlo uno de los conquistadores. Garcilaso es más sutil, más secreto, su visión más compleja y profunda que la de muchos cronistas que suelen tomar partido ingenuamente. No es sólo que su juicio esté matizado con reservas, sino que tiene una raíz personal. De una parte el lado de la madre lo llevará siempre a su defensa y exaltación de los vencidos; de otra, la figura ideal del conquistador tendrá siempre el rostro del padre. En LA FLORIDA se nota sobre todo esto último. Como se advierte sobre todo en la segunda parte de los COMENTARIOS REALES, Garcilaso está siempre, por adhesión al padre, del lado de los conquistadores en oposición a quienes llegaron después, a los organizadores de la colonia que no ganaron la tierra pero que aprovecharon de los esfuerzos ajenos, y cuyos intereses –es decir los intereses de la Corona, del Estado– contradecían los de esos aventureros que querían gozar tranquilamente de los frutos de su valor y su buena fortuna, sin leyes dictadas en una Metrópoli que no los comprendía y sin autoridades que limitasen su poder. La expedición de De Soto fue un descubrimiento sin verdadera conquista, que no crea una colonia, y al escribir sobre ella no cabe, aparentemente, una oposición entre conquistadores y autoridades coloniales. Pero esa oposición surge, a pesar de todo, detrás de otra equivalente, entre los conquistadores y los españoles que se quedaron en España, que a veces ignoraban los sufrimientos con que se había ganado América o hacían poco caso de ellos. Garcilaso piensa en el Perú, en los servicios mal reconocidos de su padre, en sí mismo; en el texto siguiente este trasfondo es claro porque en realidad De Soto no había ganado la Florida y los españoles no "gozaban" de ella, como del Perú y otras colonias: "Por esto poco que hemos contado que pasaron en esta breve jornada, se podrá considerar y ver lo que los demás españoles habrán pasado en conquistar y ganar un nuevo mundo, tan grande y tan áspero como lo es de suyo, sin la ferocidad de sus moradores, y, por el dedo del gigante, se podrá sacar el grandor de su cuerpo, aunque ya en estos días los que no [lo] han visto, como gozan a manos enjutas del trabajo de los que los ganaron, hacen burla de ellos, entendiendo que con el descanso que ellos agora lo gozan, con ese lo ganaron los conquistadores" (II, 2, 16). Garcilaso quiere recordar el heroísmo de los compañeros de De Soto, esos méritos sin recompensa que son los de Gonzalo Silvestre y de su propio padre: "Con estos trabajos y otros semejantes, no comiendo mazapanes y roscas de Utrera, se ganó el nuevo mundo, de donde traen a España cada año más de doce y trece millones de oro y plata y piedras preciosas, por lo cual me precio mucho de ser hijo de conquistador del Perú, de cuyas armas y trabajos ha redundado tanta honra y provecho a España" (III, 8). Aquí aparece sin disimulo la nota personal. Pero aún hay más: esos méritos de su padre le corresponden a él por herencia pero no le han sido de ningún provecho. Véase por ejemplo la profesión de desengaño en el Proemio: "que muchos días ha desconfié de las pretensiones y despedí las esperanzas por la contradición de mi fortuna", o esta otra queja discreta en la que se asocia directamente a los conquistadores: "los innumerables y nunca jamás bien ni aún medianamente encarecidos trabajos que los españoles en el descubrimiento, conquista y población del nuevo mundo han padecido tan sin provecho de ellos ni de sus hijos, que por ser yo uno de ellos podrá testificar bien esto" (V, 2, 24). Ya se ve cómo la historia es en Garcilaso personal y autobiográfica; ya se comprende cómo han de entenderse sus alusiones cuando dice que "de las buenas obras ya recibidas pocos son los que se acuerdan para las agradecer" (II, 2, 15), o bien cuando se lamenta: "A que los príncipes y poderosos que son tiranos, cuando con razón o sin ella se dan por ofendidos, suelen pocas veces, o ninguna, corresponder con la reconciliación y perdón que los tales merecen, antes parece de que se ofenden más y más de que porfien con su virtud" (II, 1, 14).

Para terminar es preciso hacer algunas observaciones sobre la voluntad de estilo de Garcilaso. Como en todo maestro su habilidad no es del todo consciente. Lo de menos son esas observaciones algo ingenuas sobre la composición que encontramos en el propio texto de LA FLORIDA, como cuando explica en el Proemio que dividió el segundo libro en dos partes "porque no fuese tan largo que cansase la vista, que, como en aquel año acaecieron más cosas que contar que en cada uno de los otros, me pareció dividirlo en dos partes, porque cada parte se proporcionase con los otros libros, y los sucesos de un año hiciesen un libro entero" o bien cuando acaba un capítulo diciendo: “Y porque el capítulo no salga de la proporción de los demás, diremos en lo siguiente lo que resta" (III, 16). Valen más algunos detalles de técnica narrativa que aquí sólo tocaremos muy brevemente. Las anécdotas, por ejemplo, que pueden ser mala historia pero son buena literatura, que crean un ambiente, aligeran la narración y hacen la lectura más fácil. No es de extrañar que Ventura García Calderón y Julia Fitzmaurice Kelly las hayan recogido en antologías. En ellas tenemos a los conquistadores vistos por sí mismos y comentados por la gracia de Garcilaso que, evidentemente, disfrutaba contando estos lances y nos comunica su goce. Son escenas apretadas y ricas como esencias; Silvestre debió proporcionar a Garcilaso los elementos fundamentales pero el arte está, naturalmente, en la manera de narrar. Para dar una idea de ellas tendremos que citar por lo menos una en su integridad.

"Dos días después sucedió que, caminando el ejército por el mismo despoblado, al medio de la jornada y del día, cuando el sol muestra sus mayores fuerzas, un soldado infante natural de Alburquerque llamado Juan Terrón, en quien se apropiaba bien el nombre, se llegó a otro soldado de a caballo, que era su amigo, y sacando de unas alforjas una taleguilla de lienzo en que llevaba más de seis libras de perlas, le dijo "Tomaos estas perlas y lleváoslas, que yo no las quiero". El de a caballo respondió: "Mejor serán para vos que las habéis menester más que yo y pondreíslas enviar a La Habana para que os traigan tres o cuatro caballos y yeguas porque no andéis a pie, que el gobernador, según se dice, quiere enviar presto mensajeros a aquella tierra con nuevas de lo que hemos descubierto en ésta". Juan Terrón, enfadado de que su amigo no quisiese aceptar el presente que le hacia, dijo: "Pues vos no las queréis, voto a tal que tampoco han de ir conmigo, sino que se han de quedar aquí". Diciendo esto, y habiendo desatado la taleguilla, y tomándola por el suelo, de una braceada, como quien siembra, derramó por el monte y herbazal todas las perlas por no llevarlas a cuestas, con ser un hombre tan robusto y fuerte que llevara poco menos carga que una acémila. Lo cual hecho, volvió la taleguilla a las alforjas, como si valiera más que las perlas, y dejó admirados a su amigo y a todos los demás que vieron el disparate. Los cuales no imaginaron que tal hiciera, porque, a sospecharlo. todavía no se lo estorbaran, porque las perlas valían en España mas de seis mil ducados porque eran todas gruesas del tamaño de avellanas y de garbanzos gordos y estaban por horadar, que era lo que más se estimaba en ellas, porque tenían su color perfecto y no estaban ahumadas como las que se hallaron honradadas. Hasta treinta de ellas volvieron a recoger rebuscándolas entre las yerbas y matas y, viéndolas tan buenas, se dolieron mucho más de la perdición hecha, y levantaron un refrán común que entre ellos se usaba, que decían: "No son perlas para Juan Terrón". El cual nunca quiso decir donde las hubo y. como los de su camarada se burlasen con él muchas veces después del daño y le motejasen de la locura que había hecho, que conformaba con la rusticidad de su nombre, les dijo un día que se vio muy apretado: "Por amor de Dios, que no me lo mentéis más porque os certifico que todas las veces que se me acuerda de la necesidad que hice me dan deseos de ahorcarme de un árbol". Tales con los que la prodigalidad incita a sus siervos, que, después de haberles hecho derramar en vanidad sus haciendas, les provoca a desesperaciones. La liberalidad, como virtud tan excelente, recrea con gran suavidad a los que la abrazan usan de ella" (III, 20).

Apenas si es necesario subrayar la economía con que procede Garcilaso; nos dice el lugar y la hora, nos presenta. permitiéndose una suave ironía, a Juan Terrón "en quien se apropiaba bien el nombre" y antes de que termine la primera oración ya estamos a la mitad de la anécdota y el soldado, inexplicablemente, ha ofrecido sus perlas a un amigo. Después del diálogo se demora el ritmo ligeramente en una imagen espléndida "de una braceada, como quien siembra, derramó por el monte y herazal todas las perlas" en que se fija plásticamente el movimiento. Sólo en este momento se acumulan los detalles; se describen las perlas, que valían una fortuna; Terrón hubiera podido cargar con ellas porque era más fuerte que una acémila, y sobre todo esa pequeña nota tan significativa, aunque aparentemente inútil, que de un tono de veracidad a todo el suceso: el hecho de guardar la taleguilla de lienzo después de arrojadas las perlas. Los compañeros recogen las que pueden, se burlan de la locura, inventan un refrán; Garcilaso está preparando el remate de la anécdota: Juan Terrón se ha arrepentido de su cólera, de su excesivo afán estético –porque el gesto no parece de prodigalidad, como luego se dice, sino un puro ademán estético, un desplante– y cada vez que se acuerda tiene ganas de ahorcarse. Tal vez seria mejor que el cuento terminase aquí, pero todavía hay dos frases más, la crítica o moraleja casi medieval.

Las anécdotas pueden ser una buena introducción a LA FLORIDA, pero quien se quede en ellas perderá mucho. Garcilaso es un gran escritor, es decir que justifica y hasta exige no una sino varias lecturas. Podemos elegir una página entre muchas, en la que se relata un día cualquiera de la expedición:

"Los indios, que por las dos lenguas de tierra limpia y rasa no habían osado esperar a los españoles, luego que los vieron entre los sembrados, revolviendo sobre ellos y encubriéndose con los maizales, les echaron muchas flechas acometiéndolos por todas partes sin perder tiempo, lugar y ocasión, doquiera que se les ofrecía, para les poder hacer daño, con lo cual hicieron muchos castellanos. Más tampoco se iban los indios alabando, porque los cristianos, reconociendo la desvergüenza y el coraje rabioso que los infieles traían por los matar o herir, en topándolos al descubierto, los alanceaban si perdonar alguno, que muy poco tomaron en prisión. Así anduvo el juego riguroso en las cuatro leguas de los sembrados, con pérdida, ya de unos, ya de otros, como siempre suele acaecer en la guerra. Del pueblo de Vitachuco al de Osachile, hay diez leguas de tierra llana apacible" (II. I, 30).

¿Por qué es eficaz este párrafo? Un primer análisis puede indicarnos la limpieza del vocabulario o el ritmo grave y vario que encontrarnos siempre en la prosa de Garcilaso. Podemos anotar las parejas de adjetivos, verbos o nombres (tierra limpia y rasa, revolviendo sobre ellos y encubriéndose, desvergüenza y coraje) cortadas sabiamente por un grupo trimembre (tiempo, lugar y ocasión) pero estas observaciones no nos sirven de gran cosa. Se trata de recursos retóricos, aunque de buena retórica pues no son simples artificios sino que están cargados de significación. La adjetivación es sencilla, límpida, sólo el "juego riguroso" tiene algo de insólito. Pero hay que destacar sobre todo las frases finales, ese comentario un poco triste "como siempre suele acaecer en la guerra", en el que parece establecerse un contacto entre el autor y el lector a través de un conocimiento que comparten. Hasta aquí el párrafo es excelente, pero ahora asoma la visión original, a cuyo servicio está el estilo. Cambia el ritmo, hay una simple oración declarativa que no parece tener relación directa con lo anterior: "Del pueblo de Vitachuco al de Osachile, hay diez leguas de tierra llana y apacible". Después de las imágenes de la guerra la súbita presencia de la naturaleza que vale más que todos los horrores: lo quieto, lo permanente, esa "tierra llana y apacible" que es como un eco irónico de la "tierra limpia y rasa" con que se inicia el texto: un tono nuevo, una coda sorprendente y natural al mismo tiempo, escrita seguramente sin mayor deliberación por Garcilaso, este hombre de libros a quien la violencia debía fascinar.

En Amaru N° 14, enero de 1971, pp. 61-67.

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