domingo, 21 de abril de 2013

EL INCA GARCILASO DE LA VEGA (1)




Empezamos a transcribir un capítulo de la monumental obra de José de la Riva Agüero y Osma, LA HISTORIA EN EL PERÚ (Segunda Edición, Madrid, 1952), referente al Inca Garcilaso de la Vega. Se divide en cuatro bloques o subcapítulos:

1. Su vida y carácter.
2. Traducción de los diálogos de León el Hebreo. La Florida del Inca.
3. Examen de la primera parte de los Comentarios Reales.
4. Examen de la segunda parte de los Comentarios Reales.

A continuación el primer subcapítulo:

1. SU VIDA Y CARÁCTER.

GARCILASO fué hijo natural del capitán Garcilaso (o Garci-Lasso) de la Vega y de la ñusta doña Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Cápac y nieta de Túpac Yupanqui (1). Nació en el Cuzco el 12 de abril de 1539 (2). Desde la niñez, la suerte pareció esmerarse en despertarle la vocación de cronista. Creció en medio del fragor de las guerras civiles, en las que tan mezclado estuvo su padre, y ante sus ojos de niño desfilaron los protagonistas y los actores secundarios de aquellos sangrientos y movidos dramas. Conoció a Gonzalo Pizarro, a Francisco Carvajal, al presidente Gasca y a Francisco Hernández Girón, y oyó de los labios de los veteranos la relación de los sucesos. Su padre, que era muy dadivoso y hospitalario, tenía en el Cuzco casa abierta y mesa puesta para los antiguos compañeros de armas. De la conversación de los numerosos huéspedes paternos, que, como cuenta él mismo, «la mayor y más ordinaria que tenían era repetir las cosas hazañosas y notables que en las conquistas habían acaecido»(3), acopió un caudal de revelaciones y de anécdotas, que conservó con el cariño con que se guardan las impresiones de la infancia.

El nacimiento y la primera educación lo preparaban para ser el historiador de la conquista y de las disensiones de los españoles, y más todavía para ser el historiador de los Incas. Aunque los indios no acataban las prerrogativas de la familia imperial sino en la descendencia masculina, de varón a varón, libraron de la exclusión a los hijos de conquistadores y de pallas o ñustas. Refiere Garcilaso que lo hicieron por creer a los españoles viracochas, o sea descendientes del Sol. Pero más que a la creencia supersticiosa o a la lisonjera fábula, hubieron de atender a razones de conveniencia. Muy útil era a los últimos incas contar entre su parentela oficial—digámoslo así—a hijos de conquistadores, y sin duda les reconocieron la clase y jerarquía de príncipes de la sangre para recordarles el vínculo de la común ascendencia y tenerlos como mediadores y como prendas de amistad y concordia entre vencedores y vencidos. Pudo, por consiguiente, Garcilaso usar con universal aquiescencia el título de inca, que no lo enorgullecía menos que la nobleza de su ilustre apellido castellano. Y si los amigos de su padre le comunicaron el tesoro de las remembranzas soldadescas, los parientes y servidores de su madre le transmitieron con religioso cuidado, como a vástago de los soberanos indígenas, el sagrado depósito de las tradiciones del derrocado imperio. Cedámosle la palabra, para que nos describa en sabroso lenguaje los sentimientos que dominaban a sus deudos maternos: «Residiendo mí madre en el Cozco, su patria, venían a visitarla casi cada semana los pocos parientes que de las crueldades y tiranías de Atahualpa escaparon; en las cuales visitas siempre sus más ordinarias pláticas eran tratar del origen de sus reyes, de la majestad dellos, de la grandeza de su imperio, de sus conquistas y hazañas, del gobierno que en paz y en guerra tenían, de las leyes que tan en provecho y en favor de sus vasallos ordenaban. En suma, no dejaban cosa de las prósperas que entre ellos hubiesen acaecido que no la trujesen a cuenta. De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes: lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su república. Estas y otras semejantes pláticas tenían los incas y pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido, siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo : trocósenos el reinar en vasallaje. En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oír, como huelgan los tales de oír fábulas» (4).

Todas las aristocracias propenden a encarecer y hermosear lo pasado, porque en él tienen los títulos de su poder y su consideración, y las aristocracias depuestas y arruinadas, con mucho mayor empeño y ahinco, porque en él encuentran consuelo para sus desgracias y humillaciones y satisfacción para el herido orgullo. Se encierran con increíble tenacidad en el recuerdo de sus marchitas glorias, e inconscientemente las exageran e idealizan. Júzguese cuáles serían las ponderaciones de aquellos incas, aficionados por carácter a lo extraordinario y sobrenatural, y caídos de tan alto a tan bajo, de la situación de seres, no ya privilegiados, sino semidivinos, a la de pobres y vejados súbditos. Un inca viejo, tío abuelo de Garcilaso, llamado Cusi Huallpa, era el que, con el fervoroso amor de la ancianidad a los tiempos pretéritos, daba más detenida explicación de las antiguallas, y la extraña unción, el misterioso prestigio de sus discursos ha pasado a algunas de las páginas de su sobrino.

Cuando el conquistador Garcilaso tuvo que salir del Cuzco, huyendo de Gonzalo Pizarro, los incas y un cacique se atrevieron a alimentar, con peligro de la vida, a doña Isabel y a sus dos hijos (una niña de pocos años y el futuro cronista, que contaba cinco), los cuales sin el socorro habrían perecido de hambre (5).

Con tales antecedentes se comprende que el mestizo Garcilaso profesara por los Incas y en general por la raza india un cariño entrañable. Como él propio lo declara, los Comentarios Reales, en su primera parte, «son el cumplimiento de la obligación que a la patria y a los parientes maternos debía». Este patriótico afecto y el parentesco y trato íntimo con los últimos miembros de la familia real peruana hacían que Garcilaso reuniera para conocer la historia incaica muy singulares condiciones, a la vez ventajosas y adversas. Por una parte, gracias a ellas poseyó aquella simpatía y aquella efusión amorosa que son en el historiador dotes insustituibles, puesto que constituyen el alma de la evocación histórica, y atesoró en la memoria las tradiciones de la corte del Cuzco. Pero por otra parte, esas mismas condiciones suyas lo inclinaban fatalmente a idealizar el imperio de sus antepasados; a celebrar por sistema las leyes que establecieron, las costumbres que observaron y las victorias que obtuvieron; a disimular las derrotas y las manchas; a ignorar los vicios y defectos; a ponderar las virtudes y excelencias, y a convertir, por fin, la crónica en un ardiente alegato, en la generosa, pero apasionada, obra de la ternura filial. En su derredor todo conspiraba a este objeto. Las miserias y calamidades de la Conquista y de las guerras civiles hacían olvidar los males que pudieron haber afligido al pueblo en la época incaica, y que de seguro fueron menores que los producidos por la codicia y crueldad de los soldados de España. Las brillantes ceremonias nacionales desaparecían, los grandiosos monumentos patrios se desmoronaban en el silencio, envolviéndose en la melancólica majestad que decora siempre el ocaso de una civilización y de una raza. Ante espectáculo semejante, y comparando el desconcierto, los estragos y las constantes insurrecciones de los conquistadores con la prosperidad del antiguo Tahuantinsuyu, el descendiente de los Incas, aunque fuera católico muy sincero y devoto e hijo de castellano invasor, tenía que imaginar el régimen y gobierno de sus abuelos indígenas como un dechado de perfección y sabiduría.

A las influencias arriba mencionadas, que obraron sobre la imaginación y el sentimiento de Garcilaso, agréguese, como causa igualmente deformadora de la visión histórica, su credulidad natural. Mucho se ha hablado de la credulidad de Garcilaso, y a mi ver con notable exageración injusticia; pero es preciso reconocer que en materia de discernimiento no superaba a la mayoría de sus contemporáneos españoles. Es cierto que relata las fábulas gentílicas sólo por cumplir la tarea de historiador, sin creer en ellas, antes bien, llamándolas burlerías y disparates. Pero reemplaza el elemento maravilloso indio con el elemento maravilloso cristiano. Narra con profundo convencimiento y muy viva complacencia cotidianos milagros de la Virgen y del apóstol Santiago, y los providenciales castigos de los sacrílegos, excomulgados y blasfemos, y explica siempre por la intervención del diablo los oráculos y hechicerías. Verdad que en esto no hacía sino seguir el ejemplo de todos los españoles y de todos los europeos de los siglos XVI y XVII.

La cultura no vino en él a corregir la credulidad nativa; y aun añadamos que la cultura teológica y pedantesca, que era la ordinaria en aquella época, no tenía eficacia para formar en la mente hábitos críticos ni para educar el discernimiento histórico. No puede decirse que la educación de Garcilaso hubiera sido esmerada. Al contrario, no podían prosperar los estudios en la tierra recién conquistada y alterada por continuos levantamientos y alborotos. «Los estudiantes andaban descarriados de un preceptor a otro, sin aprovecharles ninguno... y así quedaron imperfectos en la lengua latina.» Es de creer que lo que supo Garcilaso, lo debió, más que al buen canónigo Cuéllar (6), a sus lecturas personales y a su despierta inteligencia. Su crianza militar, entre armas y caballos, contribuyó tal vez a no aguzarle el criterio para la exacta apreciación de los tiempos remotos del Perú (por más que le valiera mucho para los de la conquista y dominación españolas); pero, en cambio, lo libró de la carga agobiadora de la pedantería y le dió el desembarazo y la agilidad que eran patrimonio de los ingenios legos, como se decía entonces.

Fallecido su padre de muerte natural (que fué raro género de muerte entre los conquistadores), se trasladó Garcilaso a España en 1560 (7). Tocó en las islas Fayal, Tercera y Azores; desembarcó en Lisboa y pasó a Sevilla en el mismo año de 1560. Luego fué a Extremadura y Montilla, a ver a su parentela (8). Era a la sazón mozo de más de veinte años, edad en que las aptitudes y las líneas del carácter se hallan ya por lo general formadas. Imaginativamente nos representamos a Garcilaso en este punto como al perfecto tipo de la mezcla de las dos razas, americana y española. Y no es puro capricho de la fantasía, porque de aquella manera se nos aparece en sus obras. Tenía del español la viveza y la fogosidad, y del indio, la dulzura afectuosa y cierto candor, que es muy común descubrir bajo la proverbial desconfianza y cautela de nuestros indígenas, y unía en un mismo y contradictorio amor a la casta de los subyugados y a la de los dominadores.

En España entró en el ejército. Militó en varias campañas, principalmente en la guerra contra los moriscos. Sirvió a las órdenes de don Juan de Austria y de don Alonso Fernández de Córdova, marqués de Priego, y logró el grado de capitán, inmérito de sueldo. Dice que escapó de la guerra tan desvalijado y adeudado que no le fué posible volver a la corte, sino acogerse a los rincones de la soledad y pobreza. En vano solicitó del rey la restitución patrimonial de los bienes de su madre y la recompensa debida por los servicios de su padre. El gobierno español conservaba mal recuerdo del conquistador Garcilaso, que fué amigo personal de Gonzalo Pizarro y siguió las banderas rebeldes. Y aunque nuestro cronista se afanó por probar que su padre había seguido a Gonzalo Pizarro de pésima gana, intimidado y obligado por amenazas y persecuciones, en calidad de prisionero, y que en cuanto se le había presentado ocasión había abandonado las filas pizarristas, no acertó a desvanecer las retrospectivas sospechas sobre la lealtad del finado capitán, y por causa de ellas el Consejo de Indias denegó las esperadas mercedes.

En 1579 estaba en Sevilla (Comentarios, primera parte, libro VIII, capítulo XXIII). En 1586 en Montilla, estado de su primo el marqués de Priego, y poseyó la capellanía de su tío don Alonso de Vargas.

Desalentado y desilusionado, y frisando ya en los cincuenta años, se estableció, hacia 1589, en la ciudad de Córdoba, de donde no parece haberse ausentado sino muy raras veces en todo el curso de su vida posterior. Veraneaba en la próxima aldea de Las Posadas o en villas de las cercanías. Se ordenó de clérigo, según vemos por su testamento, descubierto recientemente por don Manuel Gonzáles de la Rosa (9). Las letras, que descuidó en la juventud, lo consolaron en su modesto retiro. Utilizando el conocimiento del italiano, adquirido en sus andanzas militares, vertió al castellano Los diálogos de amor, de León el Hebreo. Dedicóse luego a la crónica, género al cual lo llevaba una decidida afición. Compuso la historia de la jornada del Adelantado Hernando de Soto en la Florida, que tiene por título La Florida del Inca, de relación de un caballero que estuvo en esa expedición. Hizo imprimir dicha historia en Lisboa el año de 1605. El año de 1609 publicó, también en Lisboa, La Primera Parte de los Comentarios Reales, que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra; de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fué aquel imperio y su república antes que los españoles pasaran a él. Ya por 1613 tenía acabada la segunda parte de los Comentarios (10), que trata del descubrimiento y las guerras civiles del Perú; pero no alcanzó a verla impresa. Murió en Córdoba el 22 de abril de 1616, diez días después de haber cumplido setenta y siete años (11). Garcilaso de la Vega fué y tenía que ser un hombre de la Edad Media. La materia a que dedicó sus estudios : las expediciones y guerras coloniales (que siempre resultan algo arcaicas, y entonces, como hoy mismo, reproducían tipos ya pretéritos en Europa), contribuyó a retrasarlo algo en cuanto a su propia época. El Renacimiento lo educó ya en su edad madura; mas a pesar de sus lecturas toscanas y su afición a los poetas e historiadores florentinos recientes, fué en lo esencial, por sus ideas, por sus sentimientos y por su estilo (a pesar de centurias de distancia), un hermano de Muntaner y Villani, de Joinville y de Froissart.

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 Notas y referencias
(1)  Se deduce que Garcilaso no era hijo legítimo de lo que dice en el capítulo II del libro VII y en el capítulo XI del libro VIII de la segunda parte de los Comentarios Reales. Comparando los dos capítulos citados se ve que en 1553 el conquistador Garcilaso estaba casado con una dama española, hermana de la mujer de Antonio de Quiñones ; y que en 1558, cuando el inca Sayri Túpac entró en el Cuzco, vivía aún la princesa doña Isabel. Y hasta es probable que el cronista la dejara viva en el Perú, según lo que leemos en el capítulo XXXIX del libro IX de la primera parte : «Cuando murió don Francisco, hijo de Atahualpa, pocos meses antes de que yo me viniese a España, el día siguiente a su muerte, bien de mañana, antes de su entierro, vinieron los pocos parientes incas que había, a visitar a mi madre.»

(2) Comentarios Reales, segunda parte, libro III, capítulo XIX ; libro IV, cap. XLII.

(3) Comentarios, primera parte, libro I, cap. III.

(4) Comentarios Reales, primera parte, libro I, cap, XV.

(5) Comentarios Reales, segunda parte, libro IV, cap. X.

(6) Comentarios Reales, primera parte, libro II, cap. XXVIII.

(7) El señor don José Toribio Polo, en un artículo que apareció en el número II de la Revista Histórica, asegura que Garcilaso «estuvo en Lima de edad de once a trece años», apoyándose en las siguientes palabras sacadas del capítulo IX del libro IX de la primera parte de los Comentarios : «Este año de 1550 oí yo contar estando en la ciudad de los Reyes, que siendo el ilustrísimo don Antonio de Mendoza viso rrey y gobernador de la Nueva España...» En esto ha padecido Polo una curiosa equivocación. Las palabras citadas existen en los Comentarios, pero no son de Garcilaso, sino de Cieza de León. Garcilaso las transcribe de la Crónica del Perú, capítulo LII, y así lo declara al principio del suyo alegado. No hay, pues, prueba del tal viaje de Garcilaso a Lima. Donde sí estuvo fue en las Charcas, en la provincia de los Chichas, o sea en las regiones de Puno o en las comarcanas, supone Cotesanta Com., primera parte, libro I, capítulo I, y en Potosí por los años de 1554, a juzgar por lo que cuenta de cierto Papa y clérigo y una india (primera parte, libro VIII, capítulo XXI). Y no sólo ha errado Polo en atribuir a Garcilaso tales palabras ajenas, sino también en creer que se refieren al gobierno de don Antonio de Mendoza en el Perú, cuando claramente se dice en ellas siendo el ilustrísimo don Antonio de Mendoza visorrey y gobernador de la Nueva España. Por consiguiente, carece de objeto la rectificación de fechas que Polo establece más abajo.

Otra equivocación, más curiosa todavía que la anterior, tiene Tschudi en sus Contribuciones, a propósito del nombre y del apellido de Garcilaso. Muy receloso y desconfiado se muestra, porque imagina que Garcilaso puso singular empeño en ocultar su nombre de pila. «De paso voy a señalar aquí el hecho raro y característico de que Garcilaso, a lo que yo sepa, jamás indica su nombre de pila, sino que se llama siempre a sí mismo, con una vanidad que salta a la vista, Inca Garcilaso de la Vega. Se sabe que su padre fué un soldado valeroso, aunque no un partidario leal, y que se casó con una mujer que había sido palla de la tribu (ayllo) de Huáscar Inca. El hijo era, pues, español de nacimiento, y tenía un nombre de pila cristiano, que ha ocultado cuidadosamente, como si se hubiera avergonzado de él» (Tschudi, Contribuciones, articulo Wirakotsa, nota). En este trozo de Tschudi casi son tantos los errores como las palabras. Ni está probado que el conquistador Garcilaso fuera desleal al rey ; ni se casó con doña Isabel Chimpu Ocllo, sino que vivió amancebado con ella ; ni puede decirse con propiedad que ésta fuera palla sino ñusta, pues fué soltera ; ni pertenecía al ayllo de Huáscar ; ni, finalmente, tenía por qué desasosegarse Tschudi, ya que no existió tal ocultación de nombre en el cronista cuzqueño. Garcilaso de la Vega es corrupción de Garci-Lasso de la Vega, verdadera forma de su nombre y apellido. Garci es contracción de García, nombre de pila muy usado por los españoles de los siglos XVI y XVII. Varios de los conquistadores y de los primeros virreyes lo llevaron.

(8) En 1562 y 1563 Garcilaso estuvo en Madrid (primera parte, libro VIII, capítulo XXIII). En 1569, ya capitán contra los moriscos de Granada. Antes debió ir a Italia en 1561 y 1562, acreedor de su pariente el marqués de Priego.

(9) Debe publicarse en el trimestre III del tomo III de la Revista Histórica.

(10) Véanse en comprobación las aprobaciones que preceden a esta segunda parte.—Prescott afirma erróneamente que la acabó pocos meses antes de morir. En esto y en lo del nacimiento de Garcilaso, las fechas que da Prescott están equivocadas. Fácil será certificarlo leyendo atentamente los Comentarios.

(11) Por el testamento de Garcilaso de la Vega sabemos que éste se solía llamar también por otro nombre, siguiendo el uso de aquellos tiempos, Gómez Suárez de Figueroa, como su primo lejano el duque de Feria,

Parece que Garcilaso sólo recibió órdenes menores ; pues en su testamento y codicilos se llama clérigo a secas, mientras que denomina clérigos presbíteros a los sacerdotes que menciona.

No era la pobreza de Garcilaso tanta como él la ponderaba. Al morir tenía a su servicio cinco criados y una esclava morisca ; poseía censos de alguna consideración, habida cuenta del valor del dinero en la época, y dos de ellos que montaban a diez mil ducados impuestos sobre los bienes del marqués de Priego, y para su sepultura reedificó y dotó la capilla de las Animas en la catedral de Córdoba, y fundó en ella un aniversario de misas, nombrando por patronos al Deán y Cabildo de la misma Catedral, y al mayorazgo y veinticuatro don Francisco del Corral y sus descendientes.

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