martes, 25 de junio de 2013

EL NOMBRE DE LA ROSA DE UMBERTO ECO

EL NOMBRE DE LA ROSA



Por: Alfredo Valle Degregori

Bajo este sugestivo y manso título se esconde una ambiciosa novela de reconstrucción histórico-literaria, emprendida por el lingüista italiano Umberto Eco, que hace hoy por hoy furor en Europa y alrededores.

Llegó a nosotros en una hermosa edición Bompiani de medio millón de ejemplares titulada "Il nome della rosa".

Al final del manuscrito de Adso de Melk, que es la forma asumida por la novela, se encuentra la bella frase latina que le sirve al autor de motivo para el titulo: Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus. Queda en pie la rosa,  primordial por su nombre: sólo poseemos nombres desnudos.

La frase es evidentemente nominalista, además de muy poética y profunda. Nos hace ver que estamos en un universo de palabras y que éstas muchas veces se nos ofrecen en su genuino estado natural: desnudas o peladas. Y que muy probablemente no se esconde nada detrás de ellas. Y sin embargo todos vivimos creyendo que la realidad da valor a las palabras.

El protagonista, un monje franciscano que pasa de los cincuenta, Guillermo de Baskerville, amigo de Guillermo de Occam, inglés como él, ex inquisidor, asume en la novela el papel de detective, siguiendo los principios de la deducción silogística aristotélica y las argucias escolásticas usadas en Europa hacia 1327.

La pugna dentro de la Iglesia se da entre dominicos que apoyan al papa de Avignon Juan XXII (Giacomo di Cahors) y franciscanos, que son utilizados para sus fines políticos por el emperador Ludovico de Baviera, en su lucha contra el papa.

La época tiene como eje la figura del fraile franciscano "fra Dolcino", que muere en la hoguera por haber proclamado la pobreza como principio fundamental del cristianismo. Muchos "fraticelli" mueren en la hoguera proclamando: "Viva Cristo povero crocifisso".

Quizás una de las virtudes más grandes de esta novela sea la de meter al lector dentro de la terrible realidad de esas hogueras en que murieron tantos franciscanos por proclamar las verdades que descubriera su fundador y que milagrosamente a éste no le acarrearon la muerte sino la canonización.

Adso de Melk es un novicio benedictino, que hará una inquietante iniciación de su vida religiosa en un rico monasterio de su orden, situado en un lugar indeterminado de la Alta Italia. Este personaje narrador sirve al autor como testigo presencial de los acontecimientos, a través de un manuscrito, del cual se dan al lector ciertas referencias, que le hacen sospechar la existencia de un núcleo esencial de hechos que sirvieron para la recreación de esta historia.

En la rica abadía benedictina, llena de relicarios, custodias y paramentos sagrados colmados de oro, plata y piedras preciosas, hay también una biblioteca laberíntica, cuyo plano se ofrece al lector en las páginas de respeto, de tapa y contra-tapa.

La biblioteca es lo más precioso de la abadía y así lo comprende Guillermo de Baskerville, que ha llegado atraído por ella. Sin embargo, el abad les prohíbe a él y al novicio a su cargo (Adso) el acceso al laberinto. La biblioteca en forma de laberinto no es sólo una realidad de muchas grandes bibliotecas de la época sino también un hermoso símbolo de lo que es la cultura para la humanidad.

De hecho, el autor, a través de su personaje principal (fray Guillermo), demuestra erudición en cosas de bibliotecas, códices, manuscritos árabes, griegos y latinos y ésta viene a ser para algunos perspicaces la verdadera trama de la obra, que salta de un libro al otro  y de un dato al otro, sin terminar de conformar vitalmente el ambiente.

Tan es así que, aunque hay siete muertos en los siete días de estada de Guillermo y Adso en la abadía, resulta que los siete cadáveres son simplemente siete ideas, porque para ninguno de ellos prepara el autor ni siquiera un modesto funeral.

Lo mismo ocurre con las comidas. A pesar de la opulencia y a pesar saberse que el alimento ha sido siempre muy importante para monjes privados de relaciones carnales, apenas si en una ocasión describe el manuscrito manjares servidos a la mesa y más como el que mira de lejos un cuadro que como el novicio joven y con apetito que participa y ve participar a los demás del refrigerio.

Quizás si las escenas del laberinto y la de la cocina de Adso con la mujercita que viene a ofrecerse a cambio de vísceras de res al administrador son los únicos toques de un palpitante realismo en medio de un acontecer demasiado cerebral.

Los monjes de la abadía contribuyen a formar en el lector una idea de irrealidad, pues el abad no tiene nombre, el viejo Jorge es ciego e intratable y apenas si Berengario, Zacarías, Severino y el viejo Alinardo son como sombras que se mueven en la oscuridad e intentan muy débilmente convertirse en personajes. Llega un momento en que da la impresión de que el autor se hubiera quedado sin personajes, a raíz de las siete muertes y se nota que va improvisando nuevos títeres al darse cuenta de que se le han acabado los que manejaba al comienzo.

El descubrimiento del misterio de Finis Africae está elaborado con cuidado y en la inquisición intelectual emplea Eco toda la acuciosidad que ahorra en la creación verosímil de personajes y de situaciones vitales.

El desenlace tiene pinturas grandiosas como la del caballo Brunetto (Morenito) con la crin encendida, que nos recuerda las jirafas de Dalí y la figura apocalíptica del viejo ciego Jorge, español para más señas, que adquiere al final toda la fuerza de un símbolo fatal.

Allí, en el final, comprendemos ya a cabalidad, que Eco ha manejado ideas y no personajes. El propio abad nunca fue más que un cargo y Jorge fue preparado para símbolo. El caballo Brunetto era un símbolo poético de la realidad fugaz e inasible, que se debe aprehender con el intelecto activo.

Pero es en el incendio de la biblioteca donde se configura no tanto el incendio real de tantas ricas bibliotecas del pasado sino la vacuidad de la cultura: el terrible MATAIOTES MATAIOTETON (Vanidad de vanidades) del Eclesiastés.
             
El único personaje que se salva como tal es Guillermo de Baskerville, porque en cierta manera representa al propio Eco en busca de la verdad de las bibliotecas, que debería ser la verdad del mundo. Tanto cariño le tiene el autor a este personaje que hasta lo describe: es alto, flaquísimo y con granos.

El secreto de tantas muertes y de tantos afanes detectivescos resulta igualmente libresco: el gran misterio estaba encerrado en el libro segundo de la Poética de Aristóteles, texto hoy perdido y que Eco supone trataba sobre la risa.

Detrás de este secreto alienta una suposición de Umberto Eco: que las concepciones aristotélicas sobre el hombre eran en el medioevo tan capaces de minar el cristianismo irracional representado por Jorge como los actuales avances y descubrimientos científicos son capaces hoy de combatir una idea o posición religiosa irracional.

Jorge, con su teoría del Anticristo y del fin del mundo, quiere representar para Eco la irracionalidad de las creencias religiosas frente a la luminosidad del razonamiento aristotélico escolástico medieval, precursor de la ciencia de hoy.

Algunas suposiciones demás, algunos personajes y ambientaciones de menos y algunas fallas técnicas en cuanto a narrativa no le quitan belleza, audacia y poder a un libro que nos apasiona de principio a fin, pues intenta levantar con todas sus fuerzas el velo de la aventura intelectual del hombre en el universo.


Publicado en el Suplemento “DOMINICAL” de “El Comercio”, Lima, 24 de junio de 1984

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