jueves, 18 de abril de 2013

MARTIN ADAN Y LA CASA DE CARTON




MARTÍN ADÁN, es el pseudónimo de Rafael de la Fuente Benavides (Lima, 1908 – Lima, 1985). Fue un escritor peruano, más celebrado como poeta.

“Martín Adán es la cúspide del barroquismo contemporáneo en el Perú. Eso se debe a su novela poema La casa de cartón aparecida en 1928, con palabras consagratorias provenientes de la pluma de José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez.

“Poeta en toda la definición de la palabra. No menos importante resultó su ensayo De lo barroco en el Perú. Martín Adán fue un cultista de la forma y autor refinado del verbo poético. Hemos señalado ya la famosa cuatrilogía en las letras peruanas del siglo XX: Eguren, Vallejo, Adán, y Oquendo. Martín Adán fue lector voraz de Proust, Joyce, Gómez de la Serna y los simbolistas franceses. Se afirmó con una voz suntuosa y barroca que reveló las entelequias de un hermetismo personal que devela su mundo atormentado y existencial. Poeta desgarrado hasta la médula viviente, nos entregó aparejada tres temas y constantes: la piedra, la rosa y la poesía.

A Martín Adán se le ha catalogado como poeta complejo y hermético. La suya es la aventura personal –casi solitaria– de una veracidad auténtica que lo coloca como uno de los fundadores de la poesía peruana del siglo XX a lado de Eguren, Vallejo y Oquendo. Pero el camino singular de Adán supone dos polaridades esenciales en su cartera. La imaginación en vía de magia transfiguradora. Ese mundo por demás cierto que se asemeja a la palabra abierta y herida, con una plenitud por hallar en la belleza el consumo de una vida que se increpa y despoja. Martín Adán suele utilizar en sus versos la fragmentación caótica, enumerativa y anafórica; entre esa poesía laberíntica que otorga la belleza en su sentido neo-impresionista; que se llena también de una ironía por plasmarla insuficiencia agónica de la vida.

“Martín Adán es por definición de sus críticos un poeta culto. La constante aventura cultista de la palabra que al paso de los tiempos se refina, adelgazada por frases herméticas, con adjetivos que se tornan sustantivados. No puede sorprender que Adán sea el iniciador de un camino inédito en la poesía peruana; volatinero, circense, dictador de nuevas normas que parangona a una personalidad de riqueza pura, en ese arte de tauromaquia barroca. Dan fe sus Poemas Underwood, incluido en su novela poemática La Casa de cartón. Excelente poema en prosa.

“La poesía de Martín Adán están representadas por los siguientes libros: La rosa de la espinela (1939); Travesía de extramares (Sonetos a Chopín) (1950); Escrito a ciegas (1961); La mano desasida. Canto a Machu Picchu (1964); La piedra absoluta (1966); Obra poética (1928-1971), y Diario de poeta.

(César Toro Montalvo, en ''Manual de Literatura Peruana'', Tomo I. A.F.A. Editores Importadores S.A. Tercera edición, corregida y aumentada, 2012).

A continuación, fragmentos de La Casa de cartón, incluyendo el prólogo festivo de José Carlos Mariátegui.

LA CASA DE CARTÓN

De: MARTÍN ADÁN

Presentación (de José Carlos Mariátegui)

De la publicación de este libro soy un poco responsable, pero como todas mis responsabilidades, asumo esta sin reservas. Amanecida en una carpeta de escolar esta novela se asomó por primera vez al público desde las ventanas del “Amauta”, tres anchos trapecios incaicos como los de Tamputocco, de donde están mesurando el porvenir los que mañana partirán a su conquista. Martín Adán no es propiamente vanguardista, no es revolucionario, no es indigenista. Es un personaje inventado por él mismo de cuyo nacimiento he dado fe, pero de cuya existencia no tenemos todavía más pruebas que sus escritos. El autor de Ramón es posterior a su criatura, contra toda ley biológica y contra toda ley lógica de causa y efecto.

Las cuartillas de la novela estaban escritas mucho tiempo antes de que la necesidad de darles un autor produjese esa conciliación entre el “Génesis” y Darwin que su nombre intenta. Constituían una literatura adolescente y clandestina, paradójicamente albergada en el regazo idílico de la Acción Social de la Juventud. Más aún, por humanismo, Martín Adán se dice reaccionario, clerical, civilista. Pero su herejía evidente, su escepticismo contumaz, lo contradicen. El reaccionario es siempre  apasionado. El escepticismo es ahora demoburgués, como fue aristocrático cuando la burguesía era creyente y la aristocracia enciclopedista y volteriana. Si el civilismo no es capaz sino de herejía quiere decir que no es capaz de reacción. Y yo creo que la herejía de Martín Adán tiene este alcance, y por eso me he apresurado a registrarla como un signo. Martín Adán no se preocupa sin duda de los factores políticos que, sin que él lo sepa, deciden su literatura. He aquí, sin embargo, una novela que no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección “colónida”, de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y de las obras de la Foundation. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente, cartesiano, razonable como Martín Adán no se habría expresado jamás irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría denunciado en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y barranquina, ni la habría sacado al público con un abata de motitas, acezante, estival e íntima, con su gato y su negrita; no habría dejado de pedirle un prólogo a don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela Orbegoso, ni habría dejado de mostrarse un poco doctoral y universitario, en una tesis llena de citas sobre don Felipe Pardo y don Clemente Althaus o cualquier otro don Felipe o don Clemente de nuestras letras. Sus propios padres no habrían cometido la temeraria imprudencia de matricularlo en un colegio alemán de donde tenía que sacar, junto con unas calcomanías de Herr Oswald Teller, cierta escrupulosa consideración por la ciencia ochocentista y su teoría recónditamente liberales, protestantes y progresistas. Crecido años atrás, Martín Adán se habría educado en el colegio de la Recoleta o los jesuitas, con distintas consecuencias. Su matrícula fiel en las clases de un colegio alemán corresponde a una época de crecimiento capitalista, de demagogia anticolonial, de derrumbamiento neogodo, de enseñanza de las lenguas sajonas y de multiplicación de las academias de comercio.

Época vagamente preparada por el discurso del Dr. Villarán contra los profesionales liberales, por el discurso del Dr. Víctor Maúrtua sobre el progreso material y el factor económico, y por las conferencias de Óscar Víctor Salomón, en Hyde Park, sobre el capital extranjero; pero concreta, social, material y políticamente representada por el leguiísmo, las urbanizaciones, el asfalto, los nuevos ricos, el Country Club, etc…. La literatura de Martín Adán es vanguardista, porque no podía dejar de serlo pero Martín Adán mismo no lo es aún del todo. El buen viejo Anatole France, inveterado corruptor de menores, malogró su inocencia con esos libros de prosa melódica, en que todo, hasta el cinismo y la obscenidad, tiene tanta compostura, erudición y clasicismo. Y Anatole France no es sino un demo-burgués de París deliberadamente desencantado, profesionalmente escéptico, pero lleno de un supersticioso respeto al pasado y de una ilimitada esperanza en el porvenir; un pequeño burgués del Sena, que desde su juventud produjo la impresión de ser excesiva y habitualmente  viejo –viejo por comodidad y espíritu sedentario–. Martín Adán está todavía en la estación anatoliana, aunque ya empieza a renegar estos libros que lo iniciaron en la herejía y en la “scepsis”.  En su estilo, ordenado y elegante, sin arrugas ni desgarramientos, se reconoce un gusto absolutamente clásico. En algunas de las páginas de “La Casa de Cartón” hay a ratos cierta morosidad azoriniana. Y ni en las páginas más recientes se encuentra alucinación ni “pathos” suprarrealistas. Martín Adán es de la estirpe de Cocteau y Radiguet más que de la estirpe de Morand y Girodaux. En la literatura le ocurre lo que en el colegio: no puede evitar las notas de aprovechamiento. Su desorden está previamente ordenado. Todos sus cuadros, todas sus estampas, son veraces, verosímiles, verdaderas. En la “La Casa de Cartón” hay un esquema de biografía de Barranco, o, mejor, de sus veranos. Si la biografía resulta humorística, la culpa no es de Martín Adán, sino de Barranco. Martín Adán no ha inventado a la tía de Ramón ni su bata, ni su negrita; todo lo que el describe existe. Tiene las condiciones esenciales del clásico. Su obra es clásica, racional, equilibrada, aunque no lo parezca. Se le siente clásico hasta en la medida que es antirromántico. En la forma acusa a veces el ascendiente de Eguren, mas no en el espíritu. En Martín Adán es un poco eguriniana el imaginero, pero solo el imaginero. Antirromántico –hasta el momento en que escribimos estas líneas, como dicen los periodistas–, Martín Adán se presenta siempre reacio a la aventura. «No te raptaré por nada del mundo. Te necesito para ir a tu lado deseando raptarte». ¡Ay del que realiza su deseo! «Pesimismo cristiano, pragmatismo católico que poéticamente se sublima y conforta con palabras del Eclesiástes». Mi amor a la aventura es lo que probablemente me separa de Martín Adán. El deseo del hombre aventurero está siempre satisfecho. Cada vez que se realiza, renace más grande y vicioso. Y cuando se camina de noche al lado de una mujer bella, hay que estar siempre dispuesto al rapto. Algunos lectores encontraran en este libro un desmentido a mis palabras. Pensarán que la publicación de “La Casa de Cartón” a los diecinueve años es una aventura. Puede parecerlo, pero no lo es. Me consta que Martín Adán ha tomado sus precauciones. Publica un libro cuyo éxito está totalmente asegurado. Y, sin embargo, lo publica en una edición de tiraje limitado, antes de afrontar en una edición mayor al público y la crítica. Escritor y artista de raza, su aparición tiene el consenso de la unanimidad de más de uno. Es tan ecléctico y herético, que a todos nos reconcilia en una síntesis teosóficamente cósmica y monista. Yo no podía saludar su llegada sino a mi manera: encontrando en su literatura una corroboración de mis tesis de agitador. Por eso, aunque no quería escribir sino unas cuantas líneas, me ha salido un acápite largo como los editoriales del Dr. Clemente Palma. Si a Martín Adán se le ocurre atribuirlo al pobre Ramón, como sus “Poemas Underwood” habrá logrado una reconciliación más difícil que la del “Génesis” y Darwin.

José Carlos Mariátegui


LA CASA DE CARTÓN

(fragmentos)

A José María Eguren

Ya ha principado el invierno en Barranco; raro invierno, lelo y frágil, que parece que va a hendirse en el cielo y dejar asomar una punta de verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado... Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una bola caliente en el estómago, y una dureza de silla de comedor en las posaderas, y unas ganas solemnes de no ir al colegio en todo el cuerpo. Una palmera descuella sobre una casa con la fronda, flabeliforme, suavemente sombría, neta, rosa, fúlgida. Y ahora silbas tú con el tranvía, muchacho de ojos cerrados. Tú no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con mar debajo. Pero, al pasar por la larga calle que es casi toda la ciudad, hueles zumar legumbres remotas en huertas aledañas. Tú piensas en el campo lleno y mojado, casi urbano si se mira atrás, pero que no tiene límites si se mira adelante, por entre los fresnos y los alisos, a la sierra azulita. Apenas el límite de los cerros primeros, ceja de montaña... y ahora vas tú por el campo en sordo rumor abejero de rieles frotados aprisa y en una gimnasia de aires deportivos aunque urbanos. Ahora el sol mastica jalde una cumbre serrana y una huaca, una mambla amarilla como el mismo sol. Y tú no quieres que sea verano, sino invierno de vacaciones, chiquito y débil, sin colegio y sin calor.

Más allá del campo, la sierra. Más acá del campo, un regato bordeado de alisos y de mujeres que lavan trapos y chiquillos, unos y otros del mismo color de mugre indiferente. Son las dos de la tarde. El sol pugna por librar sus rayos de la trampa de un ramaje en que ha caído. El sol –un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo–. El señor cura Párroco saca a su sombrero de teja, ladeando la cabeza, once reflejos de sombrero alto de seda, de tarro de ceremonia –los once reflejos se juntan arriba, en una convexa luz redonda–. Más allá de la ciudad, la sima clara y tierna del mar. Al mar se le ve desde arriba, con peligro de caer por la pendiente. Los acantilados tienen arrugas y tersuras impolutas, y livideces y manchas amarillas de frente geológica, académica. Ahí están, en miniatura, las cuatro épocas del mundo, las cuatro dimensiones de las cosas, los cuatro puntos cardinales, todo, todo. Un viejo... Dos viejos... Tres viejos... Tres pierolistas. Hay que ganar tres horas de sol a la noche. La ropa viene grande con exceso al cuerpo. El paño recepillado se esquina, se triedra, se cae, se tensa –el paño, hueco por dentro–. Los huesos crujen a compás en el acompasado accionar, en el rítmico tender de las manos al cielo del horizonte —plano que corta el del mar, formando un ángulo X– último capítulo de la geometría elemental (primer curso)–; el cielo donde debe de estar Piérola. Los mostachos de los viejos cortan finamente, en lonjas como mermelada cara, una brisa marina y la impregnan de olor de guamanripa, de tabaco tumbesino, de pañuelo de yerbas, de jarabes criollos para la tos. Una bandera de seis colores, al henchirse lentamente de un viento muy alto, insensible abajo, acusa flancos de bailarina española. Consulado general de Tomesia, país que hizo Giraudoux con una llanura húngara, dos millonarios limeños, algunos árboles ingleses y un tono de cielo chino bordado. Tomesia, no lejos de su consulado general en cualquier parte. Una carreta de heladero pasa tras un jamelgo que cuelga afuera la lenguaza áspera y blanquecina. El pobre animal comería con gusto los helados del cubo escondido –helados de esencia de lúcuma, sabor opaco y elegante, apenas frío; helados de leche, amplios y lindos como un retrato juvenil de mamá al lado de papá; helados de esencia de piña que corresponden a los claveles rojos; helados de esencia de naranja, leves y nada conocidos–. ¡Cómo suena la carreta! Con las piedras se va rompiendo el alma la pobre. Y por nada del mundo enmienda ella el rumbo –el rumbo recto hasta traspasar las paredes en las calles sin salida, recto hasta la imbecilidad–. Carretita, ven por este césped, que el agua de la fuente mantiene suave para ti. Hay entre las cosas, ligas de socorro mutuo, que el hombre impide. El sonar de las ruedas de la carreta en las piedras del pavimento alegra a la fuente las aguas tristes de la pila. El cholo, con mejillas de tierra mojada de sangre y la nariz orvallada de sudor en gotas atómicas, redondas –el cholo carretero no deja pasar la carreta por el césped del jardín ralísimo–. Los viejos observan. “Hace frío. ¿Ayer?... ¡Lindo día! Diga usted, Mengánez...”.


…. … ….


Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.

Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería. "No vayan a ser todos socialistas...". Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegará a los doce años. Sólo yo, me aparté de los problemas más sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomíaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel. –Olor de la tinta china, flaco y negro; –casi un tiralíneas de ébano, fantasma de vacaciones... Y esto era mi primer amor.

Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina... Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula; una gallina delante de un huevo. –Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en el tango. Un malevo...

Mi tercer amor tenía los ojos lindos y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha, no se por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.

Mi cuarto amor fue Catita.

Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a pan caliente, olores superpuestos y en si mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia. Mi primer pecado mortal.

He recibido carta de Catita. Nada me dice en ella sino quiere verme con la cara triste. Es una carta larga, temblona, en la que una muchacha núbil tira de las orejas al amor con los dedos tan seguros, tan lentos, tan cirujanos que para la tortura tienen las mujeres desde los quince años hasta el primer parto. Mujeres hay que no llegan a concebir nunca, y éstas son el terror de la muerte, quien para llevarlas al otro mundo, tiene que luchar con ellas a brazo partido, sin esperanza de no salir con los huesos del esqueleto horriblemente arañado. Las solteras mueren heroicamente.

La carta de Catita huele a soltería –a incienso, a flores secas, a jabón, a yeso, a botica, a leche–. Soltería emblemática con gafas de concha y un dedo índice tieso. Un moño de tinta azul culmina el aspecto –siempre inevitablemente parcial–. Un fardelillo lame el perfume austero que exhalan las blondas de la blusa. Y una blusa de telas poéticas –batita de madapolán–. Y, además, como detalle indispensable, una cara larga cuyas facciones, duras y débiles a la vez, ásperas inútiles, hacen la cara de pliegues de linón. Quizá una lora que sabe la letanía lauretana. Quizá el retrato de un novio inverosímil. Quizá una obsesa manía de saberlo todo. Quizá una virtud coronada de espinas. Pero, Catita no ha llegado todavía a los quince años. La verdad, sus dedos no tiene por que saber tirar de la orejas. ¿Quién sabe si ya algún muchacho piensa en casarse con ella–, locura de amor–? Catita, catadora de mozos, mala mujer que a los quince años mal cumplidos, ya tienes las manos solteronas... Solterona británica, experta de motores de explosión, sección de propaganda, un hombre raro y corto, unas manos secas y venudas... ¿Así quisiera ser, Catita? ¿Qué he de hacer con tu carta? A esta hora me es imposible de toda imposibilidad, entristecerme. Yo soy feliz a esta hora; –es un hábito mío. Un bote pescador a la altura de Miraflores, saluda con el pañuelo blanco de su vela, tan inútil en esta atmósfera inmóvil, linda, casi pintada. Ese saludo es un saludo a nadie, y esa alegría de disparate, de pequeñez de retorno, de humildad... –Mi cigarrillo tira admirablemente, y es júbilo de fuego párvulo, con pelotas y aro minúsculo y azules; y es la paz campesina de un olor de rastrojo quemado. ¿Ves, Catita? Tú no ves nada porque no estás conmigo en el malecón, pero yo te juro que es así. A mí, en la tarde, frente al mar, el alma se me pone buena, chica, tonta, humana, y se me alegra con los botes pescadores que despliegan la broma de sus velas, y con la candela del cigarrillo–, chiquitín colorado que pierde la cabeza en una juguetería azul. Y las altas gaviotas–, moscas negras en el tazón de leche aguada del cielo– me dan ganas de espantarlas con las manos, cuando yo tenía cinco años y no quería beber mi leche, ahogada en ella las moscas que atrapaba con la cuchara –red apretada por la luz hasta endurecerse–, y las moscas de la leche se volvían hélices. Y ahora.

Ella era una brava catadora de mozos. Todos nosotros hubimos de rodar la cabeza por sobre su pechito duro y redondo. Así, de este amor inevitable; hacíamos unjera–: "Cuando yo me enamoraba de Catita"... Pero era Catita quien nos enamoraba a nosotros. Al mirar, guiñaba ella los ojos sin advertir. Sus ojos, redondos como toda ella... Y el nombre no la decía bien. Esa "i" antepenúltima la alargaba, la ensombrecía, la alejaba –a ella, próxima, redonda, alegre. Y, sobre todo, enamoradiza. Catalina es un nombre gótico; hace pensar en ojivas lívidas de crepúsculo, en fuentes de bronce musgoso, héticos burgos renanos, en moñosos cinturones de castidad... Y Catita era una ventana rubia de melodía, una pila de cemento blanco, moderna, pulcrísima; un sombrillón de trapo para la playa; un lazo loco de colegiala... Lalá, he aquí su nombre de ella. Pero Lalá era una chica desvelada y rápida. Lalá, Lalá, Lalá... Corazón blando, y ojos de muñeca, y cara de risa. Ramón se arrojó en Catita como una nadadora en el mar–; de abajo arriba, primero las manos; después, la cabeza; por fin, los pies, flexionados, destalonados. En el plano del mes de enero –ensebado todavía con sucias nubes frías– quedó Ramón en cielo, en aire, en medio, en equilibrio, en ropa de baño, a la punta, con cien muchachos trémulos detrás que le apuraban, sobre Catita, mar, Ramón cayó mal–, de barriga, de bruces, esperándonos a todos nosotros, desprevenidos, observadores. Catita, mar para bañarse a las doce del día con el sol tontonazo en la cabeza –mariposa disecada, serojo ictérico o amarillo gorro de jebe. –Catita, mar con olas porque no haya viejas, porque haya muchachos... Catita, mar redondo encerrado en un muelle semicircular, embanderado de ciudades... Catita, límite sutil entre la mar alta y la mar baja... Catita, mar sumiso a la luna y a los bañistas... Catita, mar con luces, con caracoles, con botecillos panzudos, mar, mar, mar... O amor también en que no había viejas, ni sombrerazos de paja, ni consejos, ni persignaciones... Catita, amor, con esperanzas lentas y gordas, amor que con la luna baja y sube, amor redondo, amor próximo, amor para sumergirse en él con los ojos abiertos, amor, amor, amor... Catita, mar de amor, amor de mar. Catita, cualquier cosa y ninguna cosa... Catita–, todas las vocales, apareciendo ella, cabal, íntegra, en cuerpo y alma en la a y desapareciendo poco a poco, rasgo a rasgo, en las otras–; en la e, tierna y boba; en la i, flaca y fea; en la o, casi ella, pero no...; Catita es honesta y bonita; en la u, cretina, albina... Catita, –algunas consonantes–, parecida a la b en las manos, a la n en los ojos, a la r en el andar, a la ñ en el carácter, a la k en el genio, a la s en la mala memoria, a la z en la buena fe... Catita, campo redondo en el mar, beso redondo en el amor... Catita, sonido, signo... Catita, una cosa cualquiera y la contraria precisamente. .. Catita, al fin y al cabo, una linda muchacha, verdadera, viva, coqueta como ella sola... Cogerla era tan imposible como comprimir con la yema del índice el chorro de agua en la boca de un caño grande–; carne dura al tacto por la presión, carne que se escapaba por los resquicios de la uña, por las rayas de la piel; que nos saltaba a la cara; que, si se deposita en un recipiente, quieta, era sino luz densa, agua que se podía beber y en la que se podían echar barquillos de papel. Agua, agua, agua. Y, al fin y al cabo, una linda muchacha enamoradiza, catadora de mozos, Catita...




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