MARTÍN ADÁN, es el pseudónimo
de Rafael de la Fuente Benavides (Lima, 1908 – Lima, 1985). Fue un escritor
peruano, más celebrado como poeta.
“Martín Adán es la cúspide del barroquismo contemporáneo en
el Perú. Eso se debe a su novela poema La
casa de cartón aparecida en 1928, con palabras consagratorias provenientes
de la pluma de José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez.
“Poeta en toda la definición de la palabra. No menos
importante resultó su ensayo De lo
barroco en el Perú. Martín Adán fue un cultista de la forma y autor
refinado del verbo poético. Hemos señalado ya la famosa cuatrilogía en las
letras peruanas del siglo XX: Eguren, Vallejo, Adán, y Oquendo. Martín Adán fue
lector voraz de Proust, Joyce, Gómez de la Serna y los simbolistas franceses.
Se afirmó con una voz suntuosa y barroca que reveló las entelequias de un
hermetismo personal que devela su mundo atormentado y existencial. Poeta
desgarrado hasta la médula viviente, nos entregó aparejada tres temas y constantes:
la piedra, la rosa y la poesía.
A Martín Adán se le ha catalogado como poeta complejo y
hermético. La suya es la aventura personal –casi solitaria– de una veracidad
auténtica que lo coloca como uno de los fundadores de la poesía peruana del siglo
XX a lado de Eguren, Vallejo y Oquendo. Pero el camino singular de Adán supone
dos polaridades esenciales en su cartera. La imaginación en vía de magia
transfiguradora. Ese mundo por demás cierto que se asemeja a la palabra abierta
y herida, con una plenitud por hallar en la belleza el consumo de una vida que
se increpa y despoja. Martín Adán suele utilizar en sus versos la fragmentación
caótica, enumerativa y anafórica; entre esa poesía laberíntica que otorga la
belleza en su sentido neo-impresionista; que se llena también de una ironía por
plasmarla insuficiencia agónica de la vida.
“Martín Adán es por definición de sus críticos un poeta
culto. La constante aventura cultista de la palabra que al paso de los tiempos
se refina, adelgazada por frases herméticas, con adjetivos que se tornan
sustantivados. No puede sorprender que Adán sea el iniciador de un camino
inédito en la poesía peruana; volatinero, circense, dictador de nuevas normas
que parangona a una personalidad de riqueza pura, en ese arte de tauromaquia
barroca. Dan fe sus Poemas Underwood,
incluido en su novela poemática La Casa
de cartón. Excelente poema en prosa.
“La poesía de Martín Adán están representadas por los
siguientes libros: La rosa de la espinela
(1939); Travesía de extramares (Sonetos a Chopín) (1950); Escrito a ciegas (1961); La mano desasida. Canto a Machu Picchu
(1964); La piedra absoluta (1966); Obra poética (1928-1971), y Diario de poeta.”
(César Toro Montalvo, en ''Manual de Literatura Peruana'',
Tomo I. A.F.A. Editores Importadores S.A. Tercera edición, corregida y
aumentada, 2012).
A continuación,
fragmentos de La Casa de cartón,
incluyendo el prólogo festivo de José Carlos Mariátegui.
LA CASA DE CARTÓN
De: MARTÍN ADÁN
Presentación (de José Carlos Mariátegui)
De la publicación de este
libro soy un poco responsable, pero como todas mis responsabilidades, asumo
esta sin reservas. Amanecida en una carpeta de escolar esta novela se asomó por
primera vez al público desde las ventanas del “Amauta”, tres anchos trapecios
incaicos como los de Tamputocco, de donde están mesurando el porvenir los que
mañana partirán a su conquista. Martín Adán no es propiamente vanguardista, no
es revolucionario, no es indigenista. Es un personaje inventado por él mismo de
cuyo nacimiento he dado fe, pero de cuya existencia no tenemos todavía más
pruebas que sus escritos. El autor de Ramón es posterior a su criatura, contra
toda ley biológica y contra toda ley lógica de causa y efecto.
Las cuartillas de la novela
estaban escritas mucho tiempo antes de que la necesidad de darles un autor
produjese esa conciliación entre el “Génesis” y Darwin que su nombre intenta.
Constituían una literatura adolescente y clandestina, paradójicamente albergada
en el regazo idílico de la Acción Social de la Juventud. Más aún, por
humanismo, Martín Adán se dice reaccionario, clerical, civilista. Pero su
herejía evidente, su escepticismo contumaz, lo contradicen. El reaccionario es
siempre apasionado. El escepticismo es
ahora demoburgués, como fue aristocrático cuando la burguesía era creyente y la
aristocracia enciclopedista y volteriana. Si el civilismo no es capaz sino de
herejía quiere decir que no es capaz de reacción. Y yo creo que la herejía de
Martín Adán tiene este alcance, y por eso me he apresurado a registrarla como
un signo. Martín Adán no se preocupa sin duda de los factores políticos que,
sin que él lo sepa, deciden su literatura. He aquí, sin embargo, una novela que
no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección
“colónida”, de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y
de las obras de la Foundation. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al
asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente,
cartesiano, razonable como Martín Adán no se habría expresado jamás
irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría
denunciado en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y
barranquina, ni la habría sacado al público con un abata de motitas, acezante, estival
e íntima, con su gato y su negrita; no habría dejado de pedirle un prólogo a
don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela Orbegoso, ni habría dejado
de mostrarse un poco doctoral y universitario, en una tesis llena de citas
sobre don Felipe Pardo y don Clemente Althaus o cualquier otro don Felipe o don
Clemente de nuestras letras. Sus propios padres no habrían cometido la
temeraria imprudencia de matricularlo en un colegio alemán de donde tenía que
sacar, junto con unas calcomanías de Herr Oswald Teller, cierta escrupulosa
consideración por la ciencia ochocentista y su teoría recónditamente liberales,
protestantes y progresistas. Crecido años atrás, Martín Adán se habría educado
en el colegio de la Recoleta o los jesuitas, con distintas consecuencias. Su
matrícula fiel en las clases de un colegio alemán corresponde a una época de
crecimiento capitalista, de demagogia anticolonial, de derrumbamiento neogodo,
de enseñanza de las lenguas sajonas y de multiplicación de las academias de
comercio.
Época vagamente preparada por
el discurso del Dr. Villarán contra los profesionales liberales, por el
discurso del Dr. Víctor Maúrtua sobre el progreso material y el factor
económico, y por las conferencias de Óscar Víctor Salomón, en Hyde Park, sobre
el capital extranjero; pero concreta, social, material y políticamente
representada por el leguiísmo, las urbanizaciones, el asfalto, los nuevos
ricos, el Country Club, etc…. La literatura de Martín Adán es vanguardista,
porque no podía dejar de serlo pero Martín Adán mismo no lo es aún del todo. El
buen viejo Anatole France, inveterado corruptor de menores, malogró su
inocencia con esos libros de prosa melódica, en que todo, hasta el cinismo y la
obscenidad, tiene tanta compostura, erudición y clasicismo. Y Anatole France no
es sino un demo-burgués de París deliberadamente desencantado, profesionalmente
escéptico, pero lleno de un supersticioso respeto al pasado y de una ilimitada
esperanza en el porvenir; un pequeño burgués del Sena, que desde su juventud
produjo la impresión de ser excesiva y habitualmente viejo –viejo por comodidad y espíritu
sedentario–. Martín Adán está todavía en la estación anatoliana, aunque ya
empieza a renegar estos libros que lo iniciaron en la herejía y en la
“scepsis”. En su estilo, ordenado y
elegante, sin arrugas ni desgarramientos, se reconoce un gusto absolutamente
clásico. En algunas de las páginas de “La Casa de Cartón” hay a ratos cierta
morosidad azoriniana. Y ni en las páginas más recientes se encuentra
alucinación ni “pathos” suprarrealistas. Martín Adán es de la estirpe de
Cocteau y Radiguet más que de la estirpe de Morand y Girodaux. En la literatura
le ocurre lo que en el colegio: no puede evitar las notas de aprovechamiento.
Su desorden está previamente ordenado. Todos sus cuadros, todas sus estampas,
son veraces, verosímiles, verdaderas. En la “La Casa de Cartón” hay un esquema
de biografía de Barranco, o, mejor, de sus veranos. Si la biografía resulta
humorística, la culpa no es de Martín Adán, sino de Barranco. Martín Adán no ha
inventado a la tía de Ramón ni su bata, ni su negrita; todo lo que el describe
existe. Tiene las condiciones esenciales del clásico. Su obra es clásica,
racional, equilibrada, aunque no lo parezca. Se le siente clásico hasta en la
medida que es antirromántico. En la forma acusa a veces el ascendiente de
Eguren, mas no en el espíritu. En Martín Adán es un poco eguriniana el imaginero,
pero solo el imaginero. Antirromántico –hasta el momento en que escribimos
estas líneas, como dicen los periodistas–, Martín Adán se presenta siempre
reacio a la aventura. «No te raptaré por nada del mundo. Te necesito para ir a
tu lado deseando raptarte». ¡Ay del que realiza su deseo! «Pesimismo cristiano,
pragmatismo católico que poéticamente se sublima y conforta con palabras del
Eclesiástes». Mi amor a la aventura es lo que probablemente me separa de Martín
Adán. El deseo del hombre aventurero está siempre satisfecho. Cada vez que se
realiza, renace más grande y vicioso. Y cuando se camina de noche al lado de
una mujer bella, hay que estar siempre dispuesto al rapto. Algunos lectores
encontraran en este libro un desmentido a mis palabras. Pensarán que la
publicación de “La Casa de Cartón” a los diecinueve años es una aventura. Puede
parecerlo, pero no lo es. Me consta que Martín Adán ha tomado sus precauciones.
Publica un libro cuyo éxito está totalmente asegurado. Y, sin embargo, lo
publica en una edición de tiraje limitado, antes de afrontar en una edición
mayor al público y la crítica. Escritor y artista de raza, su aparición tiene
el consenso de la unanimidad de más de uno. Es tan ecléctico y herético, que a
todos nos reconcilia en una síntesis teosóficamente cósmica y monista. Yo no
podía saludar su llegada sino a mi manera: encontrando en su literatura una corroboración
de mis tesis de agitador. Por eso, aunque no quería escribir sino unas cuantas
líneas, me ha salido un acápite largo como los editoriales del Dr. Clemente
Palma. Si a Martín Adán se le ocurre atribuirlo al pobre Ramón, como sus
“Poemas Underwood” habrá logrado una reconciliación más difícil que la del
“Génesis” y Darwin.
José Carlos
Mariátegui
LA CASA DE CARTÓN
(fragmentos)
A José María Eguren
Ya ha principado el invierno
en Barranco; raro invierno, lelo y frágil, que parece que va a hendirse en el
cielo y dejar asomar una punta de verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa
del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo
sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado...
Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una bola
caliente en el estómago, y una dureza de silla de comedor en las posaderas, y
unas ganas solemnes de no ir al colegio en todo el cuerpo. Una palmera
descuella sobre una casa con la fronda, flabeliforme, suavemente sombría, neta,
rosa, fúlgida. Y ahora silbas tú con el tranvía, muchacho de ojos cerrados. Tú
no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones
con mar debajo. Pero, al pasar por la larga calle que es casi toda la ciudad,
hueles zumar legumbres remotas en huertas aledañas. Tú piensas en el campo
lleno y mojado, casi urbano si se mira atrás, pero que no tiene límites si se
mira adelante, por entre los fresnos y los alisos, a la sierra azulita. Apenas
el límite de los cerros primeros, ceja de montaña... y ahora vas tú por el
campo en sordo rumor abejero de rieles frotados aprisa y en una gimnasia de
aires deportivos aunque urbanos. Ahora el sol mastica jalde una cumbre serrana
y una huaca, una mambla amarilla como el mismo sol. Y tú no quieres que sea
verano, sino invierno de vacaciones, chiquito y débil, sin colegio y sin calor.
Más allá del campo, la
sierra. Más acá del campo, un regato bordeado de alisos y de mujeres que lavan
trapos y chiquillos, unos y otros del mismo color de mugre indiferente. Son las
dos de la tarde. El sol pugna por librar sus rayos de la trampa de un ramaje en
que ha caído. El sol –un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo–. El señor cura
Párroco saca a su sombrero de teja, ladeando la cabeza, once reflejos de
sombrero alto de seda, de tarro de ceremonia –los once reflejos se juntan
arriba, en una convexa luz redonda–. Más allá de la ciudad, la sima clara y
tierna del mar. Al mar se le ve desde arriba, con peligro de caer por la
pendiente. Los acantilados tienen arrugas y tersuras impolutas, y livideces y
manchas amarillas de frente geológica, académica. Ahí están, en miniatura, las
cuatro épocas del mundo, las cuatro dimensiones de las cosas, los cuatro puntos
cardinales, todo, todo. Un viejo... Dos viejos... Tres viejos... Tres
pierolistas. Hay que ganar tres horas de sol a la noche. La ropa viene grande
con exceso al cuerpo. El paño recepillado se esquina, se triedra, se cae, se
tensa –el paño, hueco por dentro–. Los huesos crujen a compás en el acompasado
accionar, en el rítmico tender de las manos al cielo del horizonte —plano que
corta el del mar, formando un ángulo X– último capítulo de la geometría
elemental (primer curso)–; el cielo donde debe de estar Piérola. Los mostachos
de los viejos cortan finamente, en lonjas como mermelada cara, una brisa marina
y la impregnan de olor de guamanripa, de tabaco tumbesino, de pañuelo de
yerbas, de jarabes criollos para la tos. Una bandera de seis colores, al
henchirse lentamente de un viento muy alto, insensible abajo, acusa flancos de
bailarina española. Consulado general de Tomesia, país que hizo Giraudoux con
una llanura húngara, dos millonarios limeños, algunos árboles ingleses y un
tono de cielo chino bordado. Tomesia, no lejos de su consulado general en
cualquier parte. Una carreta de heladero pasa tras un jamelgo que cuelga afuera
la lenguaza áspera y blanquecina. El pobre animal comería con gusto los helados
del cubo escondido –helados de esencia de lúcuma, sabor opaco y elegante,
apenas frío; helados de leche, amplios y lindos como un retrato juvenil de mamá
al lado de papá; helados de esencia de piña que corresponden a los claveles
rojos; helados de esencia de naranja, leves y nada conocidos–. ¡Cómo suena la
carreta! Con las piedras se va rompiendo el alma la pobre. Y por nada del mundo
enmienda ella el rumbo –el rumbo recto hasta traspasar las paredes en las
calles sin salida, recto hasta la imbecilidad–. Carretita, ven por este césped,
que el agua de la fuente mantiene suave para ti. Hay entre las cosas, ligas de
socorro mutuo, que el hombre impide. El sonar de las ruedas de la carreta en
las piedras del pavimento alegra a la fuente las aguas tristes de la pila. El
cholo, con mejillas de tierra mojada de sangre y la nariz orvallada de sudor en
gotas atómicas, redondas –el cholo carretero no deja pasar la carreta por el
césped del jardín ralísimo–. Los viejos observan. “Hace frío. ¿Ayer?... ¡Lindo
día! Diga usted, Mengánez...”.
…. … ….
Mi primer amor tenía doce
años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once
mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un
amor grave, social, sombrío que era como una penumbra de sesión de congreso
internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y
carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía,
con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un
socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario
íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí,
espantada de mi socialismo y mi tontería. "No vayan a ser todos
socialistas...". Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que
pasara, aunque éste no llegará a los doce años. Sólo yo, me aparté de los
problemas más sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una
necesidad agónica toxicomíaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el
olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el
patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel. –Olor
de la tinta china, flaco y negro; –casi un tiralíneas de ébano, fantasma de
vacaciones... Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince
años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con
pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura,
excesivamente femenina... Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no
hacía sino reírse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender
un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de
cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte
–nota sospechosa, vergonzosa, ridícula; una gallina delante de un huevo. –Tuve
que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que
chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó
como en el tango. Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos
lindos y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de
León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha, no se por qué se enamoró de
mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber
sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una
muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de
ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior,
a pan caliente, olores superpuestos y en si mismos, individualmente, casi
desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La
suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia,
sucia, sucia. Mi primer pecado mortal.
He recibido carta de Catita.
Nada me dice en ella sino quiere verme con la cara triste. Es una carta larga,
temblona, en la que una muchacha núbil tira de las orejas al amor con los dedos
tan seguros, tan lentos, tan cirujanos que para la tortura tienen las mujeres
desde los quince años hasta el primer parto. Mujeres hay que no llegan a
concebir nunca, y éstas son el terror de la muerte, quien para llevarlas al
otro mundo, tiene que luchar con ellas a brazo partido, sin esperanza de no
salir con los huesos del esqueleto horriblemente arañado. Las solteras mueren
heroicamente.
La carta de Catita huele a
soltería –a incienso, a flores secas, a jabón, a yeso, a botica, a leche–.
Soltería emblemática con gafas de concha y un dedo índice tieso. Un moño de
tinta azul culmina el aspecto –siempre inevitablemente parcial–. Un fardelillo
lame el perfume austero que exhalan las blondas de la blusa. Y una blusa de
telas poéticas –batita de madapolán–. Y, además, como detalle indispensable,
una cara larga cuyas facciones, duras y débiles a la vez, ásperas inútiles,
hacen la cara de pliegues de linón. Quizá una lora que sabe la letanía
lauretana. Quizá el retrato de un novio inverosímil. Quizá una obsesa manía de
saberlo todo. Quizá una virtud coronada de espinas. Pero, Catita no ha llegado
todavía a los quince años. La verdad, sus dedos no tiene por que saber tirar de
la orejas. ¿Quién sabe si ya algún muchacho piensa en casarse con ella–, locura
de amor–? Catita, catadora de mozos, mala mujer que a los quince años mal
cumplidos, ya tienes las manos solteronas... Solterona británica, experta de
motores de explosión, sección de propaganda, un hombre raro y corto, unas manos
secas y venudas... ¿Así quisiera ser, Catita? ¿Qué he de hacer con tu carta? A
esta hora me es imposible de toda imposibilidad, entristecerme. Yo soy feliz a
esta hora; –es un hábito mío. Un bote pescador a la altura de Miraflores,
saluda con el pañuelo blanco de su vela, tan inútil en esta atmósfera inmóvil,
linda, casi pintada. Ese saludo es un saludo a nadie, y esa alegría de
disparate, de pequeñez de retorno, de humildad... –Mi cigarrillo tira
admirablemente, y es júbilo de fuego párvulo, con pelotas y aro minúsculo y
azules; y es la paz campesina de un olor de rastrojo quemado. ¿Ves, Catita? Tú
no ves nada porque no estás conmigo en el malecón, pero yo te juro que es así.
A mí, en la tarde, frente al mar, el alma se me pone buena, chica, tonta,
humana, y se me alegra con los botes pescadores que despliegan la broma de sus
velas, y con la candela del cigarrillo–, chiquitín colorado que pierde la
cabeza en una juguetería azul. Y las altas gaviotas–, moscas negras en el tazón
de leche aguada del cielo– me dan ganas de espantarlas con las manos, cuando yo
tenía cinco años y no quería beber mi leche, ahogada en ella las moscas que
atrapaba con la cuchara –red apretada por la luz hasta endurecerse–, y las
moscas de la leche se volvían hélices. Y ahora.
Ella era una brava catadora
de mozos. Todos nosotros hubimos de rodar la cabeza por sobre su pechito duro y
redondo. Así, de este amor inevitable; hacíamos unjera–: "Cuando yo me
enamoraba de Catita"... Pero era Catita quien nos enamoraba a nosotros. Al
mirar, guiñaba ella los ojos sin advertir. Sus ojos, redondos como toda ella...
Y el nombre no la decía bien. Esa "i" antepenúltima la alargaba, la
ensombrecía, la alejaba –a ella, próxima, redonda, alegre. Y, sobre todo,
enamoradiza. Catalina es un nombre gótico; hace pensar en ojivas lívidas de
crepúsculo, en fuentes de bronce musgoso, héticos burgos renanos, en moñosos cinturones
de castidad... Y Catita era una ventana rubia de melodía, una pila de cemento
blanco, moderna, pulcrísima; un sombrillón de trapo para la playa; un lazo loco
de colegiala... Lalá, he aquí su nombre de ella. Pero Lalá era una chica
desvelada y rápida. Lalá, Lalá, Lalá... Corazón blando, y ojos de muñeca, y
cara de risa. Ramón se arrojó en Catita como una nadadora en el mar–; de abajo
arriba, primero las manos; después, la cabeza; por fin, los pies, flexionados,
destalonados. En el plano del mes de enero –ensebado todavía con sucias nubes
frías– quedó Ramón en cielo, en aire, en medio, en equilibrio, en ropa de baño,
a la punta, con cien muchachos trémulos detrás que le apuraban, sobre Catita,
mar, Ramón cayó mal–, de barriga, de bruces, esperándonos a todos nosotros,
desprevenidos, observadores. Catita, mar para bañarse a las doce del día con el
sol tontonazo en la cabeza –mariposa disecada, serojo ictérico o amarillo gorro
de jebe. –Catita, mar con olas porque no haya viejas, porque haya muchachos...
Catita, mar redondo encerrado en un muelle semicircular, embanderado de
ciudades... Catita, límite sutil entre la mar alta y la mar baja... Catita, mar
sumiso a la luna y a los bañistas... Catita, mar con luces, con caracoles, con
botecillos panzudos, mar, mar, mar... O amor también en que no había viejas, ni
sombrerazos de paja, ni consejos, ni persignaciones... Catita, amor, con
esperanzas lentas y gordas, amor que con la luna baja y sube, amor redondo,
amor próximo, amor para sumergirse en él con los ojos abiertos, amor, amor,
amor... Catita, mar de amor, amor de mar. Catita, cualquier cosa y ninguna
cosa... Catita–, todas las vocales, apareciendo ella, cabal, íntegra, en cuerpo
y alma en la a y desapareciendo poco a poco, rasgo a rasgo, en las otras–; en
la e, tierna y boba; en la i, flaca y fea; en la o, casi ella, pero no...;
Catita es honesta y bonita; en la u, cretina, albina... Catita, –algunas
consonantes–, parecida a la b en las manos, a la n en los ojos, a la r en el
andar, a la ñ en el carácter, a la k en el genio, a la s en la mala memoria, a
la z en la buena fe... Catita, campo redondo en el mar, beso redondo en el
amor... Catita, sonido, signo... Catita, una cosa cualquiera y la contraria
precisamente. .. Catita, al fin y al cabo, una linda muchacha, verdadera, viva,
coqueta como ella sola... Cogerla era tan imposible como comprimir con la yema
del índice el chorro de agua en la boca de un caño grande–; carne dura al tacto
por la presión, carne que se escapaba por los resquicios de la uña, por las
rayas de la piel; que nos saltaba a la cara; que, si se deposita en un
recipiente, quieta, era sino luz densa, agua que se podía beber y en la que se
podían echar barquillos de papel. Agua, agua, agua. Y, al fin y al cabo, una
linda muchacha enamoradiza, catadora de mozos, Catita...
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